ALTERNATIVAS

21 de agosto de 2025

UNA VICTORIA INESPERADA

El 17 de agosto se consumó el quiebre del ciclo masista: el MAS quedó lejos del balotaje y su candidato oficial apenas rozó el 3%, mientras el voto nulo impulsado por Evo Morales trepó a niveles inusuales (en torno al 19%), debilitando aún más al oficialismo. El país, votos en mano, castigó la crisis económica —inflación anual cercana al 25% a mitad de 2025, escasez de combustibles y de dólares, etc.— y buscó una salida de cambio sin saltar al vacío. En ese punto, Rodrigo Paz Pereira capitalizó el deseo de renovación moderada frente a propuestas de ajuste percibidas como demasiado duras y a un MAS fracturado por la disputa Morales–Arce. Resultado: Paz primero y Jorge “Tuto” Quiroga segundo, rumbo a una segunda vuelta el 19 de octubre.

La clave estuvo en el centro político y en esa franja de indecisos anti-MAS, pero reacios a las terapias de shock. Cuando arreció la “guerra sucia” y la desinformación —con ataques particularmente agresivos contra Samuel Doria Medina (que encabezó la mejor candidatura en terminos de equipos técnicos y propuestas programáticas)—, parte de su voto migró por contigüidad hacia Paz, opción emparentada con el gradualismo económico. La salida de escena de candidaturas “outsider” como la de Jaime Dunn reforzó el voto castigo contra liderazgos tradicionales que no lograron cumplir con la exigencia de unidad. También pesó el contraste de estrategias: mientras Tuto y Samuel apostaron a la publicidad digital, Paz Pereira se jugó por un despliegue territorial —política de calle— y, según se dice, destinó muy poco a las redes de pago. Su presencia en bastiones populares y el empuje de su compañero de fórmula, el exoficial Edman Lara —de gran alcance en redes—, ampliaron su perfil por fuera de la burbuja de clases media y alta, a las que suelen alcanzar los anuncios pagados. En suma: menos pauta, más cercanía y un mensaje de orden económico sin sobresaltos.

Pero la victoria de Paz no se explica solo por la coyuntura. Hay un trasfondo más hondo: el peso persistente de la cultura política nacional/democrática/popular que, desde 1952 hasta la fecha, estructura la sensibilidad mayoritaria. Ese sustrato —lo nacional como afirmación de un Estado presente y un proyecto de país; lo democrático como método de acceso y control del poder; lo popular como inclusión de mayorías históricamente postergadas— ha sido la matriz donde prosperaron, mutaron o naufragaron muchas grandes experiencias políticas en Bolivia. Aun con desencantos, la ciudadanía sigue votando dentro de ese marco, castiga desviaciones autoritarias o la incompetencia, premia a quien promete continuidad de derechos y estabilidad con reformas sensatas. Paz leyó mejor ese pulso.

En ese registro cultural, el país llega con un desgaste profundo por dieciocho años de hegemonía masista que capturaron instituciones, normalizaron la opacidad y convirtieron la intermediación corporativa en sistema prebendal donde “las bases” mandan sobre la ley. El quiebre no fue súbito: el 21F de 2016 hirió el pacto democrático; después vinieron el fraude, la erosión del pluralismo y la descomposición económica. La fractura Morales–Arce solo desnudó que la coalición gobernante ya no podía compatibilizar promesas de inclusión con un Estado colonizado por redes de contrabando, corrupción y narcotráfico. Ante esa implosión, una mayoría social buscó algo conocido y valioso: orden democrático con Estado que funcione, mercado que produzca riqueza y un piso de protección social que no se derrumbe con el primer ajuste. Ese “centro popular” —no de élites únicamente, sino de vendedores, transportistas, microempresarios, empleados, profesionales jóvenes— encontró en Paz Pereira una narrativa de cambio sin demolición.

De allí que prendiera también otra intuición arraigada, lo que yo llamo "frenar el péndulo catastrófico" que nos ha llevado, cíclicamente, del estatismo asfixiante al desmantelamiento irresponsable. Cada intento de “refundación” borra lo anterior en nombre de la pureza ideológica de turno y nos condena a empezar de cero. En esta elección, la crisis reavivó recetas de shock y, a la vez, desacreditó el control estatal ineficiente de los mercados. La opción ganadora fue otra: ni la soga al cuello de las familias, ni un Estado que impida trabajar. Orden fiscal y monetario, sí, pero “a ritmo humano”; desregulación de trabas absurdas, sí, con una regulacion fuerte; promoción de la inversión con seguridad jurídica y competencia leal; y, sobre todo, continuidad de ños bonos y protección de ingresos mientras se enciende el motor productivo.

El voto a Paz Pereira expresa fatiga con la cultura de la cancelación, con la manía de desconocer logros previos y prometer “la verdadera” historia cada cinco años. La gente no quiso otro salto al vacío ni un ajuste punitivo disfrazado de modernización. Quiso sumar, corregir y estabilizar. La victoria fue pedagógica, el cambio que viene no será épico, será institucional; no clausura la trilogía nacional/democrática/popular, la completa con ciudadanía y modernidad. Lo nacional ya no se confunde con monopolio estatal; lo democrático ya no se subordina al caudillo que “encarna al pueblo”; lo popular no se reduce a prebendas, sino a oportunidades, seguridad y movilidad social.

El mapa territorial refuerza la lectura. En el altiplano y los valles, donde pesa el recuerdo del Estado como garante de presencia y servicios, el “centro popular” se expresó como demanda de gobierno que funcione: salud sin colas, escuelas con maestros, combustibles disponibles, transporte sin paros semanales. En ambas geografías, Paz Pereira apareció como punto de encuentro entre impulso productivo y promesa de orden.

Santa Cruz votó distinto al resto del país. Allí, la preferencia se ordenó bajo la gravitación de sus élites económicas y cívicas, capaces de marcar agenda y disciplinar apoyos territoriales. Ese dato confirma su potencia, pero también desnuda una desconexión con el sentir nacional. Para cerrar esa brecha —y convertir su peso en un liderazgo convocante, como corresponde ya a ese departamento— toca modernizar y democratizar a las élites cruceñas, renovarlas, abrirlas a la diversidad urbana y mestiza que hoy define al país, y plegarlas a un proyecto de nación compartido que “escale la cordillera” y dialogue de igual a igual con todos los territorios, al ser Santa Cruz como la fragua de la nueva Bolivia y exigir una dirigencia a la altura de ese rol.

También hubo un factor generacional. Jóvenes que no vivieron la épica del 52 ni la construcción de la democracia el 82 —y que de 2006 recuerdan más los escándalos que las conquistas— piden una política parecida a su vida cotidiana: menos gran discurso, más soluciones; menos plebiscito permanente, más estabilidad previsible. Las redes multiplicaron el ruido, pero evidenciaron que el algoritmo del miedo se agotó. Ni el “fantasma Cuba/Venezuela” ni el “neoliberal sin alma” movieron montañas. Movió más la idea de un futuro normal: crecer, formalizarse, ahorrar, estudiar, emprender sin que la burocracia —o la inseguridad— te asalte el bolsillo y el tiempo.

La estrategia terminó de cristalizar ese ánimo. La campaña de Paz no prometió milagros: ofreció una secuencia. Estabilizar la macro sin asfixiar la micro; regular con transparencia para abrir juego a la inversión y el empleo; atacar contrabando y mercados ilegales que destruyen la producción nacional; liberar trámites y castigar la coima; y blindar, mientras tanto, los ingresos de los más vulnerables. No fue poesía: fue un plan de transición que dialogó con las pulsiones de nuestra cultura política.

El contexto internacional importó como espejo, no como libreto. En una Sudamérica que corrige hacia el centro tras experimentos disruptivos, Bolivia eligió su versión: estabilización con piso social. No es un giro conservador; es pragmatismo dentro del marco nacional/democrático/popular. Quien no entienda eso seguirá sorprendiéndose de que aquí las mayorías castiguen la corrupción y el abuso, y desconfíen a la vez de las terapias que “limpian en seco” llevándose por delante salario, empleo y paz social.

¿Qué sigue? La segunda vuelta del 19 de octubre obliga a construir una mayoría que confirme el mandato: cerrar el péndulo y abrir un ciclo ciudadano. Tres acuerdos simples y verificables: i) compromiso macro de estabilización —disciplina fiscal, sinceramiento responsable de precios relativos, recuperación de reservas y financiamiento externo sin hipoteca, con metas trimestrales públicas—; ii) pacto productivo contra contrabando e informalidad depredadora —aduanas con tecnología y control civil, policía económica especializada, justicia que deje de ser puerta giratoria y shock de simplificación regulatoria para formalizar sin castigar—; iii) política de Estado para la reconciliación nacional y social —despolarizar la conversación, desactivar la lógica amigo–enemigo, garantizar neutralidad electoral e independencia judicial, y reconocer sin complejos lo aprovechable de cada etapa para integrarlo en un proyecto compartido—.

La victoria de Rodrigo Paz Pereira es menos un accidente que la decantación de una memoria colectiva que sabe lo que quiere y lo que no: Estado que esté, pero no estorbe; mercado que produzca, pero no abuse; democracia que gobierne, no que se declame. Es la expresión de ese “centro popular” que pide detener el péndulo catastrófico y completar, al fin, el ciclo nacional/democrático/popular con ciudadanía, instituciones y futuro. Si la segunda vuelta confirma esa ruta, no empezará “la verdadera” historia —tentación de refundadores—, sino la paciente tarea de sumar sobre lo aprendido para que, por una vez, el cambio deje de ser ruleta y se vuelva construcción.

19 de agosto de 2025

BOLIVIA DESPUES DEL PÉNDULO

buscando un proyecto estable
que sume sobre lo construido

En Bolivia hay una línea de continuidad del voto popular que atraviesa setenta y tres años y puede leerse como un solo ciclo nacional/democrático/popular inaugurado en 1952. Ese ciclo, con mutaciones y énfasis distintos, ha transitado por etapas reconocibles: la formación del Estado nacional (consolidación territorial, ciudadanía y economía bajo conducción pública); la afirmación de la democracia como régimen (desde 1982); la ampliación de derechos e inclusión social e indígena (a partir de 2006); y hoy exige un cuarto paso: consolidar un modelo económico y social estable que supere el péndulo catastrófico y cierre, por fin, el ciclo abierto en el 52.

Continuidad no es uniformidad. Lo nacional/democrático/popular ha tenido —y tiene— expresiones de izquierda y expresiones liberales. Ahí se inscriben, con luces y sombras, el MNR, el MIR, el MAS y, en el presente, una convergencia que incorpora al PDC junto a liderazgos como Rodrigo Paz Pereira. En todos los casos, lo decisivo es el marco común en el que el voto mayoritario se ha expresado: nación antes que facción; democracia como regla; lo popular como prioridad.

Los hitos de gobierno han pertenecido a esa corriente. Víctor Paz Estenssoro encarna el momento fundacional del Estado social y nacional; Hernán Siles Zuazo simboliza el retorno y la legitimación del voto como única fuente de poder; Jaime Paz Zamora representa la búsqueda de gobernabilidad democrática y apertura internacional; Gonzalo Sánchez de Lozada impulsa la modernización institucional y la descentralización participativa; Hugo Banzer Suárez, en su etapa civil, se mueve también dentro del arreglo democrático y nacional. Trayectorias distintas, resultados dispares, mismo lineamiento. Cada intento por salirse del cauce —restauraciones autoritarias, maximalismos ideológicos o identitarismos excluyentes— chocó con la realidad y la inviabilidad práctica.

El MAS y Evo Morales Ayma fueron parte de este mismo ciclo pero en su borde más extremo, un etnonacionalismo autoritario que, aun canalizando la legítima demanda de inclusión social e indígena, terminó volviéndose excluyente e inaceptable. La centralización personalista del poder, la captura de las instituciones y la lógica amigo–enemigo clausuraron el pluralismo y degradaron la cultura política. En lugar de la promesa de movilidad, se erigió una nueva oligarquía —corporativa y patrimonial— que colonizó el Estado y lo puso al servicio de una rosca. Bajo ese paraguas, la cooptación, la impunidad y una economía ilegal se normalizaron, abriendo espacios a redes mafiosas de contrabando, corrupción y narcotráfico. Quedó, como saldo, una estela de desconfianza y fragmentación social que debemos superar.

¿A qué llamamos péndulo catastrófico? A ese vaivén que nos cancela: del estatismo total a la privatización sin contrapesos; del centralismo asfixiante a autonomismos sin reglas; de la épica refundacional a la desmemoria institucional. Ante el fracaso de uno, se convoca al otro como remedio absoluto. El resultado: parálisis con apariencia de movimiento. Mucho ruido, poca acumulación de logros.

Superar el péndulo no es elegir “el mejor extremo”, sino construir un equilibrio virtuoso: mercado con reglas, Estado con límites, prioridades sociales con disciplina fiscal. Justo eso demanda el cuarto paso del ciclo: un modelo que brinde seguridad jurídica, promueva inversión y empleo, proteja a los vulnerables, descentralice con responsabilidad y haga de la educación una política de Estado. Pasar de la ola a la institución; de la consigna a la capacidad; del péndulo al proyecto.

Por eso, hoy como ayer, la viabilidad se juega dentro del arco que va de la izquierda democrática al liberalismo republicano, bajo el paraguas nacional/democrático/popular. Ese arco no niega diferencias: las procesa. Allí caben las coaliciones capaces de sumar regiones y culturas, clases medias urbanas y mundo popular, y traducir esa suma en reglas duraderas. Fuera de ese marco, los proyectos entusiasman nichos, pero no devienen mayoría estable ni gobierno sostenible.

El ciclo del 52 convive, además, con pulsiones que ya forman parte del sentido común contemporáneo: igualdad sustantiva de las mujeres; defensa del medio ambiente y un desarrollo que no devore su base ecológica; sensibilidad animalista como ética del cuidado; y, en general, una ciudadanía urbana y mestiza que reclama derechos y asume responsabilidades. Integrarlas no es “agregar temas”: es actualizar el contenido de lo nacional/democrático/popular en el siglo XXI.

Cerrar el ciclo iniciado en 1952 significa dos cosas a la vez: completar la institucionalidad de un Estado democrático en su funcionamiento cotidiano (justicia independiente, reglas fiscales, descentralización con mérito y rendición de cuentas) y popular en su propósito (igualdad de oportunidades, movilidad social, servicios de calidad, empleo formal); y, al mismo tiempo, enraizar ese Estado en una cultura que reconozca nuestras diversidades y aprenda del pasado sin la tentación de “empezarlo todo de nuevo”.

La continuidad del voto popular boliviano no es inercia: es un mandato persistente por un país que quiere orden sin autoritarismo, mercado sin abuso, identidad sin exclusión y progreso sin devastación. Quien logre expresar esa continuidad con una propuesta que supere el péndulo —desde una coalición amplia, plural y democrática— tendrá la llave de la gobernabilidad y del futuro. Quien prometa atajos fuera de ese cauce repetirá la misma pared de inviabilidad. Solo cuando ese cuarto paso se concrete podremos decir que el ciclo de 1952 se ha cumplido y que Bolivia, por fin, empieza a sumar sobre lo construido.

13 de agosto de 2025

¿POR QUÉ SAMUEL?

Bolivia llega a este domingo 17 de agosto de 2025 con una urgencia impostergable: ordenar la casa sin volver a romperla. Además de atender con prioridad y urgencia en los primeros 100 días la escasez de dólares, la gasolina y la inflación, debemos mirar el horizonte de mediano y largo plazo. Por eso me inclino por una candidatura de centro, como es la de la Alianza UNIDAD. Me explico:

Terminada por fin la hegemonía del etnopopulismo autoritario del MAS, no basta con cambiar rótulos ni proclamar refundaciones cada quinquenio. Toca tejer acuerdos duraderos, con reglas que no cambien al antojo de turno. Es hora de abrir un nuevo ciclo democrático y ciudadano tras el lento agotamiento de lo nacional-popular. En ese horizonte, la candidatura de Samuel Doria Medina encarna —a mi juicio— la propuesta equilibrada que el país reclama: frenar el péndulo catastrófico, desterrar la cultura de la cancelación y convertir la reconciliación nacional y social en política de Estado. Esa integralidad la distingue frente a opciones demasiado pequeñas para sostener las reformas que prometen, o demasiado extremas, condenadas a profundizar lo que dicen combatir.

El péndulo catastrófico es un viejo conocido. Vamos del estatismo rígido al mercado desregulado; del centralismo férreo hacia autonomías sin puentes; del lenguaje republicano al plurinacional sin mediaciones. Cada administración promete “empezar de cero” y, en ese ritual, desprecia aprendizajes, desarma equipos técnicos, reinventa trámites y desmonta instituciones. No sustituimos un modelo por otro: los agotamos todos. La inversión se retrae ante reglas movedizas; los proyectos pierden continuidad; la ciudadanía aprende a desconfiar porque sus derechos dependen del viento de la semana. Cortar ese vaivén no exige dogmas, sino una brújula con mínimos comunes que ningún gobierno esté interesado en alterar: democracia constitucional, independencia de la justicia, libertades garantizadas y previsibilidad económica. Nadie pierde por respetarlos; todos perdemos cuando se los vulnera.

La cultura de la cancelación alimenta ese péndulo. No hablo de linchamientos digitales, sino de una práctica estatal y social: cada administración borra lo anterior para lucir “nueva”. Se cambian logos, currículas, manuales y, sobre todo, prioridades. La memoria institucional se vuelve sospechosa y el saber acumulado, prescindible. Es populismo organizacional, ovación en el arranque y factura en el mediano plazo. La salida es simple en el principio y compleja en la ejecución, se trata de encadenar políticas públicas. Si una funciona, se queda y se mejora, incluso si nació en un gobierno de signo contrario. Para lograrlo, hay que profesionalizar la administración (carrera pública basada en mérito y evaluación), someter programas a evaluaciones independientes y publicar datos abiertos para una auditoría social permanente. No es cosmética, blinda avances y destierra el síndrome de la refundación que tanto daño nos hizo.

Sobre esa base se levanta el tercer pilar: volver la reconciliación nacional y social una política de Estado. Reconciliar no es amnistiar el pasado ni decretar el olvido; es reconocer agravios y construir confianza para convivir en la diferencia. Bolivia es una suma potente de diversidades —regionales, étnicas, culturales, ideológicas— y ninguna prospera a costa de las otras. La reconciliación exige memoria y reparación simbólica donde corresponda; justicia independiente, sin revanchas; un currículo escolar que enseñe a debatir sin llegar a los golpes y a disentir sin excluir; y un pacto productivo que ordene la economía desde la ley y el trabajo, desterrando la idea de que cualquier fin justifica los medios. Convertirla en política de Estado implica un marco legal con programas permanentes de diálogo social, mediación comunitaria y cohesión cívica; comisiones de verdad que escuchen, documenten y recomienden; y un sistema de indicadores que mida los avances en convivencia, equidad y seguridad ciudadana.

Frente a ese triple desafío, Samuel Doria Medina aparece como la opción más realista y equilibrada. Primero, por su vocación de construir mayorías de centro que convoquen desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, sin vetos identitarios. Ese arco posibilita reformas profundas, la justicia independiente no se decreta, se acuerda con reglas transparentes, concursos meritocráticos y control ciudadano. Segundo, por su enfoque en el desarrollo que crea empleo con reglas claras. Urge liberar la energía emprendedora, simplificar trámites y derribar barreras que hoy premian a los grandes informales y castigan a pequeños emprendimientos que necesitan formalizarse. No hay contradicción entre alentar la inversión privada y preservar programas sociales bien focalizados; solo con crecimiento y eficiencia fiscal se sostienen los apoyos a los más vulnerables. Tercero, por un compromiso explícito con las libertades —de conciencia, de expresión, de organización, de prensa—, condiciones para el diálogo y el control público.

La comparación con otras opciones debe ser programática, no personal. Hay candidaturas valiosas por sus ideas, pero sin alcance nacional ni capacidad de articulación para sostener un ciclo entero de reformas. La gobernabilidad no es logística: es la diferencia entre anunciar y ejecutar. También existen propuestas de “recambio radical” que suenan profundas, pero en el gobierno reinstalan el péndulo y su lógica de tierra arrasada: cambian reglas de forma abrupta, reescriben la conveniencia y colocan operadores donde deben estar profesionales. El corto plazo aplaude; el mediano plazo paga. No atribuyo malas intenciones a andie, constato un diseño que, por extremista, convierte el poder en botín. La trampa de siempre: ganar la elección y perder la historia.

El equilibrio no es tibieza: es vocación de Estado. Supone admitir que Bolivia no puede vivir entre absolutos excluyentes; que la república constitucional —con sus defectos— fue el piso desde el que aprendimos a resolver disputas sin disparar balas y a cambiar gobiernos sin que se caiga el mundo; que la diversidad no se gestiona con catecismos, sino con reglas que cuidan derechos y deberes por igual. Supone también un nuevo trato productivo: combatir el contrabando que asfixia industria y empleo; abrir mercados con inteligencia; acordar con regiones proyectos de infraestructura y conectividad que nos integren sin centralismos agobiantes; modernizar aduanas, puertos secos y pasos fronterizos; y digitalizar trámites para que emprender deje de ser una hazaña. Nada de esto es espectacular, por eso funciona: muchos países lo han hecho, y las y los bolivianos no somos marcianos.

A tres días de votar conviene recordar que los países que mejor avanzan no eligen al político con la frase más encendida, sino a quien sabe construir acuerdos y sostenerlos más allá de su firma. En mi opinión, Samuel Doria Medina representa esa capacidad: priorizar una reforma seria de la justicia, impulsar reglas económicas claras que oxigenen la iniciativa privada y mantener un compromiso firme con las libertades y con la reconciliación como política pública. No promete milagros ni atajos. En tiempos de ansiedad, eso es una virtud: metas alcanzables y un método para lograrlas.


El 17 de agosto no decidimos solo quién administrará el Estado por cinco años. Elegimos si seguimos oscilando entre absolutos que se cancelan o damos el salto a la adultez democrática, quiero encadenar avances, reconocer diferencias sin exaltarlas y convertir la política en construcción, no en batalla. Votemos con serenidad, informados y en paz. Apostemos por una propuesta equilibrada que cierre el ciclo del péndulo y de la cancelación y ponga en marcha una reconciliación verdadera, sostenida por instituciones que no dependan de quién gane la próxima elección. Reconciliar es ganar futuro: un país donde nadie pida permiso para pensar distinto y donde el mérito del trabajo honesto valga más que la cercanía al poder. Ese país está a nuestro alcance si nos atrevemos a construirlo juntos.

12 de agosto de 2025

LA CANCELACIÓN

En Bolivia nos ronda una vieja tentación con traje siempre nuevo: la cultura de la cancelación. No hablo del linchamiento digital, sino de un hábito más hondo: borrar lo anterior para inaugurar "la verdadera historia". Cada cierto tiempo rebautizamos ministerios, rediseñamos escudos, estrenamos planes que reniegan del plan recién archivado y, con solemnidad de refundador, prometemos el año cero. Ese rito sale carísimo: nos impide acumular resultados, aprender de los tropiezos y prolongar los aciertos.

La cancelación empieza por cancelar la memoria. La política se vuelve teatro de estrenos: todo debe lucir “nuevo”, aunque la trama no cambie. Cambian nombres, uniformes, cuadernos, reglamentos, se pintan las escuelas y los hospitales con el color de turno; mientras la inercia de las prácticas sigue intacta. La obra no avanza porque a cada acto le negamos antecedentes. Entonces los logros que deberían ser cimiento se exhiben como piezas sueltas de victorias efímeras. Ahí están —sin continuidad— la conciencia patriótica de ser una nación, la trabajosa consolidación de un Estado sobre un territorio difícil, la paciente construcción de un régimen democrático que nos enseñó a dirimir nuestros problemas en las urnas, la experiencia de una cultura que, pese a todo, se mantiene unida entre diferentes.

El problema no es discutir el sentido de esos logros; el problema es que, en nombre de la pureza de cada nuevo comienzo, renunciamos a integrarlos. La revolución social de mediados del siglo XX abrió el ciclo nacional; la recuperación democrática amplió libertades y fijó un sistema de gobierno; el impulso plurinacional añadió reconocimiento e igualdad postergada. En vez de sumar capas —nación, democracia, inclusión— preferimos oponerlas, como si cada una negara a la anterior. Resultado: un péndulo que oscila con dramatismo —estatismo/privatización centralismo/autonomías, república/plurinacionalidad— y que nos devuelve al punto de partida, exhaustos y sin un paso adelante.

La cancelación, además, empobrece las instituciones. El ministro que “corrige el rumbo” desmonta equipos, archiva protocolos, cambia sistemas y vuelve a aprender lo aprendido. El alcalde que estrena gestión congela proyectos, redibuja prioridades y deja esqueletos de obras que la administración siguiente mostrará como trofeo del desastre heredado. No hay burocracia que resista ese deporte del borrón y cuenta nueva: se degrada la carrera pública, se diluye la experiencia, se premia la lealtad coyuntural por encima del mérito, y la ciudadanía se acostumbra a tramitar por la vía de la excepción.

¿Por qué insistimos? Porque la cancelación ofrece una épica barata. El caudillo que promete inaugurar la historia atrae adhesiones rápidas; la organización que desprecia lo anterior conquista la plaza del día; el movimiento que declara obsoleto al adversario esquiva el examen de sus propias insuficiencias. Es la seducción del “fundar” frente al esfuerzo paciente de “reformar”. Y, sin embargo, el avanzar no debiera ser por demolición sino por acumulación. Cada vez que aceptamos mínimos comunes —la ley por encima del capricho, el voto por encima del veto, la igualdad de derechos por encima de jerarquías heredadas— la sociedad gana espesor y el Estado legitimidad.

Hay una paradoja luminosa: mientras la política cancela, la vida social teje continuidades. La migración interna nos mezcló; el emprendimiento popular creó rutinas de cooperación entre desconocidos; la escuela pública, con todos sus defectos, alfabetiza en común; el fútbol, las fiestas y los mercados nos reúnen a diario; radios comunitarias y redes digitales sostienen conversaciones persistentes entre regiones y culturas. Ese país real —andino y amazónico, aymara y guaraní, camba y colla, urbano y rural— desmiente la fantasía del comienzo desde la nada.

La tarea —si hay que nombrarla— no es “refundar”, es “encadenar”. Encadenar es reconocer las capas ya puestas y asentar encima la siguiente, con humildad de albañil y paciencia de archivo. No se trata de blindar el pasado ni de silenciar críticas, sino de cambiar el verbo: de destruir a corregir; de negar a integrar; del “conmigo comienza” al “conmigo continúa”. Con esa ética del relevo, la conciencia nacional deja de ser patrimonio de un periodo; la democracia deja de ser trámite útil y se vuelve regla del juego; la pluralidad deja la consigna ceremonial y pasa a ser principio de organización del poder.

La cultura boliviana de la cancelación nos ha hecho perder décadas girando sobre el mismo eje. Pero también nos dejó pistas para salir del círculo: un Estado con institucionalidad previsible y presencia equilibrada en todo el territorio; una economía que libera la energía creativa de la gente con reglas mínimas ancladas en la cultura; una memoria compartida que se aprende. Nada de eso requiere año cero. Requiere una convicción madura: el progreso de una generación no humilla a la anterior; la prolonga críticamente.

Si nos atrevemos a cambiar de épica —de la fundación permanente a la acumulación democrática— dejaremos de confundir novedad con cambio. Y quizá entonces, por fin, el país que ya somos se parezca al país que decimos querer ser: una nación consciente de sí, un Estado que respeta y se hace respetar, una democracia que no se tambalea al primer grito, una cultura que reúne y no desgarra. No hay heroísmo en empezar de nuevo; lo hay —y mucho— en seguir, corregir y sumar.

4 de agosto de 2025

EQUILIBRIOS

Sin el gobierno de Evo Morales, Bolivia probablemente habría avanzado en su vocación natural de convertirse en una potencia energética y en un nodo articulador de las comunicaciones en el subcontinente. Habríamos consolidado acuerdos regionales, infraestructuras logísticas, corredores bioceánicos, circuitos económicos a la medida de nuestra ubicación privilegiada y nuestras riquezas naturales. Pero —y hay que decirlo con franqueza— seguiríamos siendo una sociedad regida por una oligarquía política cerrada sobre sí misma, refractaria a cualquier redistribución del poder.


Ese es el dilema que nos atraviesa como país. El MAS no trajo justicia, pero desplazó —aunque parcialmente— a una élite que se creía heredera del Estado y propietaria de la nación. Tampoco trajo igualdad, pero rompió sellos, abrió compuertas simbólicas y materiales a sectores históricamente silenciados. Sin embargo, su permanencia degeneró en otra forma de privilegio: un aparato mafioso disfrazado de “movimientos sociales”, una cooptación del Estado que asfixia la iniciativa privada, corrompe la institucionalidad y secuestra el porvenir.

Por eso, más allá de nostalgias o condenas, lo urgente es retomar la iniciativa. No sólo para reparar lo dañado, sino para reinventar el proyecto económico desde el impulso ciudadano. Es hora de terminar con el centralismo que estrangula a las regiones, permitir que la riqueza se quede, se reproduzca, se multiplique. Apostar por la libre empresa, por la producción, por la innovación; sin ceder ni un milímetro en la defensa de los derechos laborales ni de las conquistas sociales que nos costaron décadas.

No hay desarrollo sostenible sin equilibrio político y cultural. Aquello que en otros países es base de estabilidad —el respeto a las reglas, la cultura del pacto, la alternancia— aquí sigue siendo una batalla inconclusa. Pero no imposible. Si aprendemos de nuestra historia; si dejamos de oscilar entre redentores carismáticos y tecnócratas sin alma; si construimos instituciones que miren más allá del inmediatismo, podremos por fin avanzar hacia una democracia que no administre apenas los conflictos, sino que habilite el porvenir.


Porque la verdadera potencia de Bolivia no está en sus reservas de gas ni en las vetas de litio. Está en su gente. En la capacidad emprendedora de sus regiones, en su mestizaje cultural, en su memoria histórica y en su voluntad de futuro. Retomar la iniciativa no es otra cosa que eso: dejar de sobrevivir y empezar, por fin, a vivir como país.