ALTERNATIVAS

23 de junio de 2025

SAN JUAN

LA NOCHE QUE ARDE PARA RECORDAR
QUIÉNES SOMOS
(Y DE DÓNDE VENIMOS)

Cada 23 de junio, como si el calendario llevara impreso en sus páginas el recuerdo de una parte de nuestros ancestros, Bolivia se viste de humo y de brasas. No es un fenómeno atmosférico —aunque el frío del altiplano lo sugiera—, sino un rito que, tercamente, regresa con sus propias hogueras en la periferia de las ciudades y en el campo, porque ahora están prohibidas en las capitales; vuelve con pan y sus salchichas de tradición alemana, y su nostalgia encendida. Es San Juan, esa celebración donde la fe, el fuego y la desmemoria bailan una danza entre lo pagano y lo litúrgico.

Encendemos no solo leña ni neumáticos viejos —esa modernidad tóxica que nos condena a contaminar incluso nuestros recuerdos—, sino símbolos. Encendemos la memoria de un fuego heredado. Porque estas llamas vienen de lejos, mucho más allá de la imagen austera del Bautista: llegan desde la entraña de la vieja Europa, de los celtas, de los que hablaban con los árboles y miraban al sol como a un dios sin nombre.


Antes de que la Iglesia Católica se adueñara del calendario y tradujera solsticios en santorales, ya ardían las hogueras del verano boreal, allá en el norte. El fuego era entonces anuncio, umbral, rito de paso, conjuro. Era la victoria momentánea de la luz sobre las sombras. Era también, si se me permite, la forma más pura del deseo: de renacer, de fecundar, de limpiar lo sucio del alma y del cuerpo. El fuego era esperanza encendida, no metáfora del pecado.

Y llegó la Iglesia, con esa sabia astucia que la caracteriza, a rebautizar el fuego con agua bendita. San Juan pasó a ser el motivo y la excusa. Lo que se quemaba ya no eran los malos espíritus, sino los pecados; lo que se pedía ya no era cosecha y salud, sino perdón. Pero en el fondo, seguimos siendo los mismos que saltan sobre las llamas pidiendo suerte o amor, que miran al espejo del agua tratando de ver, si no el rostro de Dios, al menos el de alguien que nos quiera.

En muchos rincones de Europa, especialmente en España, la tradición sigue viva y ardiendo con fuerza, lo mismo que aquí, en nuestro altiplano boliviano; este 23 de junio las hogueras se encienden también allá, organizadas y cuidadosamente vigiladas por los ayuntamientos, que las convierten en espacios de encuentro comunitario. En pueblos costeros y en ciudades del interior, la gente se reúne bajo la noche estival —la más corta del año en aquellas latitudes— para celebrar entre llamas que purifican, músicas que congregan y rituales que, aunque cambiantes, conservan la magia ancestral de encenderle una luz al misterio de la vida.

Nosotros las y los paceños, altiplánicos al fin, andinos desde siempre, invertimos la lógica de los astros: celebramos San Juan en invierno, cuando el sol se esconde y la noche es más larga. Y así encendemos el fuego. No para celebrar la abundancia, sino para resistir el frío. Para estar juntos. Para conjurar, no ya los demonios, sino la soledad de las nieves, nuestro encierro en medio de sendas cordilleras casi impenetrables.

En ese giro, la fiesta encontró un nuevo hogar, un nuevo sentido: abrigo, encuentro, pretexto para reunirnos. En el campo y en la ciudad, alrededor de un fogón precario o una estufa de kerosene, la noche de San Juan se volvió momento íntimo, casi sagrado, donde el calor no viene solo del fuego, sino de los cuerpos que se acercan, del relato compartido, del pan partido entre manos conocidas.


Hoy, cuando sabemos que el fuego también mata y contamina, cuando el humo ya no perfuma sino que asfixia, debemos, sin embargo, aprender a mantener la llama sin arrasar con el bosque. Podemos recordar sin quemar. Podemos reunirnos sin destruir. Podemos, como toda tradición que se respeta a sí misma, dialogar con el tiempo que vivimos sin traicionar el tiempo del que venimos.

Así que esta noche —si ves una chispa en la calle, si oyes el crepitar clandestino de una fogata en el barrio, si el olor a humo te despierta una memoria sin nombre— piensa que allí, bajo la leña o las brasas, en lo visible y lo prohibido, arde también una parte de lo que somos. Y que, mientras haya quien encienda una llama para resistir al invierno o recordar un amor, habrá en Bolivia una manera de decir que seguimos vivos.


4 de junio de 2025

¿ANDRÓNICO?

En el marco del actual proceso de reconfiguración del sistema político, la habilitación de la candidatura de Andrónico Rodríguez podría representar no solo una salida institucional, sino también una válvula de escape necesaria frente a las tensiones acumuladas al interior del Movimiento al Socialismo (MAS) y, por extensión, del sistema político boliviano en su conjunto. Impedir la participación de un liderazgo emergente como el de Andrónico Rodríguez implicaría un grave error estratégico y una amenaza concreta para la estabilidad del país. A este pequeño engendro masista hay que derrotarlo en las urnas, no dejarlo rabioso como a un tigre herido.


La figura de Evo Morales ha ido perdiendo legitimidad en amplios sectores de la población y dentro del propio movimiento que ayudó a construir. Su insistencia en controlar el proceso electoral y condicionar su candidatura con criterios personalistas más que institucionales, no solo vulnera principios democráticos, sino que arriesga incendiar un escenario ya marcado por la polarización. En este contexto, la habilitación de Andrónico Rodríguez podría descomprimir las tensiones internas del MAS y restar fuerza a la narrativa de persecución o victimización impulsada por Morales, desinflando así su tentativa de reposicionarse a través del conflicto y la confrontación.

Negar esta habilitación, en cambio, podría tener consecuencias catastróficas. Sería leído como una exclusión política deliberada, lo que puede derivar en una ruptura del orden electoral y en un nuevo ciclo de movilización y conflictividad social. No se puede —ni debe— llamar a elecciones generales cuando un cuarto del electorado percibe que su opción política ha sido vetada. Ello no solo afectaría la legitimidad del proceso, sino que pondría en cuestión la gobernabilidad posterior.

La historia boliviana ofrece precedentes que deberían alertarnos. Hace cuatro décadas, los intentos de proscripción de la candidatura de Hugo Banzer, aunque justificada por su condición de ex dictador, no hizo sino fortalecer su capital político y consolidar una narrativa de victimización que eventualmente lo llevó a la presidencia por la vía democrática. Más recientemente, en 2019, el intento de marginar al MAS del proceso electoral tras la renuncia de Morales y la crisis poselectoral, pudo ponernos en una situación de enfrentamientos fratricidas y lejos de debilitar a ese partido, contribuyó a su resurgimiento.

La lección es clara: la democracia no se fortalece excluyendo, sino integrando. La participación amplia y plural en las urnas es la única garantía para una transición ordenada, legítima y sostenible. Negar la candidatura de Andrónico Rodríguez no solo atentaría contra los principios de representación y competencia electoral, sino que reabriría heridas recientes y avivaría el conflicto. A las y los masistas hay que vencerlos en las urnas, situación que no se aplica a Evo Morales porque lo impide la ley y está proscrito por un mandamiento de apremio, por acusaciones de pedofilia de las que no quiso o no pudo defenderse.

Bolivia necesita elecciones con todas sus voces en juego. La exclusión nunca ha sido camino hacia la reconciliación ni la estabilidad. La historia, una vez más, nos ofrece la oportunidad de no repetir errores que ya hemos pagado caro.

25 de mayo de 2025

DEL MITO FUNDACIONAL A LA DECADENCIA

En los procesos políticos de larga duración, no hay mayor tragedia que la de los movimientos que nacen como promesas de redención y terminan convertidos en caricaturas de sí mismos. Bolivia ha sido testigo —y víctima— de ese tránsito en la historia reciente del Movimiento al Socialismo (MAS) y su caudillo, Evo Morales Ayma. Lo que comenzó como una insurgencia democrática de los excluidos terminó degenerando en una forma de poder autorreferencial, impermeable a la crítica y corroído por sus propios excesos.


El MAS encarnó, en sus orígenes, un proyecto nacional-popular con base campesina e indígena, que interpelaba con justicia el racismo estructural y la exclusión histórica a esa parte de la población en Bolivia. Representaba la posibilidad de una refundación simbólica del Estado boliviano. Pero como ocurre con frecuencia en América Latina, el poder, una vez conquistado, deja de ser instrumento de transformación para convertirse en fin en sí mismo. Y en ese punto, el relato emancipador se transmuta en dominación ideológica.

Evo Morales, figura tutelar del proceso, encarnó inicialmente el liderazgo carismático de un campesino sindicalista que desafiaba las élites tradicionales. Sin embargo, su prolongación en el poder reveló no tanto su fortaleza, sino su inseguridad histórica: la necesidad de eternizarse en el cargo para evitar el juicio de la alternancia. La reelección indefinida, impuesta contra la voluntad expresada en el referéndum del 21F, no fue solo un acto de transgresión constitucional; fue la confesión tácita de que el ciclo histórico se había agotado.

Desde entonces, el MAS adoptó formas cada vez más autoritarias. Las instituciones fueron cooptadas con eficacia quirúrgica. El Tribunal Constitucional se convirtió en un apéndice del Ejecutivo. El Órgano Judicial perdió su autonomía, y el Parlamento fue convertido en caja de resonancia del oficialismo. Se instaló un clima de sospecha sistemática contra toda disidencia, y la polarización política fue transformada en método de gobierno. El otro ya no era adversario legítimo, sino enemigo moral, traidor y vendepatria.

En el plano económico, la narrativa de soberanía nacional fue utilizada para justificar una gestión basada en la renta extractiva, dependiente de los precios internacionales del gas y los minerales. La bonanza no se tradujo en diversificación productiva ni en industrialización estratégica. Por el contrario, el modelo se volvió adicto al gasto público, al subsidio y al clientelismo. Las reservas internacionales se diluyeron sin explicación transparente, y la deuda pública creció sin correlato en capacidad de respuesta estructural. Lo que parecía un milagro económico se reveló como un espejismo contable.

A este deterioro se sumó una corrupción que ya no se disimulaba, sino que se administraba. El Estado fue convertido en botín de guerra. Las empresas públicas, en feudos de funcionarios protegidos por lealtades partidarias. Las organizaciones sociales, otrora bastiones de reivindicación popular, fueron absorbidas como correas de transmisión del aparato político, perdiendo su autonomía y su credibilidad.

Pero quizá el daño más profundo del ciclo masista no se mide en dólares ni en decretos. Se mide en confianza rota. En una ciudadanía que volvió a descreer de la política. En jóvenes desencantados que no encuentran un horizonte. En pueblos indígenas instrumentalizados para justificar decisiones tomadas en palacios, no en asambleas. En la imposibilidad del diálogo sincero porque el lenguaje fue colonizado por la propaganda.

Lo más paradójico —y doloroso— es que el MAS pudo haber sido un momento constituyente de nuestra historia democrática. Pudo articular un proyecto intercultural moderno. Pudo haber democratizado el Estado sin degradarlo. Pero eligió otro camino: el del populismo personalista que todo lo sacrifica al altar del líder.

Hoy, el MAS ya no es proyecto ni esperanza. Es sistema. Un sistema fatigado, defensivo, reactivo. Su retórica ya no interpela: repite. Su estructura ya no moviliza: administra. Su moral ya no inspira: justifica. Y su líder, lejos de convocar a un nuevo tiempo, se aferra a un pasado que se deshace.

Y sin embargo, lo que hoy vivimos no es sólo el final de un ciclo político, sino también el estancamiento de un ciclo estatal más profundo, el mismo que se inició con la Revolución Nacional de 1952, cuyas pulsiones nacionales, democráticas y populares aún no han encontrado una realización plena ni un cauce institucional duradero. El MAS, como antes el MNR y luego el MIR, pretendió apropiarse de ese ciclo, pero terminó repitiendo sus deformaciones: el centralismo autoritario, el patrimonialismo del Estado, la instrumentalización de lo popular.

A diferencia de otros procesos históricos, el cierre de este ciclo estatal no llegará por decreto, sino cuando logremos consolidar un Estado democrático legítimo, equitativo y eficaz, que sea aceptado como tal por la mayoría de la sociedad boliviana, más allá de sus diferencias étnicas, culturales o regionales. Ese es el desafío de esta nueva generación: completar el ciclo nacional/democrático/popular, enriqueciéndolo hoy con las pulsiones ineludibles del feminismo, el ecologismo y la defensa de los derechos colectivos e individuales.

¿Qué queda por hacer, entonces? No el odio ni la revancha. Tampoco la nostalgia por una pureza ideológica que nunca existió. Lo que queda es el trabajo paciente de reconstrucción: de las instituciones, de la palabra pública, de la convivencia. Y también de la memoria, para no olvidar que las utopías traicionadas suelen dejar heridas más hondas que las derrotas.

Evo Morales y el MAS dejarán su lugar en la historia boliviana. Pero dependerá de nosotros que no lo hagan como una advertencia perpetua, sino como una lección asumida. Que nunca más la inclusión sea pretexto para la exclusión. Que nunca más la democracia se use para vaciar de sentido a la democracia. Que nunca más el nombre del pueblo se use para secuestrar al Estado.

Y que esta vez, la historia —por fin— no termine en un puro simulacro.


24 de mayo de 2025

EL CORAJE DE UN ENCUENTRO

SOBRE LA CONFERENCIA BOLIVIA360


En Bolivia, como en gran parte de América Latina, arrastramos una historia política marcada por el caudillismo, el personalismo y la confrontación improductiva. Los regímenes presidencialistas, desde Norteamérica hasta la Patagonia en Argentina, han sido, desde sus orígenes, más proclives a la soledad del poder que al ejercicio colectivo del gobierno. En nuestro país, los liderazgos tienden a formarse en burbujas ideológicas o mediáticas, desconectadas de sus pares y alejadas del sano contraste de ideas que fortalece las democracias modernas.

Esta cultura del aislamiento ha debilitado nuestra vida política. Cada candidato se presenta como el redentor solitario, ajeno a toda necesidad de consenso. Cada proyecto se concibe como absoluto y autosuficiente, sin necesidad de confrontarse con los otros. La falta de espacios donde los líderes políticos se encuentren cara a cara —para debatir, confrontar, disentir y, eventualmente, acordar— ha empobrecido nuestra democracia y ha acrecentado la polarización.

En contraste, los regímenes parlamentarios, en Europa y Canadá, obligan a los líderes a convivir en el disenso. Allí, la política se hace mirándose a los ojos, todos los días. Se construye a partir del reconocimiento del otro como interlocutor legítimo, incluso si se lo enfrenta. En esos espacios regulares de deliberación —los parlamentos— las ideas se prueban, los errores se evidencian, y las coincidencias emergen. La democracia, en su forma más robusta, no es el arte de imponer sino el arte de convivir con la diferencia.

Bolivia necesita con urgencia construir esa dimensión política del encuentro. Necesitamos foros plurales y regulares donde los líderes de las diversas fuerzas que aspiran a gobernar el país se escuchen mutuamente, expongan sus visiones de país, confronten sus programas, y —por qué no— también sus ambiciones. Solo así se puede saber quién es quién, qué propone cada cual, y en qué medida es posible construir puentes que permitan una agenda mínima común para el futuro del país.

Esto es particularmente urgente hoy, cuando Bolivia atraviesa una crisis económica, social e institucional profunda, y cuando el MAS en sus diferentes versiones, evistas, arcistas, androniquistas, con su hegemonía autoritaria, ha logrado encapsular la política en una lógica binaria de poder o exclusión. En este escenario, cualquier proyecto democrático que aspire a liderar el país desde este 2025 debe nacer del diálogo, no de la imposición; de la convergencia, no del dogma.

Los documentos la Alianza UNIDAD son claros al respecto: proponen una nueva etapa histórica en la que Bolivia se construya desde una síntesis entre la derecha liberal y la izquierda democrática, un encuentro entre empresarios y trabajadores, entre regiones y culturas diversas, entre Estado y mercado, entre tradición y modernidad. Esta síntesis no puede lograrse si no hay espacios donde sus líderes se escuchen y se reconozcan mutuamente.

Por eso valoro y aliento iniciativas como las de Marcelo Claure (que no es un santo de mi devoción, a más de bolivarista, lo que ya le resta puntos), que convocan al diálogo público entre los protagonistas del escenario político nacional. Estos espacios son más que necesarios: son indispensables. Podrían ser desde el campo político y no solo desde la academia, si se repiten en el país, el germen de una nueva cultura democrática basada en la deliberación pública, la confrontación franca y el respeto mutuo.

El futuro democrático de Bolivia no se construirá en la soledad de los cuartos de estrategia ni en las trincheras digitales, sino en el encuentro valiente entre quienes piensan distinto pero comparten un mismo país. No se trata de disolver las diferencias, sino de civilizarlas. No se trata de forzar una unidad ficticia, sino de propiciar una convivencia política que permita disputar el poder sin destruir los principios que hacen a nuestra República.

En ese espíritu, hay que valorar la iniciativa de la Conferencia Bolivia 360º en Harvard, que ha reunido a los líderes de la oposición democrática, para intentar superar sus egos, dejar de lado rencores, y asumir el desafío de dialogar con quienes piensan convergentemente. Porque una democracia sin diálogo entre sus líderes es una democracia sin futuro. Y Bolivia no puede permitirse seguir perdiendo el tiempo ni las oportunidades que la historia le pone por delante.

Hoy más que nunca, necesitamos audacia para encontrarnos, lucidez para discernir, y coraje para construir juntos lo que cada quien por su lado, en soledad, no podrá lograr jamás.

15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho: nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad: la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta previa, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites: debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es técnico ni ideológico: es moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron lo que tantos olvidan: que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas: necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero ese es precisamente el momento donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble: servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan: pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos: liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto: capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.