ALTERNATIVAS
21 de agosto de 2025
UNA VICTORIA INESPERADA
19 de agosto de 2025
BOLIVIA DESPUES DEL PÉNDULO
buscando un proyecto estable
que sume sobre lo construido
En Bolivia hay una línea de continuidad del voto popular que atraviesa setenta y tres años y puede leerse como un solo ciclo nacional/democrático/popular inaugurado en 1952. Ese ciclo, con mutaciones y énfasis distintos, ha transitado por etapas reconocibles: la formación del Estado nacional (consolidación territorial, ciudadanía y economía bajo conducción pública); la afirmación de la democracia como régimen (desde 1982); la ampliación de derechos e inclusión social e indígena (a partir de 2006); y hoy exige un cuarto paso: consolidar un modelo económico y social estable que supere el péndulo catastrófico y cierre, por fin, el ciclo abierto en el 52.
Continuidad no es uniformidad. Lo nacional/democrático/popular ha tenido —y tiene— expresiones de izquierda y expresiones liberales. Ahí se inscriben, con luces y sombras, el MNR, el MIR, el MAS y, en el presente, una convergencia que incorpora al PDC junto a liderazgos como Rodrigo Paz Pereira. En todos los casos, lo decisivo es el marco común en el que el voto mayoritario se ha expresado: nación antes que facción; democracia como regla; lo popular como prioridad.
Los hitos de gobierno han pertenecido a esa corriente. Víctor Paz Estenssoro encarna el momento fundacional del Estado social y nacional; Hernán Siles Zuazo simboliza el retorno y la legitimación del voto como única fuente de poder; Jaime Paz Zamora representa la búsqueda de gobernabilidad democrática y apertura internacional; Gonzalo Sánchez de Lozada impulsa la modernización institucional y la descentralización participativa; Hugo Banzer Suárez, en su etapa civil, se mueve también dentro del arreglo democrático y nacional. Trayectorias distintas, resultados dispares, mismo lineamiento. Cada intento por salirse del cauce —restauraciones autoritarias, maximalismos ideológicos o identitarismos excluyentes— chocó con la realidad y la inviabilidad práctica.
El MAS y Evo Morales Ayma fueron parte de este mismo ciclo pero en su borde más extremo, un etnonacionalismo autoritario que, aun canalizando la legítima demanda de inclusión social e indígena, terminó volviéndose excluyente e inaceptable. La centralización personalista del poder, la captura de las instituciones y la lógica amigo–enemigo clausuraron el pluralismo y degradaron la cultura política. En lugar de la promesa de movilidad, se erigió una nueva oligarquía —corporativa y patrimonial— que colonizó el Estado y lo puso al servicio de una rosca. Bajo ese paraguas, la cooptación, la impunidad y una economía ilegal se normalizaron, abriendo espacios a redes mafiosas de contrabando, corrupción y narcotráfico. Quedó, como saldo, una estela de desconfianza y fragmentación social que debemos superar.
¿A qué llamamos péndulo catastrófico? A ese vaivén que nos cancela: del estatismo total a la privatización sin contrapesos; del centralismo asfixiante a autonomismos sin reglas; de la épica refundacional a la desmemoria institucional. Ante el fracaso de uno, se convoca al otro como remedio absoluto. El resultado: parálisis con apariencia de movimiento. Mucho ruido, poca acumulación de logros.
Superar el péndulo no es elegir “el mejor extremo”, sino construir un equilibrio virtuoso: mercado con reglas, Estado con límites, prioridades sociales con disciplina fiscal. Justo eso demanda el cuarto paso del ciclo: un modelo que brinde seguridad jurídica, promueva inversión y empleo, proteja a los vulnerables, descentralice con responsabilidad y haga de la educación una política de Estado. Pasar de la ola a la institución; de la consigna a la capacidad; del péndulo al proyecto.
Por eso, hoy como ayer, la viabilidad se juega dentro del arco que va de la izquierda democrática al liberalismo republicano, bajo el paraguas nacional/democrático/popular. Ese arco no niega diferencias: las procesa. Allí caben las coaliciones capaces de sumar regiones y culturas, clases medias urbanas y mundo popular, y traducir esa suma en reglas duraderas. Fuera de ese marco, los proyectos entusiasman nichos, pero no devienen mayoría estable ni gobierno sostenible.
El ciclo del 52 convive, además, con pulsiones que ya forman parte del sentido común contemporáneo: igualdad sustantiva de las mujeres; defensa del medio ambiente y un desarrollo que no devore su base ecológica; sensibilidad animalista como ética del cuidado; y, en general, una ciudadanía urbana y mestiza que reclama derechos y asume responsabilidades. Integrarlas no es “agregar temas”: es actualizar el contenido de lo nacional/democrático/popular en el siglo XXI.
Cerrar el ciclo iniciado en 1952 significa dos cosas a la vez: completar la institucionalidad de un Estado democrático en su funcionamiento cotidiano (justicia independiente, reglas fiscales, descentralización con mérito y rendición de cuentas) y popular en su propósito (igualdad de oportunidades, movilidad social, servicios de calidad, empleo formal); y, al mismo tiempo, enraizar ese Estado en una cultura que reconozca nuestras diversidades y aprenda del pasado sin la tentación de “empezarlo todo de nuevo”.
La continuidad del voto popular boliviano no es inercia: es un mandato persistente por un país que quiere orden sin autoritarismo, mercado sin abuso, identidad sin exclusión y progreso sin devastación. Quien logre expresar esa continuidad con una propuesta que supere el péndulo —desde una coalición amplia, plural y democrática— tendrá la llave de la gobernabilidad y del futuro. Quien prometa atajos fuera de ese cauce repetirá la misma pared de inviabilidad. Solo cuando ese cuarto paso se concrete podremos decir que el ciclo de 1952 se ha cumplido y que Bolivia, por fin, empieza a sumar sobre lo construido.
13 de agosto de 2025
¿POR QUÉ SAMUEL?
Bolivia llega a este domingo 17 de agosto de 2025 con una urgencia impostergable: ordenar la casa sin volver a romperla. Además de atender con prioridad y urgencia en los primeros 100 días la escasez de dólares, la gasolina y la inflación, debemos mirar el horizonte de mediano y largo plazo. Por eso me inclino por una candidatura de centro, como es la de la Alianza UNIDAD. Me explico:
Terminada por fin la hegemonía del etnopopulismo autoritario del MAS, no basta con cambiar rótulos ni proclamar refundaciones cada quinquenio. Toca tejer acuerdos duraderos, con reglas que no cambien al antojo de turno. Es hora de abrir un nuevo ciclo democrático y ciudadano tras el lento agotamiento de lo nacional-popular. En ese horizonte, la candidatura de Samuel Doria Medina encarna —a mi juicio— la propuesta equilibrada que el país reclama: frenar el péndulo catastrófico, desterrar la cultura de la cancelación y convertir la reconciliación nacional y social en política de Estado. Esa integralidad la distingue frente a opciones demasiado pequeñas para sostener las reformas que prometen, o demasiado extremas, condenadas a profundizar lo que dicen combatir.
El péndulo catastrófico es un viejo conocido. Vamos del estatismo rígido al mercado desregulado; del centralismo férreo hacia autonomías sin puentes; del lenguaje republicano al plurinacional sin mediaciones. Cada administración promete “empezar de cero” y, en ese ritual, desprecia aprendizajes, desarma equipos técnicos, reinventa trámites y desmonta instituciones. No sustituimos un modelo por otro: los agotamos todos. La inversión se retrae ante reglas movedizas; los proyectos pierden continuidad; la ciudadanía aprende a desconfiar porque sus derechos dependen del viento de la semana. Cortar ese vaivén no exige dogmas, sino una brújula con mínimos comunes que ningún gobierno esté interesado en alterar: democracia constitucional, independencia de la justicia, libertades garantizadas y previsibilidad económica. Nadie pierde por respetarlos; todos perdemos cuando se los vulnera.
La cultura de la cancelación alimenta ese péndulo. No hablo de linchamientos digitales, sino de una práctica estatal y social: cada administración borra lo anterior para lucir “nueva”. Se cambian logos, currículas, manuales y, sobre todo, prioridades. La memoria institucional se vuelve sospechosa y el saber acumulado, prescindible. Es populismo organizacional, ovación en el arranque y factura en el mediano plazo. La salida es simple en el principio y compleja en la ejecución, se trata de encadenar políticas públicas. Si una funciona, se queda y se mejora, incluso si nació en un gobierno de signo contrario. Para lograrlo, hay que profesionalizar la administración (carrera pública basada en mérito y evaluación), someter programas a evaluaciones independientes y publicar datos abiertos para una auditoría social permanente. No es cosmética, blinda avances y destierra el síndrome de la refundación que tanto daño nos hizo.
Sobre esa base se levanta el tercer pilar: volver la reconciliación nacional y social una política de Estado. Reconciliar no es amnistiar el pasado ni decretar el olvido; es reconocer agravios y construir confianza para convivir en la diferencia. Bolivia es una suma potente de diversidades —regionales, étnicas, culturales, ideológicas— y ninguna prospera a costa de las otras. La reconciliación exige memoria y reparación simbólica donde corresponda; justicia independiente, sin revanchas; un currículo escolar que enseñe a debatir sin llegar a los golpes y a disentir sin excluir; y un pacto productivo que ordene la economía desde la ley y el trabajo, desterrando la idea de que cualquier fin justifica los medios. Convertirla en política de Estado implica un marco legal con programas permanentes de diálogo social, mediación comunitaria y cohesión cívica; comisiones de verdad que escuchen, documenten y recomienden; y un sistema de indicadores que mida los avances en convivencia, equidad y seguridad ciudadana.
Frente a ese triple desafío, Samuel Doria Medina aparece como la opción más realista y equilibrada. Primero, por su vocación de construir mayorías de centro que convoquen desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, sin vetos identitarios. Ese arco posibilita reformas profundas, la justicia independiente no se decreta, se acuerda con reglas transparentes, concursos meritocráticos y control ciudadano. Segundo, por su enfoque en el desarrollo que crea empleo con reglas claras. Urge liberar la energía emprendedora, simplificar trámites y derribar barreras que hoy premian a los grandes informales y castigan a pequeños emprendimientos que necesitan formalizarse. No hay contradicción entre alentar la inversión privada y preservar programas sociales bien focalizados; solo con crecimiento y eficiencia fiscal se sostienen los apoyos a los más vulnerables. Tercero, por un compromiso explícito con las libertades —de conciencia, de expresión, de organización, de prensa—, condiciones para el diálogo y el control público.
La comparación con otras opciones debe ser programática, no personal. Hay candidaturas valiosas por sus ideas, pero sin alcance nacional ni capacidad de articulación para sostener un ciclo entero de reformas. La gobernabilidad no es logística: es la diferencia entre anunciar y ejecutar. También existen propuestas de “recambio radical” que suenan profundas, pero en el gobierno reinstalan el péndulo y su lógica de tierra arrasada: cambian reglas de forma abrupta, reescriben la conveniencia y colocan operadores donde deben estar profesionales. El corto plazo aplaude; el mediano plazo paga. No atribuyo malas intenciones a andie, constato un diseño que, por extremista, convierte el poder en botín. La trampa de siempre: ganar la elección y perder la historia.
El equilibrio no es tibieza: es vocación de Estado. Supone admitir que Bolivia no puede vivir entre absolutos excluyentes; que la república constitucional —con sus defectos— fue el piso desde el que aprendimos a resolver disputas sin disparar balas y a cambiar gobiernos sin que se caiga el mundo; que la diversidad no se gestiona con catecismos, sino con reglas que cuidan derechos y deberes por igual. Supone también un nuevo trato productivo: combatir el contrabando que asfixia industria y empleo; abrir mercados con inteligencia; acordar con regiones proyectos de infraestructura y conectividad que nos integren sin centralismos agobiantes; modernizar aduanas, puertos secos y pasos fronterizos; y digitalizar trámites para que emprender deje de ser una hazaña. Nada de esto es espectacular, por eso funciona: muchos países lo han hecho, y las y los bolivianos no somos marcianos.
A tres días de votar conviene recordar que los países que mejor avanzan no eligen al político con la frase más encendida, sino a quien sabe construir acuerdos y sostenerlos más allá de su firma. En mi opinión, Samuel Doria Medina representa esa capacidad: priorizar una reforma seria de la justicia, impulsar reglas económicas claras que oxigenen la iniciativa privada y mantener un compromiso firme con las libertades y con la reconciliación como política pública. No promete milagros ni atajos. En tiempos de ansiedad, eso es una virtud: metas alcanzables y un método para lograrlas.
12 de agosto de 2025
LA CANCELACIÓN
En Bolivia nos ronda una vieja tentación con traje siempre nuevo: la cultura de la cancelación. No hablo del linchamiento digital, sino de un hábito más hondo: borrar lo anterior para inaugurar "la verdadera historia". Cada cierto tiempo rebautizamos ministerios, rediseñamos escudos, estrenamos planes que reniegan del plan recién archivado y, con solemnidad de refundador, prometemos el año cero. Ese rito sale carísimo: nos impide acumular resultados, aprender de los tropiezos y prolongar los aciertos.
La cancelación empieza por cancelar la memoria. La política se vuelve teatro de estrenos: todo debe lucir “nuevo”, aunque la trama no cambie. Cambian nombres, uniformes, cuadernos, reglamentos, se pintan las escuelas y los hospitales con el color de turno; mientras la inercia de las prácticas sigue intacta. La obra no avanza porque a cada acto le negamos antecedentes. Entonces los logros que deberían ser cimiento se exhiben como piezas sueltas de victorias efímeras. Ahí están —sin continuidad— la conciencia patriótica de ser una nación, la trabajosa consolidación de un Estado sobre un territorio difícil, la paciente construcción de un régimen democrático que nos enseñó a dirimir nuestros problemas en las urnas, la experiencia de una cultura que, pese a todo, se mantiene unida entre diferentes.
El problema no es discutir el sentido de esos logros; el problema es que, en nombre de la pureza de cada nuevo comienzo, renunciamos a integrarlos. La revolución social de mediados del siglo XX abrió el ciclo nacional; la recuperación democrática amplió libertades y fijó un sistema de gobierno; el impulso plurinacional añadió reconocimiento e igualdad postergada. En vez de sumar capas —nación, democracia, inclusión— preferimos oponerlas, como si cada una negara a la anterior. Resultado: un péndulo que oscila con dramatismo —estatismo/privatización centralismo/autonomías, república/plurinacionalidad— y que nos devuelve al punto de partida, exhaustos y sin un paso adelante.
La cancelación, además, empobrece las instituciones. El ministro que “corrige el rumbo” desmonta equipos, archiva protocolos, cambia sistemas y vuelve a aprender lo aprendido. El alcalde que estrena gestión congela proyectos, redibuja prioridades y deja esqueletos de obras que la administración siguiente mostrará como trofeo del desastre heredado. No hay burocracia que resista ese deporte del borrón y cuenta nueva: se degrada la carrera pública, se diluye la experiencia, se premia la lealtad coyuntural por encima del mérito, y la ciudadanía se acostumbra a tramitar por la vía de la excepción.
¿Por qué insistimos? Porque la cancelación ofrece una épica barata. El caudillo que promete inaugurar la historia atrae adhesiones rápidas; la organización que desprecia lo anterior conquista la plaza del día; el movimiento que declara obsoleto al adversario esquiva el examen de sus propias insuficiencias. Es la seducción del “fundar” frente al esfuerzo paciente de “reformar”. Y, sin embargo, el avanzar no debiera ser por demolición sino por acumulación. Cada vez que aceptamos mínimos comunes —la ley por encima del capricho, el voto por encima del veto, la igualdad de derechos por encima de jerarquías heredadas— la sociedad gana espesor y el Estado legitimidad.
Hay una paradoja luminosa: mientras la política cancela, la vida social teje continuidades. La migración interna nos mezcló; el emprendimiento popular creó rutinas de cooperación entre desconocidos; la escuela pública, con todos sus defectos, alfabetiza en común; el fútbol, las fiestas y los mercados nos reúnen a diario; radios comunitarias y redes digitales sostienen conversaciones persistentes entre regiones y culturas. Ese país real —andino y amazónico, aymara y guaraní, camba y colla, urbano y rural— desmiente la fantasía del comienzo desde la nada.
La tarea —si hay que nombrarla— no es “refundar”, es “encadenar”. Encadenar es reconocer las capas ya puestas y asentar encima la siguiente, con humildad de albañil y paciencia de archivo. No se trata de blindar el pasado ni de silenciar críticas, sino de cambiar el verbo: de destruir a corregir; de negar a integrar; del “conmigo comienza” al “conmigo continúa”. Con esa ética del relevo, la conciencia nacional deja de ser patrimonio de un periodo; la democracia deja de ser trámite útil y se vuelve regla del juego; la pluralidad deja la consigna ceremonial y pasa a ser principio de organización del poder.
La cultura boliviana de la cancelación nos ha hecho perder décadas girando sobre el mismo eje. Pero también nos dejó pistas para salir del círculo: un Estado con institucionalidad previsible y presencia equilibrada en todo el territorio; una economía que libera la energía creativa de la gente con reglas mínimas ancladas en la cultura; una memoria compartida que se aprende. Nada de eso requiere año cero. Requiere una convicción madura: el progreso de una generación no humilla a la anterior; la prolonga críticamente.
Si nos atrevemos a cambiar de épica —de la fundación permanente a la acumulación democrática— dejaremos de confundir novedad con cambio. Y quizá entonces, por fin, el país que ya somos se parezca al país que decimos querer ser: una nación consciente de sí, un Estado que respeta y se hace respetar, una democracia que no se tambalea al primer grito, una cultura que reúne y no desgarra. No hay heroísmo en empezar de nuevo; lo hay —y mucho— en seguir, corregir y sumar.