ALTERNATIVAS

12 de agosto de 2025

LA CANCELACIÓN

En Bolivia nos ronda una vieja tentación con traje siempre nuevo: la cultura de la cancelación. No hablo del linchamiento digital, sino de un hábito más hondo: borrar lo anterior para inaugurar "la verdadera historia". Cada cierto tiempo rebautizamos ministerios, rediseñamos escudos, estrenamos planes que reniegan del plan recién archivado y, con solemnidad de refundador, prometemos el año cero. Ese rito sale carísimo: nos impide acumular resultados, aprender de los tropiezos y prolongar los aciertos.

La cancelación empieza por cancelar la memoria. La política se vuelve teatro de estrenos: todo debe lucir “nuevo”, aunque la trama no cambie. Cambian nombres, uniformes, cuadernos, reglamentos, se pintan las escuelas y los hospitales con el color de turno; mientras la inercia de las prácticas sigue intacta. La obra no avanza porque a cada acto le negamos antecedentes. Entonces los logros que deberían ser cimiento se exhiben como piezas sueltas de victorias efímeras. Ahí están —sin continuidad— la conciencia patriótica de ser una nación, la trabajosa consolidación de un Estado sobre un territorio difícil, la paciente construcción de un régimen democrático que nos enseñó a dirimir nuestros problemas en las urnas, la experiencia de una cultura que, pese a todo, se mantiene unida entre diferentes.

El problema no es discutir el sentido de esos logros; el problema es que, en nombre de la pureza de cada nuevo comienzo, renunciamos a integrarlos. La revolución social de mediados del siglo XX abrió el ciclo nacional; la recuperación democrática amplió libertades y fijó un sistema de gobierno; el impulso plurinacional añadió reconocimiento e igualdad postergada. En vez de sumar capas —nación, democracia, inclusión— preferimos oponerlas, como si cada una negara a la anterior. Resultado: un péndulo que oscila con dramatismo —estatismo/privatización centralismo/autonomías, república/plurinacionalidad— y que nos devuelve al punto de partida, exhaustos y sin un paso adelante.

La cancelación, además, empobrece las instituciones. El ministro que “corrige el rumbo” desmonta equipos, archiva protocolos, cambia sistemas y vuelve a aprender lo aprendido. El alcalde que estrena gestión congela proyectos, redibuja prioridades y deja esqueletos de obras que la administración siguiente mostrará como trofeo del desastre heredado. No hay burocracia que resista ese deporte del borrón y cuenta nueva: se degrada la carrera pública, se diluye la experiencia, se premia la lealtad coyuntural por encima del mérito, y la ciudadanía se acostumbra a tramitar por la vía de la excepción.

¿Por qué insistimos? Porque la cancelación ofrece una épica barata. El caudillo que promete inaugurar la historia atrae adhesiones rápidas; la organización que desprecia lo anterior conquista la plaza del día; el movimiento que declara obsoleto al adversario esquiva el examen de sus propias insuficiencias. Es la seducción del “fundar” frente al esfuerzo paciente de “reformar”. Y, sin embargo, el avanzar no debiera ser por demolición sino por acumulación. Cada vez que aceptamos mínimos comunes —la ley por encima del capricho, el voto por encima del veto, la igualdad de derechos por encima de jerarquías heredadas— la sociedad gana espesor y el Estado legitimidad.

Hay una paradoja luminosa: mientras la política cancela, la vida social teje continuidades. La migración interna nos mezcló; el emprendimiento popular creó rutinas de cooperación entre desconocidos; la escuela pública, con todos sus defectos, alfabetiza en común; el fútbol, las fiestas y los mercados nos reúnen a diario; radios comunitarias y redes digitales sostienen conversaciones persistentes entre regiones y culturas. Ese país real —andino y amazónico, aymara y guaraní, camba y colla, urbano y rural— desmiente la fantasía del comienzo desde la nada.

La tarea —si hay que nombrarla— no es “refundar”, es “encadenar”. Encadenar es reconocer las capas ya puestas y asentar encima la siguiente, con humildad de albañil y paciencia de archivo. No se trata de blindar el pasado ni de silenciar críticas, sino de cambiar el verbo: de destruir a corregir; de negar a integrar; del “conmigo comienza” al “conmigo continúa”. Con esa ética del relevo, la conciencia nacional deja de ser patrimonio de un periodo; la democracia deja de ser trámite útil y se vuelve regla del juego; la pluralidad deja la consigna ceremonial y pasa a ser principio de organización del poder.

La cultura boliviana de la cancelación nos ha hecho perder décadas girando sobre el mismo eje. Pero también nos dejó pistas para salir del círculo: un Estado con institucionalidad previsible y presencia equilibrada en todo el territorio; una economía que libera la energía creativa de la gente con reglas mínimas ancladas en la cultura; una memoria compartida que se aprende. Nada de eso requiere año cero. Requiere una convicción madura: el progreso de una generación no humilla a la anterior; la prolonga críticamente.

Si nos atrevemos a cambiar de épica —de la fundación permanente a la acumulación democrática— dejaremos de confundir novedad con cambio. Y quizá entonces, por fin, el país que ya somos se parezca al país que decimos querer ser: una nación consciente de sí, un Estado que respeta y se hace respetar, una democracia que no se tambalea al primer grito, una cultura que reúne y no desgarra. No hay heroísmo en empezar de nuevo; lo hay —y mucho— en seguir, corregir y sumar.

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