Hace unos años, la política boliviana estaba dominada por una élite político-partidaria compuesta por hombres, blancos, mayores, de habla castellana. Esta élite marginaba a las mujeres, impedía la participación de jóvenes, y despreciaba a los pueblos indígenas y a sus culturas. Sin embargo, esta oligarquía no carecía de un marco de principios. Su formación se basaba en los valores de la Ilustración y la modernidad europeas, donde el honor, la lealtad, la rectitud y la honestidad eran esenciales para definir el valor y el prestigio de una persona dentro del tejido social.
Con el tiempo, esta élite entró en crisis, se corrompió y perdió la capacidad de liderar al país, víctima de sus propios defectos y excesos. Fue así como, tras su caída, se dio paso a un sistema más inclusivo y participativo, uno que aspiraba a ser más justo, donde hombres y mujeres, jóvenes e indígenas, se plantearon la construcción de una sociedad de iguales. El poder pasó entonces a manos de un bloque popular, más democrático y representativo en términos sociales y culturales. Desgraciadamente, esa nueva élite popular, en lugar de seguir construyendo sobre valores sólidos, llegó carente de principios éticos claros. Lo que inicialmente parecía un avance hacia la justicia y la inclusión, se transformó en el ascenso del vulgo con poder, que actúa de forma oportunista y miserable, alejándose de los ideales que prometía defender, y ha contagiado al conjunto de las organizaciones sociales de los defectos más execrables, llenos de cinismo. Por eso no se le puede pedir peras a este olmo.
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