ALTERNATIVAS

29 de noviembre de 2025

PIRÁMIDES DE CORRUPCIÓN

Si algo nos han enseñado los últimos años es que la corrupción en Bolivia no funciona como un puñado de manzanas podridas aisladas, sino como una canasta llena, organizada en estructura, en pirámide. En la Policía, las denuncias de “cuotas” y cobros por traslados, destinaciones, controles y operativos se repiten a lo largo y ancho del cuerpo institucional: el de abajo cobra al ciudadano, se queda con una parte y entrega el resto hacia arriba, hasta llegar a mandos que jamás cobran una multa, pero se benefician de cada soborno. Varios testimonios de exuniformados y oficiales han descrito precisamente este mecanismo, junto con la “enfermedad” institucional provocada por años de intromisión política y corrupción sistemática.


Por eso, si este nuevo Comandante logra exponer y suprimir la pirámide de corrupción que va desde el policía en la calle hasta la más alta cúpula —cada cual pidiendo y extorsionando, y entregando la parte correspondiente a su jefe superior— se habrá logrado un avance inimaginable hasta ahora. No se trata solo de sancionar a unos cuantos “malos policías”, sino de romper el modelo de recaudación ilegal que convierte el uniforme en franquicia de extorsión y transforma la jerarquía en red de rentas. Eso exige algo más que discursos: requiere investigaciones patrimoniales serias, rotación y evaluación de mandos, protección efectiva a denunciantes y una política de transparencia que exponga, con nombres y cifras, cómo funcionan esas cadenas.

Además, no es la única pirámide que se conoce. En la Aduana, por ejemplo, la propia institución ha tenido que procesar a cientos de funcionarios por favorecer hechos de corrupción, y aun así la percepción de coimas en los puntos de control sigue siendo altísima. Casos de sobornos en el Ministerio Público o en el Ministerio de Medio Ambiente y Agua mostraron un esquema donde el dinero subía desde los niveles operativos hasta el despacho ministerial, con millones de bolivianos recaudados y blanqueados en inmuebles y lujos familiares. Lo mismo se ha visto en empresas públicas como EMAPA, descrita recientemente por el propio Gobierno como un “pulpo de corrupción”, con asociaciones fantasmas y proveedores ficticios.

De modo que el desafío es doble: o se desarman las pirámides, o ellas terminarán de desarmar al Estado. La limpieza en la Policía puede convertirse en un hito fundacional si es real, documentada y llega hasta arriba, pero solo será creíble si va acompañada por cirugías similares en la Aduana, en la Fiscalía, en las empresas públicas y en todos esos rincones donde el ciudadano ya asume que “sin coima no se mueve nada”. Romper la pirámide no es solo castigar a corruptos: es devolver a la ley su lugar de norma común y a la ciudadanía su derecho a vivir en un país donde el trámite, el control y la justicia no dependan de cuánto se está dispuesto a pagar por debajo de la mesa.

26 de noviembre de 2025

DE RETORNO

 Luis Revilla Herrero

y los Chalecos Amarillos

La Paz vive una paradoja, sigue siendo el corazón político del país, pero hace años que carece de un liderazgo propio, arraigado en su historia y capaz de proponer un rumbo compartido para la ciudad y el departamento. En ese vacío, el anunciado regreso de Luis Revilla Herrero desde el exilio (tras más de tres años fuera del país por los procesos judiciales que él denuncia como persecución política) reordena de inmediato el tablero. No vuelve sólo un exalcalde con experiencia, vuelve uno de los pocos líderes genuinamente paceños con capacidad de convocarnos a todos y todas, tejer puentes y hablarle a la vez a Sopocachi y Villa Fátima, a la Zona Sur y a los barrios populares, a La Paz y a El Alto.


Revilla no es un recién llegado, su biografía está ligada a la ciudad desde joven, primero como concejal y luego como alcalde reelecto, identificado con una centroizquierda progresista que puso énfasis en servicios públicos, espacio urbano y ciudadanía. A esa trayectoria se suma ahora la experiencia del exilio, en la que ha insistido en el sentido del servicio como hilo conductor de su vida pública. Ese capital simbólico lo coloca en una posición particular, puede hablar de gestión, de democracia y de derechos desde la memoria concreta de lo hecho y desde la herida de haber sido expulsado del juego por razones que miles de paceños percibieron como arbitrarias.

Lo que cambia con su retorno es la posibilidad real de construir un acuerdo suprapartidario genuinamente paceño. No se trata de resucitar viejas siglas ni de armar una alianza electoral más, sino de articular un “Pacto por La Paz” que ponga por delante un proyecto de ciudad y departamento antes que las candidaturas. Ahí Revilla aporta algo escaso en la política local. Tiene vasos comunicantes con la tradición municipalista, con sectores ciudadanos de centro y con organizaciones sociales que, sin ser masistas, tampoco se reconocen en la derecha tradicional. Es, por biografía y por lenguaje, un puente verosímil.

Ese pacto, además, no puede pensarse sólo en clave municipal. La Paz es ciudad y a la vez departamento diverso con un eje metropolitano La Paz–El Alto y unas provincias que hoy funcionan sin conducción estratégica. Una propuesta programática elaborada para El Alto como “ciudad del futuro” (con ejes de desarrollo tecnológico y productivo, fortalecimiento institucional y cohesión social con equidad territorial) ofrece pistas claras; la región paceña puede convertirse en el gran nodo logístico, industrial y de conocimiento del país si articula sus vocaciones. La Paz sede de gobierno, El Alto polo productivo y tecnológico, las provincias integradas por vías, conectividad y servicios. Hace falta alguien que convierta esa visión en una agenda política compartida; el regreso de Revilla abre la opción de que La Paz vuelva a mirarse a sí misma como región y no sólo como un municipio aislado.

También está en juego la salud de la democracia paceña. Durante años, el departamento ha oscilado entre la hegemonía del masismo, desgastada pero resistente, y opciones opositoras fragmentadas, muchas veces más preocupadas por disputarse el voto anti MAS que por construir una mayoría propositiva. Un liderazgo como el de Revilla puede ayudar a romper esa trampa binaria, convocando a fuerzas democráticas diversas alrededor de un mínimo común denominador, la defensa del Estado de derecho, la reconciliación, el respeto a la diversidad cultural y regional, y un proyecto de desarrollo que ponga en el centro a las personas, no a los caudillos. Esa lógica de unidad democrática ya ha sido ensayada en propuestas de alcance nacional que buscan convertir la crisis en oportunidades para reconstruir mayorías estables.

El retorno de Revilla, además, puede contribuir a cerrar un ciclo oscuro de persecución y exilio que afecta no sólo a él, sino a decenas de opositores y dirigentes sociales hoy fuera del país. Si un paceño que fue Alcalde y se vio obligado a refugiarse logra volver con garantías, someterse a una justicia no manipulada y defender su inocencia, se envía una señal potente a toda la sociedad; se nos dice que es posible pasar de la revancha a la competencia democrática, de la judicialización de la política al debate programático. La Paz, como sede de los poderes del Estado, tiene la responsabilidad simbólica de inaugurar ese nuevo clima, y la figura de Revilla puede ser uno de los catalizadores.

Nada de esto, por supuesto, está garantizado. El regreso de un líder puede también tentarlo a volver a la vieja lógica del campanario, cerrar filas en torno a su grupo, administrar el recuerdo de su buena gestión y negociar desde allí cuotas de poder. La diferencia estará en que Revilla se asuma como candidato de sí mismo o como articulador de un proyecto paceño más grande que su nombre, un acuerdo que convoque a universidades, colegios profesionales, juntas vecinales, empresarios, movimientos sociales y juventudes, y que ponga sobre la mesa una agenda concreta para los próximos veinte años, con seguridad ciudadana, movilidad, empleo juvenil, economía del conocimiento, cuidado del medio ambiente e integración campo y las ciudades.

La Paz y su departamento necesitan volver a creer que su voz cuenta en el destino de Bolivia. El anunciado retorno de Luis Revilla no es una varita mágica, pero sí una oportunidad política que no se presenta todos los días, la de recuperar un liderazgo paceño con experiencia, identidad y vocación democrática, capaz de tender puentes entre partidos y generaciones. Dependerá de él, y de la madurez de las fuerzas democráticas de la región, que esa oportunidad se traduzca en un verdadero proyecto de futuro para todas y todos los paceños, residentes y migrantes, que hemos hecho de este territorio nuestro hogar.

23 de noviembre de 2025

EL NUEVO MIR

O, EL MIR DE NUEVO

Dicen que el MIR ha recuperado su sigla después de veinte años de proscripción. Es una buena noticia para la memoria democrática boliviana, pero también una pregunta incómoda, ¿qué es exactamente lo que se quiere reconstruir? ¿Un recuerdo entrañable de juventud, un sello electoral disponible para negociar cargos, o un partido de la Izquierda Nacional boliviana para el siglo XXI, con identidad nítida, progresista y sin complejos? En estas dos décadas la militancia tomó rumbos muy distintos, algunos se alinearon con la ultraderecha tecnocrática, otros con la derecha populista, otros se refugiaron en el etnonacionalismo autoritario del MAS. Muy pocos hemos intentado conservar una visión de país que corresponda con la izquierda nacional y democrática, con raíces socialdemócratas, como la que quisimos tallar hace años, un hilo nacional, democrático y popular, feminista y ecologista, fruto de una larga reflexión escrita, discutida y defendida, no de un arrebato coyuntural.
Si hoy el MIR vuelve a la escena política, la vara para medir su sentido histórico no es la nostalgia, sino la coherencia con los principios de la izquierda democrática en Bolivia y la socialdemocracia internacional. Se entiende la izquierda democrática como un movimiento por la libertad, la justicia social y la solidaridad, cuyo objetivo es una sociedad en la que cada persona pueda desarrollar plenamente su personalidad, con garantías plenas de derechos humanos y civiles, en un marco de democracia efectiva. No se trata de un estilo amable de hacer política, sino de un proyecto integral que articula democracia política, igualdad social, economía regulada al servicio de las mayorías, paz, protección del medio ambiente y respeto radical a la dignidad humana. Ese respeto no es retórico, la Carta Ética de la Internacional Socialista, insta a defender la libertad de pensamiento, de creencias, de educación y de orientación sexual, el derecho a la igualdad de trato y la lucha contra toda discriminación por género, raza, origen étnico, orientación sexual, religión o ideas, y reconoce como aliados naturales a las organizaciones de mujeres, a los verdes, a la juventud y a los movimientos LGBTIQ+. La agenda que hoy la derecha descalifica con el rótulo despectivo de “woke” no es un capricho posmoderno, sino la consecuencia lógica de los valores clásicos de la socialdemocracia: libertad, igualdad, solidaridad, paz y derechos humanos. Si el nuevo MIR no asume sin ambigüedades ese piso ético y político, no será socialdemócrata, será otra cosa, un cascarón disponible para acomodarse al viento ideológico que sople.
En este marco, la defensa del Estado laico es un punto de partida ineludible. La protección simultánea de la laicidad y de la libertad religiosa debe ser un compromiso claro, el Estado no tiene religión, protege por igual a todas las creencias y también a quienes no profesan ninguna, y sus políticas públicas se basan en derechos y evidencias, no en dogmas. En Bolivia, aunque la Constitución consagra un Estado laico, en la práctica las iglesias católicas y evangélicas, junto a distintos fundamentalismos (incluidos algunos de supuesto signo “originario”) siguen influyendo sobre leyes, políticas públicas y decisiones judiciales. Eso se ve en los debates sobre educación sexual, aborto, derechos LGBTIQ+ o violencia de género, donde se intenta imponer una moral religiosa particular como norma obligatoria para toda la sociedad. Sin Estado laico no hay igualdad plena, y sin igualdad plena no hay socialdemocracia. Un MIR dispuesto a transar este punto para quedar bien con obispos, pastores o chamanes de ocasión, renunciaría, en los hechos, a su vocación de modernidad.
Lo mismo ocurre con los derechos de las mujeres y el aborto. La socialdemocracia y sus organizaciones de mujeres han insistido en que la igualdad de género implica el pleno ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos, incluyendo el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. En el espacio latinoamericano y caribeño han llamado explícitamente a desarrollar políticas públicas que garanticen estos derechos en condiciones de salud reproductiva adecuada y decisión libre, informada y segura. En Bolivia, sin embargo, el aborto continúa criminalizado, salvo excepciones restringidas (violación, incesto, riesgo para la vida o la salud de la mujer, algunas malformaciones fetales) y, aun en esos casos, el acceso real está plagado de trabas burocráticas, estigma y maltrato institucional. El resultado es conocido, cientos de abortos clandestinos e inseguros y muertes evitables de mujeres, sobre todo pobres y rurales. El MIR del siglo XXI no puede mirar hacia otro lado. Si las mujeres no pueden decidir sobre su cuerpo, si la maternidad no es libre, sino impuesta por el miedo a la sanción penal o por la presión religiosa, entonces la ciudadanía femenina es de segunda clase y la democracia se convierte en escenografía. Un partido que se reclame de izquierda democrática debe comprometerse de manera explícita con la despenalización del aborto dentro de plazos razonables, con el acceso efectivo a servicios de salud sexual y reproductiva, y con una educación sexual integral, laica y científica. No se trata de provocar a nadie, sino de salvar vidas, reducir desigualdades y reconocer un derecho básico a la autonomía moral. Si el nuevo MIR se refugia en ambigüedades, eufemismos o invocaciones genéricas a la “libertad de conciencia” para no incomodar al conservadurismo religioso, estará renunciando a uno de los pilares contemporáneos de la izquierda democrática en América Latina.
Algo similar vale para la diversidad sexual y de género. Se debe respetar y reforzar los derechos fundamentales, mencionando de forma expresa la orientación sexual y el derecho a la igualdad de trato, y combatir toda forma de discriminación basada en ello. En su desarrollo programático, la socialdemocracia ha situado la lucha contra la homofobia y las distintas fobias ligadas a la orientación sexual y a la identidad de género en el corazón de la construcción de una “sociedad de derechos” basada en la inclusión y la igualdad. Un partido socialdemócrata no puede tratar los derechos LGBTIQ+ como un apéndice incómodo del programa, relegado a notas al pie o a mensajes oportunistas para foros internacionales. Si hablamos en serio de dignidad y libertad, hay que defender leyes antidiscriminación efectivas; el reconocimiento igualitario de las familias diversas; el respeto a la identidad de género y la protección frente a los crímenes de odio; así como políticas públicas específicas en salud, educación, trabajo y seguridad para estos colectivos. La derecha hablará de “agenda woke” para ridiculizar esta lucha, pero lo que está en juego es algo mucho más elemental, que nadie sea golpeado, expulsado de su casa, despedido o humillado por amar a quien ama o por ser quien es. Si, al recuperar su sigla, el MIR decide hacerse el distraído con estos temas para no perder votos en sectores conservadores, no estará demostrando astucia táctica, sino renunciando a los principios que decimos abrazar.
Después de veinte años de proscripción, el verdadero riesgo es que el regreso del MIR se convierta en una operación puramente instrumental, utilizar una sigla conocida para negociar alianzas, listas y cuotas, adaptando el discurso según la moda del momento, un día guiñando el ojo a la derecha “promercado”, otro día al populismo conservador, otro al identitarismo autoritario, sin brújula propia. Para eso, francamente, no hace falta reconstruir el MIR; el sistema político boliviano ya está lleno de siglas-taxi, micropartidos y franquicias personalistas que cumplen ese papel. La única razón para invertir energía vital en esta reconstrucción es convertir al MIR en un partido socialdemócrata nítido, progresista, comprometido con la democracia pluralista y el Estado de derecho; con un Estado laico entendido como garantía de libertad e igualdad; con la igualdad sustantiva de las mujeres, incluyendo su derecho al aborto seguro; con la plena ciudadanía de las personas LGBTIQ+; con la defensa del medio ambiente y una transición ecológica justa; con la reducción radical de las desigualdades sociales y territoriales; y con un proyecto de reconciliación nacional que una, en vez de enfrentar, nuestras diversidades regionales, étnicas y culturales. Dicho de otro modo, o el nuevo MIR asume con claridad la tradición socialdemócrata y la reinterpreta creativamente para la Bolivia plurinacional de hoy, o será, en el mejor de los casos, un partido más, indistinguible del resto, condenado a girar alrededor del poder de turno.
La recuperación de la sigla, entonces, es una oportunidad, no una garantía. Si el MIR se presenta ante la sociedad boliviana con un documento fundacional claro, que se reconozca explícitamente heredero de la socialdemocracia internacional y que defienda sin ambigüedades el Estado laico, los derechos sexuales y reproductivos, la igualdad LGBTIQ+, la justicia social y ecológica, estaremos ante algo distinto, un partido capaz de aportar a la renovación de la política boliviana, de contribuir a la construcción de una centroizquierda moderna y de impulsar una agenda de reconciliación basada en la igualdad de derechos. Si, en cambio, el “nuevo” MIR prefiere callar o diluir estos principios para no perder viejas amistades conservadoras o posibles alianzas coyunturales, la conclusión es sencilla, no vale la pena militar allí. Porque sin una columna vertebral ética y programática, será solo un vehículo más para participar del poder, y no una herramienta para transformar el país. La disyuntiva está servida, o un MIR socialdemócrata, laico, feminista, plural y progresista, o un MIR cualquiera. Y si va a ser cualquiera, mejor dejar el nombre en la memoria afectiva, antes que verlo convertido en la caricatura de aquello por lo que una generación entera luchó.


14 de noviembre de 2025

ECOLOGÍA Y RECONCILIACIÓN

En Bolivia estamos acostumbrados a pensar la reconciliación en clave política, vencedores y vencidos, golpes y transiciones, memorias enfrentadas. Pero en pleno siglo XXI, si el gobierno de Rodrigo Paz Pereira quiere reconstruir el tejido social y abrir un nuevo ciclo democrático, no le bastará con un buen diseño institucional para la Reconciliación Nacional y Social. Necesita un segundo pilar igual de decisivo, una política ecológica seria, coherente y sostenida en el tiempo. Sin transición ecológica, no habrá reconciliación duradera; sin reconciliación, la transición ecológica se convertirá en otra fuente de conflicto.


Lo primero es entender que la crisis ambiental no es un tema “verde” de nicho, ni una excentricidad de ONGs internacionales. Es el espejo brutal del agotamiento de nuestro modelo de desarrollo. Detrás de los incendios que arrasan millones de hectáreas, de los ríos contaminados con mercurio, de los suelos agotados y de las áreas protegidas arrinconadas por la expansión irregular de la frontera agrícola, hay una forma de hacer política y economía, extraer rápido, repartir mal y mirar hacia otro lado. Ese modelo ha enfrentado regiones, comunidades y culturas; ha beneficiado a pocos y ha cargado los costos sobre pueblos indígenas, campesinos y barrios populares. Es decir, ha sido una fábrica silenciosa de resentimiento.

Cuando el gobierno de Rodrigo Paz propone una agenda ecológica que combina Deforestación Cero, restauración de bosques y suelos, protección estricta de cuencas, transición energética y una nueva gobernanza sobre el litio, no está “agregando” un capítulo moderno a su plan de gobierno. Está tocando el corazón mismo de la conflictividad boliviana. Y, sobre todo, está creando condiciones materiales para que la política de Reconciliación Nacional y Social tenga sentido para la gente común.

Una política de Estado para la reconciliación debe responder, al menos, a tres tipos de fracturas, territoriales, sociales e históricas. La agenda ecológica ayuda a las tres.

Primero, las fracturas territoriales. Hoy, la polarización “cambas vs collas” se expresa también en el mapa de la devastación, incendios y desmontes masivos en el oriente; crisis hídrica y retroceso de glaciares en el occidente; tensiones por la tierra y los bosques en la Amazonía y el Chaco. Si el gobierno impulsa un plan de Deforestación Cero con monitoreo satelital y participación ciudadana; si reforesta masivamente con especies nativas; si blinda áreas protegidas y territorios indígenas frente al avance ilegal; si ordena el uso del suelo con criterios técnicos y no clientelares, está haciendo algo más que “cuidar la naturaleza”, está enviando una señal de justicia territorial. El Estado deja de autorizar, por acción u omisión, que unas regiones “quemen” su propio futuro para sostener privilegios de otras; se convierte en árbitro equitativo de la casa común.

Segundo, las fracturas sociales. La reconciliación que hemos venido pensando no es solo entre élites políticas; es entre un Estado que durante décadas ha socializado los daños y privatizado los beneficios, y unas mayorías que han pagado el precio con su salud, su agua y sus medios de vida. Por eso, cuando se plantea erradicar progresivamente el mercurio, proteger cabeceras de cuenca y recuperar suelos degradados, se está hablando de reparación ecológica y social, de devolver, en la medida de lo posible, condiciones de vida digna a quienes fueron tratados como habitando "zonas de sacrificio". Si, además, se decide que los excedentes del litio se destinen de manera transparente a educación, salud y transición energética, la política ecológica se vuelve un mecanismo de redistribución, el nuevo ciclo productivo deja de ser un enclave más y se convierte en un motor compartido del desarrollo humano.

Tercero, las fracturas históricas. La Reconciliación Nacional y Social exige cerrar el ciclo nacional-popular e inaugurar un ciclo ciudadano, plural y democrático, donde libertad, igualdad e inclusión se sostengan en un proyecto de país compartido. La ecología, bien entendida, le da contenido concreto a ese horizonte, producimos, sí, pero sin incendiar el futuro; aprovechamos el litio, sí, pero para financiar la educación de nuestros hijos y la energía limpia que necesitaremos mañana; defendemos la propiedad y la iniciativa privada, sí, pero bajo reglas que impiden que la ganancia de unos se pague con el envenenamiento de otros. Es una manera de reconciliarnos también con nuestra propia historia, dejar atrás el papel de territorio colonial extractivo y asumir el desafío de ser una República que cuida responsablemente sus bienes comunes.

Aquí entra en escena un actor decisivo, la juventud. No es casual que las principales demandas ecológicas en Bolivia y en el mundo vengan de las y los jóvenes. Para ellos, el cambio climático no es una estadística, es el telón de fondo de sus vidas. Ven arder los bosques, secarse los ríos, retroceder las nieves que sus abuelos conocieron; y sienten que se les está robando el futuro a cuenta gotas. Una política de reconciliación que solo hable de heridas del pasado pero ignore el miedo y la rabia de las generaciones más jóvenes frente al colapso ambiental, será percibida como un ajuste de cuentas entre adultos, no como un proyecto de país.

Precisamente por eso, las medidas ecológicas del gobierno de Rodrigo Paz deberán tener un valor político adicional, pueden convertirse en el núcleo de un pacto intergeneracional. Una Escuela Nacional de Educación Ambiental, la incorporación de contenidos ecológicos en la currícula, los programas de emprendimiento verde para jóvenes y mujeres, la promoción de empleo vinculado a la transición energética y a la restauración de ecosistemas, son mucho más que políticas sectoriales. Son la forma de decirle a una generación entera, “ustedes no son solo quienes protestan en las calles con carteles reciclados; son quienes van a diseñar, gestionar y beneficiarse de la nueva economía verde boliviana”.

Si desde la Presidencia Plurinacional de la República se articula el trabajo de Reconciliación Nacional y Social con esta agenda ecológica —por ejemplo, tratando los conflictos socioambientales como prioridades, promoviendo diálogos territoriales sobre uso de suelo, agua y litio, incorporando la voz de la juventud y de las comunidades indígenas en el diseño de políticas—, la reconciliación dejará de ser una abstracción. Se volverá experiencia concreta, acuerdos locales para cuidar una cuenca, mesas de diálogo entre productores agroindustriales y comunidades afectadas por la quema, pactos regionales para transitar hacia formas de producción más sostenibles, con apoyos técnicos y financieros reales.

La reconstrucción del tejido social no se logrará solo con campañas de “tolerancia” o con actos simbólicos —que son necesarios—, sino también con proyectos compartidos que obliguen a cooperar. Nada obliga tanto a cooperar como gestionar un recurso común del que depende la vida, el agua de una cuenca, el bosque que protege una comunidad, la tierra de la que comen varias generaciones. Ahí, la combinación entre política ecológica y política de reconciliación tiene un potencial inmenso, crea espacios de escucha concreta (“¿cómo usamos este río?”), de diálogo informado (“¿qué alternativas a la quema tenemos?”) y de confianza ganada (“el compromiso que firmamos se cumplió, el Estado no nos mintió otra vez”).

Finalmente, hay un factor de legitimidad institucional que no debe subestimarse. La confianza en el Estado boliviano está muy dañada. Promesas incumplidas, leyes que no se aplican, instituciones capturadas, corrupción y opacidad han erosionado la credibilidad. Si, en los primeros días, el gobierno declara la emergencia ambiental y climática, pone en marcha un sistema de monitoreo con datos abiertos, deroga las leyes que incentivan desmontes e incendios y somete a auditoría pública las concesiones ilegales, estará enviando un mensaje potente: "esta vez vamos en serio". Si esa coherencia se mantiene en el tiempo, la percepción de legitimidad del Estado puede empezar a cambiar justamente allí donde hoy es más baja.

Por eso, cuando hablemos de la política de Reconciliación Nacional y Social del gobierno de Rodrigo Paz Pereira, deberíamos dejar de pensar la ecología como un “anexo bonito” y empezar a verla como uno de sus cimientos. Cuidar los bosques, el agua, el clima y la biodiversidad no es un lujo de países ricos; en un país tan fracturado como el nuestro, es una condición de posibilidad para la paz social. La casa común no es una metáfora poética, es el territorio donde debemos aprender a vivir juntos, sin quemarnos el futuro unos a otros. Y nada reconciliará tanto a Bolivia consigo misma como descubrir que defender esa casa (de manera justa, democrática y participativa) puede ser, por primera vez, un proyecto compartido entre regiones, culturas y generaciones.


12 de noviembre de 2025

FIN DEL "ESTADO TRANCA"

Cambiar equipos cuando hay transición de gobierno no es un juego, es una cirugía fina. Si se opera con prisa o con ideología ciega, se pierde memoria institucional; si se le teme al cambio, se perpetúa la ineficiencia.

El mandato es claro, desmontar el “Estado tranca”, esa economía de la demora que convirtió los trámites redundantes y las firmas superfluas en peajes. ¿Cómo? Reduciendo dotaciones sobredimensionadas, cortando incentivos a la extorsión y reorganizando procesos bajo una regla sencilla: "digital por defecto, presencial por excepción"; ventanilla única, interoperabilidad de datos y plazos máximos obligatorios.

El punto de partida es reconocer lo que existe. En muchas oficinas hay funcionarias y funcionarios que manejan normas, sistemas y ciclos presupuestarios con pericia. No todos son del MAS, y la procedencia política (ayer como hoy) no sustituye la evaluación por desempeño, probidad y resultados. Descartar esas capacidades por reflejo partidario sería fabricar a pulso un Estado amnésico.

La justicia política también cuenta. Es legítimo que quienes trabajaron en la campaña de Rodrigo Paz o de Samuel Doria Medina tengan prioridad para acceder a cargos, el Estado no es ajeno a la política. Pero esa prioridad solo vale si se alinea con perfiles, méritos y competencias comprobables. Primero servicio y mérito; luego afinidad. Invertir el orden no desmonta la tranca, apenas la muda de lugar.

Conviene recordar que antes del MAS se avanzaba en la profesionalización del Servicio Civil, concursos, exámenes y estabilidad habían institucionalizado cerca de la mitad del aparato. Volver a esa senda no es nostalgia, es sentido común. Y debe hacerse concursos abiertos y públicos, jurados mixtos (Estado, academia, sociedad civil), evaluaciones de desempeño y estabilidad condicionada al cumplimiento de metas.

El método importa. En los primeros días, auditar puestos y procesos para mapear cargas y duplicidades; aplicar un “semáforo” de personal que preserve a quienes son clave, recualifique a quienes pueden mejorar y separe (con debido proceso) a quienes no cumplan estándares; y abrir concursos transparentes con una ventana de prioridad para quienes apoyaron la campaña, siempre que acrediten idoneidad. Todo con resultados auditables y publicación de listas, puntajes y fundamentos.

Para evitar recaídas, se requieren salvaguardas, topes de dotación por entidad y un catálogo único de puestos que impida el crecimiento inercial; contratos con fecha de caducidad en proyectos y evaluación ex post de impacto; un código anticorrupción operativo que obligue a declarar conflictos de interés, verifique patrimonios, rote personal en áreas sensibles y sancione la mora injustificada; y KPIs públicos por entidad/tiempos de trámite, satisfacción ciudadana) para medir, comparar y corregir.

Una transición inteligente no niega la política, la ordena. Recompensa la lealtad, pero la subordina al mérito; reduce la burocracia, pero preserva la experiencia; acelera los trámites, pero refuerza los controles. Ese equilibrio es la llave para desmontar el “Estado tranca”. Menos barreras, más servicio, que el cambio se note en la ventanilla y en la vida cotidiana.