ALTERNATIVAS

15 de julio de 2025

¿COALICIONES Y ACUERDOS?

UN GOBIERNO DE UNIDAD NACIONAL
PARA RECONSTRUIR BOLIVIA


En agosto de 2025, Bolivia elegirá un nuevo gobierno en medio de un desmoronamiento silencioso. La economía cruje al borde del colapso. Las instituciones, vaciadas de sentido, apenas resisten. La sociedad, rota en mil pedazos, busca a tientas un horizonte común. Y en ese contexto, ya no hay mayorías absolutas, ni hegemonías posibles. Las encuestas lo muestran con claridad: ningún partido tendrá el control en la Asamblea Legislativa. Pero lejos de ser una desgracia, esa fragmentación puede ser —si hay coraje— una oportunidad histórica.

Porque este es el momento de ensayar algo que nunca hemos hecho con seriedad: construir un Gobierno de Unidad Nacional donde quepamos todos y todas. No como una suma burocrática de siglas, ni como un reparto de cuotas en el gabinete, sino como una articulación sincera de nuestras diversidades políticas y sociales, en torno a una agenda mínima, común, urgente y salvadora. Una agenda que ponga en el centro tres tareas inaplazables: sacar a Bolivia de la crisis económica, restaurar el pacto democrático y reconstruir un Estado que hoy solo existe en los papeles.

No se trata de adornar el discurso con buenas intenciones. La necesidad de un gobierno así no es retórica ni sentimental: es una urgencia práctica. Porque la política y la economía bolivianas están al borde del colapso. No hay dólares, no hay carburantes, no hay justicia independiente, y el Estado ha sido convertido en un botín de mafias corporativas y sindicales que se reparten todo, desde los ministerios hasta las direcciones escolares. En este contexto, cualquier salida viable requiere aplicar medidas difíciles, a veces antipáticas, pero indispensables. Y eso no lo podrá hacer ningún partido solo.

Se necesita una alianza amplia, valiente y honesta, sostenida en compromisos explícitos y en la corresponsabilidad democrática. Para que los próximos años quien obstruya pierda legitimidad, y quien ayude a construir la gane.


Samuel Doria Medina, si resulta electo Presidente, está en condiciones de liderar ese esfuerzo, por lo que yo quiero aconsejarle ese camino. No sólo porque sabe de economía y de gestión, sino porque representa al centro democrático, ese espacio que no grita pero dialoga, que no impone pero propone. Tiene, además, algo escaso en estos tiempos: vocación de encuentro. Puede hablar con liberales, con socialdemócratas, con regionalistas, feministas, ambientalistas, con líderes indígenas y con empresarios honestos. Ninguno de los otros candidatos tiene hoy esa capacidad de convocar transversalmente, ni esa disposición al diálogo sin claudicaciones.

Y que nadie diga que esto es ingenuidad. Bolivia ya vivió experiencias valiosas de concertación. Recordemos los acuerdos Mariscal Andrés de Santa Cruz, que, en los años noventa, permitieron reformas electorales y ampliaron la participación ciudadana, otorgaron credibilidad institucional y una profunda reforma educativa, todo lo cual se olvidó con la llegada del autoritarismo masista el año 2006. Hoy necesitamos reeditar ese espíritu convergente, pero con una ambición mayor: no se trata de mejorar la democracia, sino de salvarla del secuestro autoritario al que ha sido sometida por el régimen masista y sus derivados. El MAS ha destruido el equilibrio de poderes, ha degradado la justicia, ha convertido la participación popular en prebenda y chantaje. Hay que rescatar el ciclo democrático del secuestro corporativo. Y eso solo será posible desde una nueva mayoría, tejida con generosidad y visión de país.

Una mayoría que supere el péndulo catastrófico en el que hemos oscilado durante un siglo: del estatismo clientelar coorporativo al liberalismo excluyente y sin alma, del caudillismo mesiánico al vacío institucional. Solo desde el centro político —desde el atavismo nacional/popular en transición a la modernidad democrática/ciudadana— puede construirse el equilibrio que Bolivia necesita. Y solo un liderazgo lúcido, abierto y generoso puede ofrecer esa salida.

Este no es tiempo para las vanidades de siempre, ni para los cálculos chiquitos. Es tiempo de coraje, de responsabilidad, de grandeza. Bolivia necesita un gobierno que convoque a todos y todas, no para pactar entre cúpulas, sino para inaugurar una nueva etapa, donde el progreso y la inclusión caminen de la mano. Un gobierno que, sin dejar de ser firme, sepa escuchar; que, sin renunciar a sus convicciones, sepa negociar; que, sin temer al conflicto, sepa conciliar.

Porque un Gobierno de Unidad Nacional no es el destino. Es apenas el punto de partida.

14 de julio de 2025

ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN

ELECCIONES 2025
ACLARANDO EL DILEMA


Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.

El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.


Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro

Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.


Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas

Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.


Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación

Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.


Vamos a estrenar el balotaje

Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.

Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.

El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.

Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.

Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.


7 de julio de 2025

SAMUEL DORIA MEDINA

UN PAÍS EN VILO Y UNA VOZ CON FUTURO

EL PRIMER DEBATE PRESIDENCIAL DE BOLIVIA 2025

En medio de una crisis que ha dejado al país exhausto —sin dólares, con inflación creciente, combustible racionado y una justicia en ruinas—, el primer debate presidencial televisado en décadas no solo marcó un hito, sino que delineó con claridad los caminos posibles para salir del colapso. Más que un concurso de oratoria o un desfile de promesas, fue un acto de reencuentro con la deliberación democrática. Y entre los rostros presentes, emergió uno que no solo entendió el momento, sino que supo estar a su altura.


Un liderazgo sereno en un país fatigado

Mientras algunos apostaron por el efectismo técnico o la retórica del orden, hubo una figura que conjugó claridad con mesura, experiencia con apertura. Samuel Doria Medina no solo fue el más preparado; fue el único capaz de conectar la gestión con la reconciliación, el dato con la sensibilidad. Su propuesta de acción en los primeros 100 días de gobierno no fue un acto de marketing, sino la expresión de una voluntad real de gobierno: eficaz, sobria y sin estridencias. En un país harto de gritos y promesas, su tono fue elocuente precisamente por su serenidad.

La diferencia fue notable. Mientras Jorge Quiroga ofrecía un detallado —y distante— plan de ingeniería institucional, Samuel habló desde el terreno, desde la experiencia concreta de quien conoce los límites y posibilidades del Estado boliviano. Y mientras Manfred Reyes Villa agitaba banderas de orden con entusiasmo caudillesco, Samuel delineaba soluciones factibles, sostenibles, sin recurrir al atajo populista ni al espejismo autoritario.

Las ideas claras y los silencios elocuentes

En el bloque económico, Doria Medina evitó los maximalismos. Reconoció la magnitud del colapso, pero no se quedó en la denuncia. Propuso mecanismos concretos para estabilizar los precios, garantizar el abastecimiento de carburantes y reactivar el crédito productivo, todo enmarcado en una ética de gestión austera. Habló de eliminar privilegios y subvenciones improductivas, de empujar la inversión privada con reglas claras, de recuperar la institucionalidad como base de la recuperación. No vendió humo; ofreció gobernabilidad.

Pero tal vez lo más relevante fue su capacidad de asumir los vacíos del debate. No cayó en la comodidad del silencio frente a la crisis judicial o la descomposición del sistema electoral. Y aunque el formato limitó la profundidad de estos temas, Samuel dejó abierta una línea: la del consenso democrático como vía para la reconstrucción del Estado. No se limitó a criticar; sugirió. No se aisló; tendió puentes.

La unidad posible

El intercambio entre Doria Medina y Quiroga fue uno de los momentos más significativos del encuentro. Mientras otros se atrincheraban en relatos cerrados, ambos delinearon coincidencias programáticas en temas clave como el agro, el pacto fiscal y la inversión. Pero fue Samuel quien marcó el horizonte con más lucidez: “No hay solución posible sin un acuerdo amplio”, dijo, resumiendo en una frase el desafío mayor de este tiempo. Porque gobernar ya no será mandar, sino concertar.

En contraste, otros candidatos quedaron atrapados en viejas fórmulas. Eduardo del Castillo defendió sin fisuras un modelo agotado, incapaz de reconocerse en crisis. Johnny Fernández osciló entre el efectismo populista y la improvisación. Y Manfred, aunque eficaz en la forma, no logró articular una visión institucional del país. Solo Samuel asumió el reto de gobernar con otros, sin negar sus diferencias, pero sin usarlas como pretexto para la exclusión.

Un perfil que fusiona razón y compromiso

El país no necesita salvadores ni tecnócratas inalcanzables. Necesita dirigentes que puedan tender puentes entre el Estado colapsado y la sociedad que resiste. Samuel Doria Medina encarna esa posibilidad. Su figura no promete refundar el país en cien días, pero sí empezar a repararlo con responsabilidad, con manos limpias y cabeza fría. Y eso, en una Bolivia desbordada por el desencanto, puede ser el acto más revolucionario.

Una conclusión para el tiempo que viene

Este debate no resolvió la elección, pero reveló con claridad los perfiles en disputa. El tecnócrata sin pueblo, el caudillo sin equipo, el oficialista sin autocrítica, el populista sin norte… y el gestor democrático que habla con sensatez, piensa en el país y propone desde la experiencia. La Bolivia del Bicentenario no necesita más pendulazos ideológicos, necesita equilibrio. No más gritos, sino acuerdos. No más promesas vacías, sino compromiso real.

La esperanza no está en quien más promete, sino en quien más sabe hacer. Y esta vez, esa diferencia no fue retórica: fue visible, audible y, sobre todo, confiable.

 

23 de junio de 2025

SAN JUAN

LA NOCHE QUE ARDE PARA RECORDAR
QUIÉNES SOMOS
(Y DE DÓNDE VENIMOS)

Cada 23 de junio, como si el calendario llevara impreso en sus páginas el recuerdo de una parte de nuestros ancestros, Bolivia se viste de humo y de brasas. No es un fenómeno atmosférico —aunque el frío del altiplano lo sugiera—, sino un rito que, tercamente, regresa con sus propias hogueras en la periferia de las ciudades y en el campo, porque ahora están prohibidas en las capitales; vuelve con pan y sus salchichas de tradición alemana, y su nostalgia encendida. Es San Juan, esa celebración donde la fe, el fuego y la desmemoria bailan una danza entre lo pagano y lo litúrgico.

Encendemos no solo leña ni neumáticos viejos —esa modernidad tóxica que nos condena a contaminar incluso nuestros recuerdos—, sino símbolos. Encendemos la memoria de un fuego heredado. Porque estas llamas vienen de lejos, mucho más allá de la imagen austera del Bautista: llegan desde la entraña de la vieja Europa, de los celtas, de los que hablaban con los árboles y miraban al sol como a un dios sin nombre.


Antes de que la Iglesia Católica se adueñara del calendario y tradujera solsticios en santorales, ya ardían las hogueras del verano boreal, allá en el norte. El fuego era entonces anuncio, umbral, rito de paso, conjuro. Era la victoria momentánea de la luz sobre las sombras. Era también, si se me permite, la forma más pura del deseo: de renacer, de fecundar, de limpiar lo sucio del alma y del cuerpo. El fuego era esperanza encendida, no metáfora del pecado.

Y llegó la Iglesia, con esa sabia astucia que la caracteriza, a rebautizar el fuego con agua bendita. San Juan pasó a ser el motivo y la excusa. Lo que se quemaba ya no eran los malos espíritus, sino los pecados; lo que se pedía ya no era cosecha y salud, sino perdón. Pero en el fondo, seguimos siendo los mismos que saltan sobre las llamas pidiendo suerte o amor, que miran al espejo del agua tratando de ver, si no el rostro de Dios, al menos el de alguien que nos quiera.

En muchos rincones de Europa, especialmente en España, la tradición sigue viva y ardiendo con fuerza, lo mismo que aquí, en nuestro altiplano boliviano; este 23 de junio las hogueras se encienden también allá, organizadas y cuidadosamente vigiladas por los ayuntamientos, que las convierten en espacios de encuentro comunitario. En pueblos costeros y en ciudades del interior, la gente se reúne bajo la noche estival —la más corta del año en aquellas latitudes— para celebrar entre llamas que purifican, músicas que congregan y rituales que, aunque cambiantes, conservan la magia ancestral de encenderle una luz al misterio de la vida.

Nosotros las y los paceños, altiplánicos al fin, andinos desde siempre, invertimos la lógica de los astros: celebramos San Juan en invierno, cuando el sol se esconde y la noche es más larga. Y así encendemos el fuego. No para celebrar la abundancia, sino para resistir el frío. Para estar juntos. Para conjurar, no ya los demonios, sino la soledad de las nieves, nuestro encierro en medio de sendas cordilleras casi impenetrables.

En ese giro, la fiesta encontró un nuevo hogar, un nuevo sentido: abrigo, encuentro, pretexto para reunirnos. En el campo y en la ciudad, alrededor de un fogón precario o una estufa de kerosene, la noche de San Juan se volvió momento íntimo, casi sagrado, donde el calor no viene solo del fuego, sino de los cuerpos que se acercan, del relato compartido, del pan partido entre manos conocidas.


Hoy, cuando sabemos que el fuego también mata y contamina, cuando el humo ya no perfuma sino que asfixia, debemos, sin embargo, aprender a mantener la llama sin arrasar con el bosque. Podemos recordar sin quemar. Podemos reunirnos sin destruir. Podemos, como toda tradición que se respeta a sí misma, dialogar con el tiempo que vivimos sin traicionar el tiempo del que venimos.

Así que esta noche —si ves una chispa en la calle, si oyes el crepitar clandestino de una fogata en el barrio, si el olor a humo te despierta una memoria sin nombre— piensa que allí, bajo la leña o las brasas, en lo visible y lo prohibido, arde también una parte de lo que somos. Y que, mientras haya quien encienda una llama para resistir al invierno o recordar un amor, habrá en Bolivia una manera de decir que seguimos vivos.


4 de junio de 2025

¿ANDRÓNICO?

En el marco del actual proceso de reconfiguración del sistema político, la habilitación de la candidatura de Andrónico Rodríguez podría representar no solo una salida institucional, sino también una válvula de escape necesaria frente a las tensiones acumuladas al interior del Movimiento al Socialismo (MAS) y, por extensión, del sistema político boliviano en su conjunto. Impedir la participación de un liderazgo emergente como el de Andrónico Rodríguez implicaría un grave error estratégico y una amenaza concreta para la estabilidad del país. A este pequeño engendro masista hay que derrotarlo en las urnas, no dejarlo rabioso como a un tigre herido.


La figura de Evo Morales ha ido perdiendo legitimidad en amplios sectores de la población y dentro del propio movimiento que ayudó a construir. Su insistencia en controlar el proceso electoral y condicionar su candidatura con criterios personalistas más que institucionales, no solo vulnera principios democráticos, sino que arriesga incendiar un escenario ya marcado por la polarización. En este contexto, la habilitación de Andrónico Rodríguez podría descomprimir las tensiones internas del MAS y restar fuerza a la narrativa de persecución o victimización impulsada por Morales, desinflando así su tentativa de reposicionarse a través del conflicto y la confrontación.

Negar esta habilitación, en cambio, podría tener consecuencias catastróficas. Sería leído como una exclusión política deliberada, lo que puede derivar en una ruptura del orden electoral y en un nuevo ciclo de movilización y conflictividad social. No se puede —ni debe— llamar a elecciones generales cuando un cuarto del electorado percibe que su opción política ha sido vetada. Ello no solo afectaría la legitimidad del proceso, sino que pondría en cuestión la gobernabilidad posterior.

La historia boliviana ofrece precedentes que deberían alertarnos. Hace cuatro décadas, los intentos de proscripción de la candidatura de Hugo Banzer, aunque justificada por su condición de ex dictador, no hizo sino fortalecer su capital político y consolidar una narrativa de victimización que eventualmente lo llevó a la presidencia por la vía democrática. Más recientemente, en 2019, el intento de marginar al MAS del proceso electoral tras la renuncia de Morales y la crisis poselectoral, pudo ponernos en una situación de enfrentamientos fratricidas y lejos de debilitar a ese partido, contribuyó a su resurgimiento.

La lección es clara: la democracia no se fortalece excluyendo, sino integrando. La participación amplia y plural en las urnas es la única garantía para una transición ordenada, legítima y sostenible. Negar la candidatura de Andrónico Rodríguez no solo atentaría contra los principios de representación y competencia electoral, sino que reabriría heridas recientes y avivaría el conflicto. A las y los masistas hay que vencerlos en las urnas, situación que no se aplica a Evo Morales porque lo impide la ley y está proscrito por un mandamiento de apremio, por acusaciones de pedofilia de las que no quiso o no pudo defenderse.

Bolivia necesita elecciones con todas sus voces en juego. La exclusión nunca ha sido camino hacia la reconciliación ni la estabilidad. La historia, una vez más, nos ofrece la oportunidad de no repetir errores que ya hemos pagado caro.