ALTERNATIVAS

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26 de noviembre de 2025

DE RETORNO

 Luis Revilla Herrero

y los Chalecos Amarillos

La Paz vive una paradoja, sigue siendo el corazón político del país, pero hace años que carece de un liderazgo propio, arraigado en su historia y capaz de proponer un rumbo compartido para la ciudad y el departamento. En ese vacío, el anunciado regreso de Luis Revilla Herrero desde el exilio (tras más de tres años fuera del país por los procesos judiciales que él denuncia como persecución política) reordena de inmediato el tablero. No vuelve sólo un exalcalde con experiencia, vuelve uno de los pocos líderes genuinamente paceños con capacidad de convocarnos a todos y todas, tejer puentes y hablarle a la vez a Sopocachi y Villa Fátima, a la Zona Sur y a los barrios populares, a La Paz y a El Alto.


Revilla no es un recién llegado, su biografía está ligada a la ciudad desde joven, primero como concejal y luego como alcalde reelecto, identificado con una centroizquierda progresista que puso énfasis en servicios públicos, espacio urbano y ciudadanía. A esa trayectoria se suma ahora la experiencia del exilio, en la que ha insistido en el sentido del servicio como hilo conductor de su vida pública. Ese capital simbólico lo coloca en una posición particular, puede hablar de gestión, de democracia y de derechos desde la memoria concreta de lo hecho y desde la herida de haber sido expulsado del juego por razones que miles de paceños percibieron como arbitrarias.

Lo que cambia con su retorno es la posibilidad real de construir un acuerdo suprapartidario genuinamente paceño. No se trata de resucitar viejas siglas ni de armar una alianza electoral más, sino de articular un “Pacto por La Paz” que ponga por delante un proyecto de ciudad y departamento antes que las candidaturas. Ahí Revilla aporta algo escaso en la política local. Tiene vasos comunicantes con la tradición municipalista, con sectores ciudadanos de centro y con organizaciones sociales que, sin ser masistas, tampoco se reconocen en la derecha tradicional. Es, por biografía y por lenguaje, un puente verosímil.

Ese pacto, además, no puede pensarse sólo en clave municipal. La Paz es ciudad y a la vez departamento diverso con un eje metropolitano La Paz–El Alto y unas provincias que hoy funcionan sin conducción estratégica. Una propuesta programática elaborada para El Alto como “ciudad del futuro” (con ejes de desarrollo tecnológico y productivo, fortalecimiento institucional y cohesión social con equidad territorial) ofrece pistas claras; la región paceña puede convertirse en el gran nodo logístico, industrial y de conocimiento del país si articula sus vocaciones. La Paz sede de gobierno, El Alto polo productivo y tecnológico, las provincias integradas por vías, conectividad y servicios. Hace falta alguien que convierta esa visión en una agenda política compartida; el regreso de Revilla abre la opción de que La Paz vuelva a mirarse a sí misma como región y no sólo como un municipio aislado.

También está en juego la salud de la democracia paceña. Durante años, el departamento ha oscilado entre la hegemonía del masismo, desgastada pero resistente, y opciones opositoras fragmentadas, muchas veces más preocupadas por disputarse el voto anti MAS que por construir una mayoría propositiva. Un liderazgo como el de Revilla puede ayudar a romper esa trampa binaria, convocando a fuerzas democráticas diversas alrededor de un mínimo común denominador, la defensa del Estado de derecho, la reconciliación, el respeto a la diversidad cultural y regional, y un proyecto de desarrollo que ponga en el centro a las personas, no a los caudillos. Esa lógica de unidad democrática ya ha sido ensayada en propuestas de alcance nacional que buscan convertir la crisis en oportunidades para reconstruir mayorías estables.

El retorno de Revilla, además, puede contribuir a cerrar un ciclo oscuro de persecución y exilio que afecta no sólo a él, sino a decenas de opositores y dirigentes sociales hoy fuera del país. Si un paceño que fue Alcalde y se vio obligado a refugiarse logra volver con garantías, someterse a una justicia no manipulada y defender su inocencia, se envía una señal potente a toda la sociedad; se nos dice que es posible pasar de la revancha a la competencia democrática, de la judicialización de la política al debate programático. La Paz, como sede de los poderes del Estado, tiene la responsabilidad simbólica de inaugurar ese nuevo clima, y la figura de Revilla puede ser uno de los catalizadores.

Nada de esto, por supuesto, está garantizado. El regreso de un líder puede también tentarlo a volver a la vieja lógica del campanario, cerrar filas en torno a su grupo, administrar el recuerdo de su buena gestión y negociar desde allí cuotas de poder. La diferencia estará en que Revilla se asuma como candidato de sí mismo o como articulador de un proyecto paceño más grande que su nombre, un acuerdo que convoque a universidades, colegios profesionales, juntas vecinales, empresarios, movimientos sociales y juventudes, y que ponga sobre la mesa una agenda concreta para los próximos veinte años, con seguridad ciudadana, movilidad, empleo juvenil, economía del conocimiento, cuidado del medio ambiente e integración campo y las ciudades.

La Paz y su departamento necesitan volver a creer que su voz cuenta en el destino de Bolivia. El anunciado retorno de Luis Revilla no es una varita mágica, pero sí una oportunidad política que no se presenta todos los días, la de recuperar un liderazgo paceño con experiencia, identidad y vocación democrática, capaz de tender puentes entre partidos y generaciones. Dependerá de él, y de la madurez de las fuerzas democráticas de la región, que esa oportunidad se traduzca en un verdadero proyecto de futuro para todas y todos los paceños, residentes y migrantes, que hemos hecho de este territorio nuestro hogar.

23 de noviembre de 2025

EL NUEVO MIR

O, EL MIR DE NUEVO

Dicen que el MIR ha recuperado su sigla después de veinte años de proscripción. Es una buena noticia para la memoria democrática boliviana, pero también una pregunta incómoda, ¿qué es exactamente lo que se quiere reconstruir? ¿Un recuerdo entrañable de juventud, un sello electoral disponible para negociar cargos, o un partido de la Izquierda Nacional boliviana para el siglo XXI, con identidad nítida, progresista y sin complejos? En estas dos décadas la militancia tomó rumbos muy distintos, algunos se alinearon con la ultraderecha tecnocrática, otros con la derecha populista, otros se refugiaron en el etnonacionalismo autoritario del MAS. Muy pocos hemos intentado conservar una visión de país que corresponda con la izquierda nacional y democrática, con raíces socialdemócratas, como la que quisimos tallar hace años, un hilo nacional, democrático y popular, feminista y ecologista, fruto de una larga reflexión escrita, discutida y defendida, no de un arrebato coyuntural.
Si hoy el MIR vuelve a la escena política, la vara para medir su sentido histórico no es la nostalgia, sino la coherencia con los principios de la izquierda democrática en Bolivia y la socialdemocracia internacional. Se entiende la izquierda democrática como un movimiento por la libertad, la justicia social y la solidaridad, cuyo objetivo es una sociedad en la que cada persona pueda desarrollar plenamente su personalidad, con garantías plenas de derechos humanos y civiles, en un marco de democracia efectiva. No se trata de un estilo amable de hacer política, sino de un proyecto integral que articula democracia política, igualdad social, economía regulada al servicio de las mayorías, paz, protección del medio ambiente y respeto radical a la dignidad humana. Ese respeto no es retórico, la Carta Ética de la Internacional Socialista, insta a defender la libertad de pensamiento, de creencias, de educación y de orientación sexual, el derecho a la igualdad de trato y la lucha contra toda discriminación por género, raza, origen étnico, orientación sexual, religión o ideas, y reconoce como aliados naturales a las organizaciones de mujeres, a los verdes, a la juventud y a los movimientos LGBTIQ+. La agenda que hoy la derecha descalifica con el rótulo despectivo de “woke” no es un capricho posmoderno, sino la consecuencia lógica de los valores clásicos de la socialdemocracia: libertad, igualdad, solidaridad, paz y derechos humanos. Si el nuevo MIR no asume sin ambigüedades ese piso ético y político, no será socialdemócrata, será otra cosa, un cascarón disponible para acomodarse al viento ideológico que sople.
En este marco, la defensa del Estado laico es un punto de partida ineludible. La protección simultánea de la laicidad y de la libertad religiosa debe ser un compromiso claro, el Estado no tiene religión, protege por igual a todas las creencias y también a quienes no profesan ninguna, y sus políticas públicas se basan en derechos y evidencias, no en dogmas. En Bolivia, aunque la Constitución consagra un Estado laico, en la práctica las iglesias católicas y evangélicas, junto a distintos fundamentalismos (incluidos algunos de supuesto signo “originario”) siguen influyendo sobre leyes, políticas públicas y decisiones judiciales. Eso se ve en los debates sobre educación sexual, aborto, derechos LGBTIQ+ o violencia de género, donde se intenta imponer una moral religiosa particular como norma obligatoria para toda la sociedad. Sin Estado laico no hay igualdad plena, y sin igualdad plena no hay socialdemocracia. Un MIR dispuesto a transar este punto para quedar bien con obispos, pastores o chamanes de ocasión, renunciaría, en los hechos, a su vocación de modernidad.
Lo mismo ocurre con los derechos de las mujeres y el aborto. La socialdemocracia y sus organizaciones de mujeres han insistido en que la igualdad de género implica el pleno ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos, incluyendo el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. En el espacio latinoamericano y caribeño han llamado explícitamente a desarrollar políticas públicas que garanticen estos derechos en condiciones de salud reproductiva adecuada y decisión libre, informada y segura. En Bolivia, sin embargo, el aborto continúa criminalizado, salvo excepciones restringidas (violación, incesto, riesgo para la vida o la salud de la mujer, algunas malformaciones fetales) y, aun en esos casos, el acceso real está plagado de trabas burocráticas, estigma y maltrato institucional. El resultado es conocido, cientos de abortos clandestinos e inseguros y muertes evitables de mujeres, sobre todo pobres y rurales. El MIR del siglo XXI no puede mirar hacia otro lado. Si las mujeres no pueden decidir sobre su cuerpo, si la maternidad no es libre, sino impuesta por el miedo a la sanción penal o por la presión religiosa, entonces la ciudadanía femenina es de segunda clase y la democracia se convierte en escenografía. Un partido que se reclame de izquierda democrática debe comprometerse de manera explícita con la despenalización del aborto dentro de plazos razonables, con el acceso efectivo a servicios de salud sexual y reproductiva, y con una educación sexual integral, laica y científica. No se trata de provocar a nadie, sino de salvar vidas, reducir desigualdades y reconocer un derecho básico a la autonomía moral. Si el nuevo MIR se refugia en ambigüedades, eufemismos o invocaciones genéricas a la “libertad de conciencia” para no incomodar al conservadurismo religioso, estará renunciando a uno de los pilares contemporáneos de la izquierda democrática en América Latina.
Algo similar vale para la diversidad sexual y de género. Se debe respetar y reforzar los derechos fundamentales, mencionando de forma expresa la orientación sexual y el derecho a la igualdad de trato, y combatir toda forma de discriminación basada en ello. En su desarrollo programático, la socialdemocracia ha situado la lucha contra la homofobia y las distintas fobias ligadas a la orientación sexual y a la identidad de género en el corazón de la construcción de una “sociedad de derechos” basada en la inclusión y la igualdad. Un partido socialdemócrata no puede tratar los derechos LGBTIQ+ como un apéndice incómodo del programa, relegado a notas al pie o a mensajes oportunistas para foros internacionales. Si hablamos en serio de dignidad y libertad, hay que defender leyes antidiscriminación efectivas; el reconocimiento igualitario de las familias diversas; el respeto a la identidad de género y la protección frente a los crímenes de odio; así como políticas públicas específicas en salud, educación, trabajo y seguridad para estos colectivos. La derecha hablará de “agenda woke” para ridiculizar esta lucha, pero lo que está en juego es algo mucho más elemental, que nadie sea golpeado, expulsado de su casa, despedido o humillado por amar a quien ama o por ser quien es. Si, al recuperar su sigla, el MIR decide hacerse el distraído con estos temas para no perder votos en sectores conservadores, no estará demostrando astucia táctica, sino renunciando a los principios que decimos abrazar.
Después de veinte años de proscripción, el verdadero riesgo es que el regreso del MIR se convierta en una operación puramente instrumental, utilizar una sigla conocida para negociar alianzas, listas y cuotas, adaptando el discurso según la moda del momento, un día guiñando el ojo a la derecha “promercado”, otro día al populismo conservador, otro al identitarismo autoritario, sin brújula propia. Para eso, francamente, no hace falta reconstruir el MIR; el sistema político boliviano ya está lleno de siglas-taxi, micropartidos y franquicias personalistas que cumplen ese papel. La única razón para invertir energía vital en esta reconstrucción es convertir al MIR en un partido socialdemócrata nítido, progresista, comprometido con la democracia pluralista y el Estado de derecho; con un Estado laico entendido como garantía de libertad e igualdad; con la igualdad sustantiva de las mujeres, incluyendo su derecho al aborto seguro; con la plena ciudadanía de las personas LGBTIQ+; con la defensa del medio ambiente y una transición ecológica justa; con la reducción radical de las desigualdades sociales y territoriales; y con un proyecto de reconciliación nacional que una, en vez de enfrentar, nuestras diversidades regionales, étnicas y culturales. Dicho de otro modo, o el nuevo MIR asume con claridad la tradición socialdemócrata y la reinterpreta creativamente para la Bolivia plurinacional de hoy, o será, en el mejor de los casos, un partido más, indistinguible del resto, condenado a girar alrededor del poder de turno.
La recuperación de la sigla, entonces, es una oportunidad, no una garantía. Si el MIR se presenta ante la sociedad boliviana con un documento fundacional claro, que se reconozca explícitamente heredero de la socialdemocracia internacional y que defienda sin ambigüedades el Estado laico, los derechos sexuales y reproductivos, la igualdad LGBTIQ+, la justicia social y ecológica, estaremos ante algo distinto, un partido capaz de aportar a la renovación de la política boliviana, de contribuir a la construcción de una centroizquierda moderna y de impulsar una agenda de reconciliación basada en la igualdad de derechos. Si, en cambio, el “nuevo” MIR prefiere callar o diluir estos principios para no perder viejas amistades conservadoras o posibles alianzas coyunturales, la conclusión es sencilla, no vale la pena militar allí. Porque sin una columna vertebral ética y programática, será solo un vehículo más para participar del poder, y no una herramienta para transformar el país. La disyuntiva está servida, o un MIR socialdemócrata, laico, feminista, plural y progresista, o un MIR cualquiera. Y si va a ser cualquiera, mejor dejar el nombre en la memoria afectiva, antes que verlo convertido en la caricatura de aquello por lo que una generación entera luchó.


2 de noviembre de 2025

LA REPÚBLICA PLURINACIONAL

En las teorías políticas conviven varias maneras de entender el Estado. Mi mirada lo piensa como un aparato público que organiza el poder para legislar, gobernar e impartir justicia sobre y con la población que habita un determinado territorio.


La tradición republicana añade la forma, el poder se ejerce bajo el imperio de la ley, con división e independencia de poderes y controles recíprocos. Otras lecturas interpelan su contenido real, a quién le sirve y cómo se usa, porque sin límites efectivos el aparato termina capturado por intereses particulares. No son visiones que se excluyan, se complementan y obligan a una definición práctica y exigente.

Mi propuesta es clara y compatible con la diversidad del país, Bolivia es una República (la forma que limita y ordena el poder) cuyo Estado es plurinacional (la composición de su ciudadanía reconocida). No hay contradicción. La República fija reglas, leyes, derechos, separación de poderes, etc.. La plurinacionalidad reconoce que gobernamos sobre distintos pueblos que por razón de origen pueden considerarse naciones. La primera ordena; la segunda incluye. Juntas construyen un nosotros democrático.

Esta diferencia es trascendental. El masismo concibe al Estado como conteniendo a la sociedad, en su visión todas y todos los ciudadanos somos parte del Estado y es el Estado el que se compone en Sociedad Política y Sociedad Civil. Una visión republicana concibe al Estado como una oficina desde la que se gobierna y se regula la convivencia de la sociedad, el Estado es la Sociedad Política, mientras que fuera de él están las instituciones de la Sociedad Civil. Somos ciudadanos que ejercemos nuestra libertad, no somos funcionarios, ni subditos de un Estado.

Ese tipo de Estado debe cumplir sin ambigüedades sus tareas esenciales. Legislar, gobernar e impartir justicia; el Legislativo hace leyes, el Ejecutivo administra y ejecuta, el Judicial resuelve conflictos y protege derechos. Sin esa separación no hay República sino arbitrariedad. Por eso es innegociable una reforma judicial basada en mérito, carrera y transparencia.

El monopolio de la fuerza es exclusivo y único, pero estrictamente sometido a la ley. Fuerzas Armadas y Policía bajo conducción civil y control democrático; protocolos de uso proporcional de la coerción; y un Defensor del Pueblo capaz de proteger a la ciudadanía frente a abusos del propio Estado. Autoridad sí; discrecionalidad, no.

Garantizar derechos, seguridad jurídica y orden público es indelegable. Sin seguridad jurídica no hay inversión, empleo ni futuro; sin seguridad ciudadana no hay libertad. La prevención, la regulación y la sanción deben regirse por reglas claras, previsibles y estables. Primero la ley; nunca el capricho.

También corresponde al Estado coordinar y regular la economía cuentas claras. Recaudar, gastar y rendir cuentas con reglas fiscales; priorizar bienes públicos como la salud, la educación, la infraestructura. Esto exige autonomías vivas y un pacto fiscal efectivo, con competencias definidas y mayor capacidad de recaudación y gestión subnacional, para que la solución esté más cerca de la gente.

El Estado representa el interés general sin confundirse con la sociedad. No es el país en si mismo (como ha pretendido el MAS), ni un gobierno de turno, sirve a la ciudadanía y está sometido a la Constitución. Cuando el aparato estatal se confunde con “el pueblo”, se borran los límites y se abre la puerta a la corrupción y al abuso.

De esta arquitectura se desprende un modelo operativo nítido: un Estado pequeño pero fuerte, descentralizado y eficiente. Pequeño, porque no pretende hacerlo todo ni suplantar a la sociedad; fuerte, porque hace bien lo que le toca y no renuncia a su autoridad; descentralizado, porque decide junto a los territorios; eficiente, porque se organiza por resultados y rinde cuentas.

Nuestra apuesta republicana y plurinacional no es consigna sino un contrato institucional para recomponer confianzas, proteger libertades y encender de nuevo el motor del desarrollo. Se sostiene en reglas estables con separación de poderes y control recíproco; en una justicia que funcione por mérito, carrera, transparencia y acceso real; en una fuerza legítima y limitada, con seguridad que respeta derechos, responde a mando civil y al control democrático; descentralizado, con recursos equitativamente distribuidos, mediante un pacto fiscal y autonomías plenas para los gobiernos locales que deciden y rinden cuentas.

Bolivia necesita ese "Estado-oficina" que ordene, incluya y haga cumplir la ley; una República que sea ese poder y una plurinacionalidad que reconozca a todos y todas. Ese es el camino para pasar del conflicto repetido a la convivencia democrática, y del estancamiento a un progreso compartido. 


23 de octubre de 2025

EL VOTO: pérdidas y ganancias

Aquí no se ganó ni se perdió; se abrió, con crudeza, la página donde el país se miró sin maquillaje. La derrota de Tuto Quiroga no es un tropiezo táctico ni el capricho de una encuesta, exhibe el límite cultural de una élite que confunde el decorado con el cuarto, el trending topic con la memoria social. En Bolivia, parte de la sociedad no soporta mirarse en la herida colonial que se repite, una y otra vez, con el mismo error. Lo escribió ayer Susana Bejarano sin rodeos y yo le creo: el “error” no fue del manual electoral de Durán Barba, fue que se equivocaron de país. Cuando estallaron los tuits racistas del candidato a vicepresidente de LIBRE, se intentó rebajarlos a que eran solo ruido; en realidad tocaban un nervio que nos atraviesa y que es memoria viva. Ahí, en esa sílaba mal dicha, se decidió la campaña.

Horas después del balotaje vimos el envés del tapiz, protestar es un derecho; volver dogma a una sospecha, no. La incredulidad creció en los claustros digitales donde el espejo repite al espejo, “nadie apoya a Rodrigo Paz” –decían–, “todos son de Tuto”, y se lo creían. Cuando el conteo contradijo esa cámara de ecos, apareció la palabra ritual, “¡fraude!”. Pero las redes administran percepciones, no sustituyen el escrutinio.

Los hechos, incómodos como cualquier evidencia, no calzan con el relato conspirativo. Rodrigo Paz venció casi con un 10% por encima de su rival; el resultado es inobjetable. LIBRE pidió auditorías y acceso a actas (gesto saludable en una República) mientras observadores y autoridades electorales respaldaron la validez del proceso. Pedir transparencia no equivale a predicar fraude; convertir dudas de WhatsApp en certezas nacionales sí erosiona la convivencia.

Pero el problema es más hondo. En campaña reapareció, sin disfraz, una intolerancia de clase que llama “natural” a lo que es violencia simbólica, el “mascacocas hediondo”, al “mueran los collas”, al desprecio por el origen popular. No es una anécdota, es un cerco cultural que hace indigesto cualquier mensaje. Cuando prospera la fábula de “minorías ilustradas” llamadas a gobernar sobre una “mayoría ignorante”, se retira el puente y sólo queda un foso infecto. Desde ese lugar no sólo se pierden elecciones, se malogra cualquier proyecto de convivencia democrática.

Los ultras, a derecha e izquierda, deforman la democracia, cambian el voto por el grito, las reglas por el agravio. Dos décadas masistas de erosión institucional nos lo recuerdan, el Estado como herramienta de facción, la política como guerra moral. La novedad de este octubre no es que ambos extremos cayeran, es que ambos quedaron expuestos; el etnonacionalismo autoritario que bloqueó el país cuanto pudo y la derecha extrema para la cual la igualdad política es un tropiezo en el camino de sus ambiciones. Por eso el resultado abre una puerta y genera el desafío de reconstruir un centro popular, entre liberal y socialdemócrata, capaz de dar rumbo sin negar la pluralidad real de nuestro país.

Ese es el punto de partida del nuevo ciclo, reorganizar una izquierda democrática, liberal, nacional y progresista. No es nostalgia de etiquetas; es gramática de la gobernabilidad. Nuestra tradición y nuestra cultura política, cuando supo aliar libertad con igualdad, productividad con protección, mérito con reconocimiento, hizo transitable el camino. Ese lugar histórico tiene hoy algunas tareas inmediatas:

Primera: Defender el voto como sacralidad civil. Auditorías razonables, sí; “fraude sin pruebas”, no. Blindar el resultado hoy es blindar la alternancia mañana. El Estado de derecho se cuida en las buenas y, sobre todo, en las malas.

Segunda: Reconciliar de veras. No habrá hegemonía democrática mientras siga intacto el dispositivo racista que naturaliza jerarquías y convierte al distinto en sospechoso. Reconciliar no es olvidar, es reconocer, reparar y pactar reglas previsibles. En lo concreto, un lenguaje público que dignifique; una escuela que enseñe convivencia; medios que verifiquen y abran micrófonos diversos; justicia que castigue la violencia y la discriminación. Esa pedagogía cívica es también económica, sin ella, ninguna reforma sobrevivirá al próximo estallido.

Tercera. Ayudar a dar estabilidad y gobernabilidad, cuidando lo irremplazable. Ordenar cuentas, normalizar el mercado de hidrocarburos y divisas, y sincerar precios relativos con una secuencia que proteja a la mayoría. El mandato fue claro: cambio con certezas, reformas con amortiguadores, crecimiento con derechos. La democracia no se debe narrar desde la tribuna, debe empujar un pacto de transiciones (fiscal, cambiario, energético, productivo) que preserve servicios esenciales, promueva inversión y empleo, y remiende el tejido social. Gobernabilidad es menos un discurso épico y más cumplimiento, metas, calendarios, evaluación independiente y protección a las y los más vulnerables.

No se trata de cheques en blanco ni de negar diferencias; se trata de leer el signo de la hora, clausurar el péndulo catastrófico que nos lleva del estatismo clientelar al ajuste sin redes de seguridad, y abrir un ciclo ciudadano donde la política vuelva a ser una industria de acuerdos. El nuevo gobierno necesita una contraparte que le ayude con la brújula, democracia con ley, crecimiento con equidad, descentralización con inclusión territorial. Santa Cruz (motor imprescindible) tendrá que renovar élites para liderar sin desprecio; el altiplano y los valles, abandonar el ensimismamiento corporativo y volver a hablar el idioma del bien común.

Volvamos al principio. Esto no se resuelve con genialidades de un consultor, sino con una dirigencia que entienda la densidad cultural de Bolivia y hable en los mercados y con los sindicatos, las cooperativas y las startups, con maestras y transportistas, juntas vecinales y universidades. La ciudadanía no se decreta, se teje. Si las élites derrotadas no reconocen la raíz de su fracaso (racismo solapado, distancia social, desprecio al otro) volverán a tropezar otra vez con la misma piedra. Si el puente entre el liberalismo y la izquierda democrática se reorganiza como casa común de la pluralidad, hará posible lo urgente, la estabilidad con dignidad.

Porque aquí no ganó sólo Rodrigo Paz Pereira; ganó una oportunidad. Y eso es algo que no abunda en este tiempo. Que no la extravíen el resentimiento ni la soberbia. Que la conquiste, de una vez, la República de ciudadanas y ciudadanos, en democracia y libertad.

17 de octubre de 2025

PERIODISMO EN LAS ELECCIONES

para la escucha, el diálogo y la reconciliación


En una segunda vuelta que definirá el rumbo del país el 19 de octubre de 2025, es indispensable rechazar la televisión militante que pretendió manipular las urnas desde el set.

Hemos visto cómo varios canales, convertidos en actores de campaña, confunden noticia con propaganda, amplifican un libreto que empuja el eje programático y ofrecen al televidente una realidad recortada, donde la voz del ciudadano cede ante la pauta, el rating y la conveniencia empresarial. Ese desorden no es pluralismo; es parcialización de facto. Ha servido para acrecentar la división, la desconfianza y hasta los discursos de odio.


El periodismo de verdad tiene una misión simple y exigente, verificar, distinguir información de opinión, abrir la deliberación a voces diversas y poner el interés público por encima del interés de la redacción. Cuando ese estándar se abandona, la libertad del voto se vacía y la democracia se empobrece.

En esta campaña de balotaje, esa parcialización tuvo nombre y pantalla: DTV, GIGAVISIÓN, UNIVISIÓN y RED UNO TV, cruzaron el límite profesional y tomaron partido, de manera inocultable, por Tuto Quiroga, a pesar de ser una candidatura asociada a la derecha radical (como él mismo dice) y señalada por múltiples voces por machismo, racismo y homofobia. Lo hicieron mediante encuadres complacientes, paneles desequilibrados, consignas disfrazadas de noticia, silenciamiento de voces disonantes y una distribución de minutos de pantalla que convirtió la cobertura en propaganda. Eso no es libertad de prensa, es distorsión del derecho de las y los electores a recibir información veraz, plural y contrastada. Y si la prensa se juega el partido con la camiseta puesta, el árbitro desaparece y el público queda a merced de un marcador inventado.

Debemos defender reglas claras que devuelvan la construcción de la opinión pública a la ciudadanía, transparencia plena de la propiedad y de la pauta (pública y privada); etiquetado visible de todo contenido político pagado; encuestas con ficha técnica auditada; acceso equitativo y debates obligatorios; defensoría del televidente en los principales canales; y observación ciudadana continua sobre coberturas y minutos de pantalla. No se trata de censurar a nadie, sino de impedir que el árbitro sea jugador; de recordar que la prensa es un contrapoder, no un comité de campaña. Así se cuida el voto libre y así se honra la dignidad de las mayorías, que en Bolivia tienen rostro de mujeres que trabajan y cuidan, de juventudes que estudian y emprenden, de clase media urbana y popular, de pueblos indígenas y migrantes internos: todas y todos los que sostienen el país sin micrófonos ni privilegios.

La campaña que Bolivia necesita habla el idioma de la gente, empleo digno, salud cercana, escuelas que enseñen, seguridad sin abusos y justicia sin privilegios. Y, sobre todo, una decisión estratégica para romper el péndulo catastrófico que durante décadas nos ha oscilado entre un estatismo que asfixia y una privatización que excluye. Ese vaivén sólo se detiene con acuerdos de larga duración entre sociedad, mercado y Estado; con reglas estables; con un piso ético que ponga freno al cinismo y a la prebenda; y con una apuesta por la economía del conocimiento, la transición ecológica y la igualdad real de oportunidades. Esto no es consigna, es arquitectura de futuro.

Tenemos, además, un marco histórico que sigue siendo nuestra gramática común, lo nacional, lo democrático y lo popular, desde donde se construyen las mayorías electorales viables. Desde 1952, Bolivia se piensa y se reconoce en esa trilogía que articuló ciudadanía, inclusión y desarrollo. Actualizarla hoy implica incorporar sin miedo las energías del siglo XXI, feminismo, pluralidad cultural, compromiso ecológico, innovación tecnológica, para que el proyecto no sea pura nostalgia, sino un motor con un futuro donde podamos escucharnos, entendernos y reconciliarnos todos y todas.

La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna ni una terapia de grupo, es una política de Estado para suturar una fractura histórica. No pide amnesia, exige memoria y justicia, verdad para las víctimas y reparación simbólica con un horizonte común. Supone instalar una institucionalidad permanente para la Reconciliación, con justicia restaurativa, educación para el pluralismo y un Archivo de la Memoria, que convoque a mujeres y hombres, juventudes, pueblos indígenas, trabajadores y emprendedores a un diálogo real, no solo de fotos para la televisión. Desde un centro democrático (alérgico a los dogmas de izquierda y de derecha) debe transformar el conflicto en acuerdos estables, reconstruir la confianza y convertir nuestra diversidad en proyecto compartido. Ese es el camino para que Bolivia deje de tropezar con sus fantasmas y empiece, por fin, a reconocerse en un futuro común.

Por estas razones, yo apoyo a Rodrigo Paz Pereira. No se trata de eslóganes ni de recuerdos acomodados, sino de un liderazgo capaz de ordenar el centro político, reconciliar regiones y culturas, proteger primero a los más vulnerables y encarar con pragmatismo los desafíos inmediatos, a saber, estabilizar la economía, devolver certidumbre a las familias y reconstruir servicios públicos que funcionen sin clientelas ni humillaciones.

2 de octubre de 2025

UN PROYECTO VIABLE

Bolivia no necesita un salto al vacío ni una victoria efímera, sino un proyecto de poder estable que convierta la crisis en oportunidad y reconstruya mayorías duraderas. Ese proyecto articula grandes sectores que, en el agotamiento del régimen masista, juntan a los descontentos que bajan (que votaron y fueron del MAS, pero están cansados de sostener lo insostenible) con los descontentos que suben (excluidos de las decisiones estos últimos veinte años) para abrir un nuevo ciclo. En nuestro idioma político, ese ciclo sigue regido por una gramática nacional, democrática y popular que no ha sido cerrada desde 1952. En clave gramsciana, toca disputar la hegemonía, la dirección moral e intelectual que haga de un programa sentido común, como se ha hecho cada 20/30 años en Bolivia. En clave zavaletiana, se trata de gobernar una sociedad abigarrada sin negar su pluralidad, sino sumándola bajo nuevas reglas. Quien no entienda esa matriz está condenado a gobernar contra la sociedad o a no gobernar.


La coyuntura obliga a sincerar un dato: existe un amplio consenso técnico sobre lo que toca hacer hoy para estabilizar la economía. Cerrar el déficit, normalizar el mercado cambiario, sincerar precios relativos (en especial energía y combustibles), recuperar reservas, elevar la productividad y proteger a la población vulnerable. En los objetivos no hay murallas entre las candidaturas: Rodrigo Paz Pereira y Tuto Quiroga apuntan a metas similares. Lo que los separa, y esto es decisivo, es el cómo y el cuándo. La secuencia importa porque la política boliviana no se maneja en un laboratorio, la gobernabilidad depende de ordenar los costos de la estabilización, de modo que la sociedad los procese sin estallar, mientras se construye una mayoría renovada. Si el método rompe vínculos y enardece la calle, la economía se arregla en papeles, pero se vuelve ingobernable en la vida real.

La propuesta de shock de Tuto Quiroga promete rapidez y limpieza quirúrgica. Pero en una sociedad abigarrada con tejidos frágiles, soltar de golpe el precio de los combustibles y desmantelar subsidios de una sola vez activa un mecanismo conocido, inflación de corto plazo, licuación de salarios y pensiones, encarecimiento de transporte y alimentos, conflictividad sindical y vecinal, y bloqueo de la agenda legislativa. Resultado, un gobierno asediado que pierde autoridad antes de consolidar su arquitectura institucional. Con el shock, el Bloque Social Alternativo de Poder que necesitamos para sostener reformas de largo aliento se vuelve impracticable: los descontentos que bajan se repliegan por miedo al costo político y social y los que suben sienten que el nuevo ciclo repite la exclusión con otro uniforme. Lo que debía ser recambio democrático se transforma en péndulo catastrófico; volvemos, como venimos haciendo hace casi cien años, del estatismo ineficiente a la privatización inequitativa.

El gradualismo de Rodrigo Paz Pereira parte de la misma hoja de ruta macro (orden fiscal, sinceramiento cambiario, corrección de precios), pero la despliega con una ingeniería política y social que hace posible la mayoría y un mínimo de estabilidad. Sincera el costo, sí, pero lo secuencia y lo amortigua, propone la convergencia de precios de combustibles con un calendario público y verificable; habla de compensaciones monetarias temporales a hogares vulnerables; protección transitoria al transporte y al agro, mientras se ajustan las cadenas de los costos; asegura un senda que recorta el gasto fiscal ineficiente, sin tocar la salud, la educación ni la red de bonos que blinda a los más pobres. En paralelo, propone reglas cambiarias claras; metas trimestrales de reservas y déficit con seguimiento independiente; y una agenda de productividad que active inversión, empleo y formalización. La economía no se ordena solo con números, se estabiliza con pactos que alinean expectativas y reparten esfuerzos de manera soportable.

Gobernar Bolivia hoy es, sobre todo, construir puentes. El liderazgo que hace posible un Bloque Social Alternativo que garantice la estabilidad del proceso no es el que gana la primera semana a punta de decretos, sino el que mantiene abierta la mesa de acuerdos con las clases medias urbanas, sindicatos, emprendedores, regiones, juventudes, mujeres, pueblos indígenas y movimientos ambientales. Rodrigo Paz encarna mejor esa lógica de arquitecto de puentes, su propuesta no demoniza a la otra mitad, convoca a la pluralidad bajo un paraguas común (liberalismo democrático e izquierda democrática con pulsiones progresistas y ecologistas) y entiende que la unidad no es la foto de cuatro dirigentes, sino una red viva que se articula con transparencia. Esa forma organizativa prefigura la gobernabilidad que promete, si la unidad se construye abajo, el gobierno respira; si la unidad se decreta desde arriba, el gobierno puede asfixiarse.

El contraste con Tuto Quiroga es nítido cuando miramos la capacidad de acuerdos parlamentarios y sociales. Un ajuste de choque, aplicado por una fuerza sin anclaje en el campo nacional/democrático/popular, activa vetos cruzados y paraliza la deliberación. Los bloques legislativos se endurecen, más aún cuando desde la campaña electoral ha generado rechazos puntuales fruto de las campañas sucias que se le atribuyen; la calle se llena de actores que solo pueden decir “no” y la agenda de reformas se convierte en una cadena de incendios. Aun si el shock produjera un alivio contable rápido, terminaría por erosionar la base social indispensable para sostener una segunda etapa de productividad, inversión y empleo. Sin mayoría social no hay reformas que duren; sin reformas que duren, la estabilización se evapora y asoma la siguiente crisis.

El gradualismo responsable, en cambio, habilita un pacto de transiciones, la transición de precios acompasada con la transición de ingresos; la transición fiscal con la transición normativa; la transición energética con la transición productiva. Ese “mientras tanto” es políticamente costoso, pero socialmente inteligente, pide más a quienes más tienen, cuida a quienes menos margen poseen y compra tiempo para que los cambios estructurales (logística, competencia, digitalización, energía limpia, seguridad jurídica) empiecen a rendir frutos. A la vez, ofrece una narrativa digna para los descontentos que bajan, "orden, legalidad, meritocracia" y para los que suben, "justicia, igualdad, respeto", habilitando su encuentro en un bloque que sostenga la alternancia. Así un programa técnico se vuelve hegemonía democrática.

No se trata de indulgencia ni de dilación, se trata de estrategia. En Bolivia, la autoridad nace de combinar competencias técnicas con capacidad de acuerdo. Creer que la economía se corrige pasando la aplanadora sobre la política ignora la experiencia reciente, que nos enseña que cada corrección abrupta rompe la coalición social que debía sostenerla. La candidatura de Rodrigo Paz Pereira ofrece, por diseño, un camino de estabilización compatible con la construcción de mayorías, metas claras, cronogramas, transparencia de costos y amortiguadores que evitan convertir la estabilización en una fábrica de enemigos. La candidatura de Tuto Quiroga, en cambio, supone que el shock producirá por sí mismo la coalición que no existe; pide a la sociedad que apruebe hoy lo que apenas podrá evaluar mañana, después de pagar un precio muy alto.

Hay otro punto crucial: la Reconciliación Nacional y Social. El shock, en un país marcado por memorias de agravios y desconfianzas, reabre heridas y ensancha distancias entre regiones y sectores, entre clases sociales e identidades culturales. El gradualismo, bien comunicado y bien controlado, permite una reparación simbólica y práctica, reconoce el dolor de los ajustes, explica sus razones, comparte sus beneficios y crea instituciones que devuelven previsibilidad a la vida cotidiana. No hay hegemonía sin reconocimiento, ni reconocimiento sin reglas claras. Por eso el camino que mejor cuida la democracia es también el que mejor cuida la economía.

Si el objetivo es garantizar gobernabilidad, sostenibilidad y capacidad de acuerdos, en la Asamblea Legislativa y en la calle, la elección racional favorece a quien puede construir y mantener el Bloque Social Alternativo de Poder que la coyuntura exige. Ese actor, hoy, es Rodrigo Paz Pereira. No porque eluda decisiones difíciles (están sobre la mesa y hay consenso en ejecutarlas), sino porque entiende que la forma importa tanto como el fondo, la secuencia y los amortiguadores no son concesiones, sino condiciones que hacen la estabilización posible. Tuto Quiroga puede acertar en diagnósticos y metas, pero su método haría inviable la coalición social que debe sostenerlas, al convertir la estabilización en shock, convertiría la esperanza en conflicto y el programa en papel mojado.

Elegir entre estas rutas no es escoger entre ser serios o blandos; es escoger entre ser eficaces o imprudentes. La eficacia, en Bolivia, se llama mayoría hegemónica Y democrática, un bloque amplio, plural y responsable que haga lo necesario sin romper lo irremplazable. Con gradualismo firme, pactos sociales y parlamentarios, y una narrativa que convoque a la diversidad, ese bloque es posible. Con shock, no. Por eso, si queremos una salida que dure más que un titular en los periódicos, la candidatura de Rodrigo Paz Pereira es la mejor apuesta para estabilizar la economía, recomponer la política y abrir, por fin, un ciclo ciudadano de prosperidad con justicia.

29 de septiembre de 2025

RACISMO A LA VISTA

La parte buena de la impronta racista de J.P. Velasco es que el tema haya salido a flote y se visibilice con crudeza en la mesa electoral. El racismo en Bolivia no es un exabrupto ni un mal humor pasajero: es una estructura de dominación que atraviesa la historia nacional y se agazapa en nuestras prácticas cotidianas, instituciones y lenguajes. Viene de lejos y aún produce exclusiones reales entre altiplano y llanura, entre el centro burocrático y las periferias, entre el campo y las ciudades, entre mestizos blancos y mestizos indios; cambia de rostro sin cambiar de esencia.

Que hoy se devele el racismo con nombres y apellidos es la ocasión para dejar de tratarlo como decorado y asumirlo como lo que es, una herida que corta la convivencia, alimenta el resentimiento y convierte al otro en enemigo. La fractura no es un accidente; cuando para crecer en la política se la administra con cálculo, como ha ocurrido estos veinte últimos años, lo que se deshace no es solo la política, sino la nación. La Patria vive bajo el filo de la espada del racismo estructural.


Diagnóstico sin eufemismos

Bolivia es un país de alma múltiple que cojea por tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales y generacionales. A la vieja matriz colonial se suman nuevas trincheras ideológicas, instituciones corroídas por la sospecha y un racismo estructural que persiste. El resultado es una convivencia trizada que exige no solo reformas, sino un acto de voluntad colectiva, es preciso escucharnos, hablar sin gritar, reencontrarnos sin imponernos.

Este deterioro convive con nuestro clásico “péndulo catastrófico”, décadas oscilando entre estatismo y privatización, sin resolver desigualdades ni construir reglas duraderas. El racismo se amarra a ese vaivén, unas élites administran la exclusión, otras prometen redenciones totales. Toca salir del péndulo y del prejuicio a la vez.

Compromiso ineludible

Luchar contra el racismo estructural debe ser un compromiso de Estado y de toda la sociedad. No como consigna vacía, sino como una política de Reconciliación Nacional y Social que cure heridas y reconstruya la confianza. La reconciliación no pide amnesia, exige nombrar verdades y encarar su reparación.

Pasar del discurso a los hechos

Verdad y memoria con horizonte de futuro: Inspirarnos en experiencias de otras sociedades que hicieron de la verdad un punto de partida (no para imponer olvido ni impunidad) y adaptar algo así como una Comisión de Escucha y Reconciliación a nuestra realidad, acompañada de pactos éticos e instituciones garantes de equidad.

Igualdad ciudadana efectiva: Políticas públicas y presupuestos con enfoque antidiscriminación; servicios y justicia sin sesgos; formación intercultural en las escuelas y universidades; reglas que protejan la dignidad sin relativismos.

Diálogo social permanente, no ceremonial: Mecanismos reales de consulta; concertación desde abajo; organizaciones que sean voces ciudadanas y no apéndices partidarios. El diálogo humaniza el conflicto y amplía pertenencias.

El Centro Democrático como método: Salir de los extremos que pontifican y purgan; edificar un centro liberal y progresista a la vez, capaz de tender puentes entre regiones, culturas y memorias.

Santa Cruz y El Alto como vanguardias integradoras: La nueva Bolivia mestiza, urbana y democrática ya se fragua allí; convertir esa energía económica y cultural en liderazgo nacional inclusivo depende de su capacidad para convocar y construir consensos que nos impliquen a todos y a todas.

Política, cultura y carácter

La reconciliación no es un documento para estampar cuatro firmas; es un proceso largo, costoso y paciente que nace desde abajo, casa por casa, aula por aula, barrio por barrio. Requiere liderazgos y militancias que trabajen cada día en el terreno social, no solo en sets televisivos y en las tarimas de actos montados para la política.

No confundamos, pedir reconciliación no es pedir silencio. Es pedir respeto y convivencia para que el país deje de repetirse como tragedia. Bolivia será grande no por eliminar diferencias, sino por aprender a vivir con ellas en una democracia madura.

La ocasión es ahora

Las y los bolivianos hemos construido una democracia muy nuestra, que caló hondo en las clases medias, mestizas y urbanas; hoy toca ampliarla a todo el cuerpo social, curando la vieja herida racial y sus nuevas mutaciones. Es nuestra oportunidad de mostrar que la política sirve para unir y elevar, y no para degradar.

La urgente Reconciliación Nacional y Social no es el fin, es el inicio de un nuevo tiempo y quizá la última oportunidad para convertir esta casa fragmentada en un hogar común.

14 de septiembre de 2025

VOTAR POR RODRIGO PAZ

Aquí y ahora, Bolivia vive un momento bisagra. No se trata de una elección más, sino de encauzar, por fin, el cierre del ciclo nacional/democrático/popular que ordena nuestra historia desde 1952. Ese ciclo no es un eslogan, es la forma concreta en que el país se reconoce y se organiza cuando quiere avanzar con estabilidad, justicia y crecimiento. Cada vez que lo olvidamos, el péndulo catastrófico nos devuelve a la parálisis, estatismos que asfixian libertades o privatizaciones que desatienden a las mayorías. Hoy tenemos la opción de salir de ese vaivén y abrir un tiempo distinto. Esa puerta la abren mejor Rodrigo Paz y el controvertido Capitán Lara.

La Bolivia real, mestiza, urbana, trabajadora, hecha de clases medias que conviven con un movimiento popular vigoroso, no cabe en los extremos. Necesita un gobierno que articule libertades económicas con protección social; que respete la ley y, a la vez, escuche el humus popular donde anidan las demandas de justicia, reconocimiento e igualdad. Rodrigo Paz encarna esa bisagra, es un liderazgo de renovación con tono moderado, capaz de hablarle al emprendedor que requiere crédito y reglas claras, al al productor, al maestro, a la trabajadora por cuenta propia, que reclaman servicios públicos dignos y seguridad frente a la crisis.

Llamar “masista” o “comunista” a esa agenda es una maniobra pobre de la derecha radical para espantar al electorado popular y clausurar el diálogo. No funciona y es peligrosa, fragmenta, empuja al voto popular a replegarse en su viejo refugio y reanima la polarización que nos estanca. El voto popular no es propiedad del MAS; es un campo en disputa que solo se conquista con respeto, soluciones y cumpliendo la palabra empeñada.

Un gobierno encabezado por Tuto Quiroga nacería con una doble dificultad, social y política. Social, porque expresa, con su estilo de “señorito” y un séquito afincado en una derecha de reflejos oligárquicos, una distancia emocional con las mayorías. Esa desconexión no es estética, impide tejer una mayoría parlamentaria y conduce a excluir a los sectores populares y a las clases medias que hoy llevan el país en las espaldas. Política, porque su coalición es estrecha, más cómoda en el ruido de las redes sociales que en la negociación democrática; sobran adjetivos y faltan puentes. Un gobierno así tiende a confundir firmeza con provocación y reforma con revancha, alimentando el ciclo de confrontación que luego cobra factura en calles y urnas.

Sostener un gabinete frente a una economía frágil y con instituciones debilitadas exige un capital de legitimidad que esa propuesta no posee. El resultado previsible, serán previsibles las parálisis, los vetos cruzados, los conflictos que reactivan el péndulo catastrófico y, a la vuelta de la esquina, el riesgo de retorno del viejo orden que parece que podemos superar.

La salida responsable no es quemar etapas ni desmontar a mazazos lo que existe, es ordenar, recuperar el imperio de la ley, independizar la justicia, transparentar el Estado y desarmar el “capitalismo de amigotes” que ha impuesto el MAS durante 20 años, y que bloquea a quien produce y trabaja. A la par, estabilizar la economía con medidas que cuiden el bolsillo sin patear la olla de los más vulnerables, con disciplina fiscal inteligente, reglas para atraer dólares y crédito, con una lucha frontal contra contrabando y narcotráfico, y manteniendo los bonos sociales mientras se limpia y se ordena la casa. Eso es exactamente lo que una mayoría silenciosa espera: cambiar sin saltar al vacío.


Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.

Las clases medias no pueden darse el lujo de mirar por encima del hombro al movimiento popular; y el movimiento popular no puede cerrarse a los cambios que exige la modernidad. Cuando esa alianza se rompe, el país queda en manos de minorías que imponen su agenda a gritos o por prebendas. Cuando se teje y se trabaja la solidaridad social, emergen estabilidad y crecimiento con inclusión. Rodrigo Paz y el capitán Lara encarnan esa doble pertenencia, hablan el idioma del trabajo y la ley, pero también el de la dignidad y la oportunidad para quienes han vivido siempre al margen.

Etiquetarlos con viejos insultos ideológicos no solo es injusto; es miope. Impide ver que su propuesta recoge la tradición nacional/democrática/popular, esa que desde hace setenta años intentamos cerrar, y la actualiza con civismo, ecologismo responsable y ciudadanía con derechos. No hay regresión ni culto al pasado, hay un salto de madurez.

La Bolivia que viene tendrá a Santa Cruz como vanguardia económica y cultural. Pero ese liderazgo solo será legítimo si aprende a escalar la cordillera, su destino está atado a El Alto, Oruro, Potosí, Beni y a toda la diversidad que somos. Un proyecto que confunda liderazgo con soberbia regional o religiosa chocará con el país real. Rodrigo Paz lo entiende, liderar hoy es tender puentes, no levantar fronteras; convocar a todos, no es administrar trincheras.

Transitar en paz no es pedir silencio, es institucionalizar el conflicto. Significa que las diferencias se tramiten en tribunales independientes, en una Asamblea que delibera de verdad, con medios de comuniación libres y una economía con reglas estables para producir, invertir, comerciar y trabajar. Significa, también, educación, educación y más educación, para salir del pantano de la ignorancia y enganchar al país a la economía del conocimiento. Y significa romper la cultura de la cancelación, reconocer lo que sirvió, corregir lo que falló y seguir adelante.

Si el gobierno cae en el desprecio a lo popular, en la arrogancia tecnocrática o en el ajuste sin amortiguadores sociales, el rebote será automático, las mayorías buscarán refugio en quien prometa protección, aunque no cumpla. Allí el MAS, con todas sus deformaciones, encontrará oxígeno para revivir. Votar por Paz es vacunar al país contra ese rebote, es ordenar la economía y el Estado sin romper el pacto social con quienes menos tienen.

No se trata solo de cambiar el gobierno, sino de cambiar de época. Bolivia necesita un gobierno que convoque a una mayoría nacional, democrática y popular; y repito: que ordene el Estado, estabilice la economía y cuide a su gente; que ponga educación y salud por delante; que respete a las regiones y, al mismo tiempo, piense el país como un todo. Ese gobierno es más viable con Rodrigo Paz. La otra opción, una derecha que se mira al espejo mientras sermonea al país, no solo es moralmente cansina; es, sobre todo, ingobernable.

La transición solo será pacífica si la convertimos en reconciliación nacional y social, una decisión del Estado y la ciudadanía que mira los agravios sin amnesia, escucha sin gritar y repara con justicia. No se trata de uniformar al país, sino de aprender a convivir en la diferencia, las clases medias y el movimiento popular tejiendo un mismo horizonte de dignidad, de respeto a la ley y creación de oportunidades. Ese es el sentido del centro democrático-popular, no es tibieza sino renuncia al dogma; no es revancha sino institucionalización del conflicto para que las tensiones no se tramiten en las calles. Reconciliar es, en suma, asegurar que el cambio económico y la limpieza del Estado sostengan el pacto social y no devuelvan a las mayorías al refugio del pasado.

Para que no sea un gesto frágil, la Reconciliación Nacional y Social debe institucionalizarse con un mandato presidencial; el futuro gobierno requiere con prioridad una Comisión Presidencial que escuche a víctimas y confronte a responsables; un Sistema de Justicia Restaurativa que transforme los agravios en reparación; un Programa de Educación para el pluralismo; un Archivo Nacional de la Memoria y símbolos cívicos que recuerden que sin justicia no hay paz. Debemos abrir audiencias públicas, convocar foros interdepartamentales y habilitar un portal ciudadano de seguimiento. Ese camino puede ser encabezado po el gobierno de Rodrigo Paz y del capitán Lara como puente real entre clases medias y movimiento popular, para inaugurar un tiempo en que la historia deje de repetirse como tragedia y empiece, por fin, a escribirse como esperanza.


Por eso vale la pena nuestro voto, para cerrar un ciclo abierto hace setenta años y empezar, por fin, el tiempo ciudadano. Con serenidad, con firmeza, con decencia. Y con la gente adentro, no mirando desde los palcos de la discordia.

19 de julio de 2025

SAMUEL Y MARCELO

ENTRE LA POLÍTICA Y EL DESCONCIERTO


Marcelo Claure es, sin duda, una de las figuras más notorias que ha producido la Bolivia contemporánea. Millonario hecho a sí mismo, global por excelencia, exitoso en múltiples rubros —tecnología, telecomunicaciones, deporte, capital de riesgo— y, además, boliviano. Sí, boliviano, aunque a ratos parezca más un personaje de novela que un ciudadano de carne y hueso comprometido con los asuntos de su país. Su reciente decisión de respaldar públicamente la candidatura de Samuel Doria Medina ha generado sorpresa, entusiasmo en algunos, escepticismo en otros y, como era de esperarse, una saludable dosis de desconfianza.


Y es que el ingreso de Claure a la política nacional ha sido, hasta ahora, un despliegue que mezcla intuición tecnológica con inexperiencia política, algo así como un elefante entrando a una cristalería con la mejor de las intenciones. El gesto de apoyar a Doria Medina no es menor, pero tampoco puede desligarse del contexto que lo rodea. En política, como en la diplomacia o la medicina, las buenas intenciones no bastan. Se requiere más: comprensión, prudencia, humildad, y sobre todo, conocimiento del terreno en que se pisa. Y Bolivia, hay que decirlo con claridad, no es un tablero de Silicon Valley. Es una tierra compleja, profundamente herida, donde las decisiones —y las palabras— tienen peso histórico.

El respaldo de Claure, sin embargo, abre una rendija de luz. Porque lo que aquí importa no es tanto el personaje, sino la posibilidad de que una parte del capital productivo comience a reconciliarse con el destino de su país. Lo verdaderamente prometedor es que dos figuras del empresariado —uno global y del capitalismo disruptivo, otro local, persistente y socialdemócrata— encuentren un espacio común para pensar Bolivia. No desde la ideología cerrada ni desde la revancha, sino desde el respeto mutuo por la eficiencia económica, la justicia social y el imperativo ético de construir un país donde todos y todas quepamos.

La Bolivia que necesitamos no es ni la del caudillismo mesiánico desde el Chapare ni la de los tecnócratas iluminados desde Miami. Es una Bolivia construida sobre la base de la diversidad, la legalidad y la reconciliación. En ese sentido, la confluencia entre Claure y Doria Medina puede representar, si se la sabe leer y encauzar, un punto de inflexión. No por lo que Marcelo dice —porque a veces dice demasiado— sino por lo que podría hacer si decide, de verdad, sumarse al esfuerzo colectivo sin afanes de protagonismo ni discursos grandilocuentes.

Pero hay que advertirlo: si Claure quiere ser parte del cambio que Bolivia necesita, lo primero que tiene que hacer es escuchar. Aprender. Dejarse enseñar por quienes conocen la Bolivia real, la que no aparece en los rankings de innovación ni en las estadísticas de Forbes. No se trata de callar por temor, sino de hablar cuando se sepa qué decir y cómo decirlo. Rodearse no de aduladores ni de asesores con acento neutro, sino de gente con raíces, con memoria, con experiencia de lucha.

La política no es una app ni una start-up. Es el arte difícil de representar intereses diversos, mediar entre tensiones legítimas y construir acuerdos duraderos. En ese terreno, la espontaneidad puede ser virtud, pero también riesgo. Y Claure, si quiere aportar de verdad, debe saber que no bastan los millones ni las conexiones; hace falta proyecto, ética y sentido de historia.

Samuel Doria Medina representa, hoy por hoy, un intento serio por construir una opción democrática, plural y sensata para Bolivia. Su trayectoria empresarial no le impide, sino que le permite —cuando hay voluntad— pensar el país con cabeza fría y corazón caliente. Por eso su propuesta no es meramente “pro-mercado”, sino, ante todo, “pro-personas”, y en ese equilibrio reside su valor. Que Claure lo respalde, entonces, tiene sentido. Pero ese respaldo debe estar a la altura del proyecto: debe sumar, no distraer; debe comprometerse, no improvisar.

Bolivia está cansada de los redentores de turno, de los iluminados sin raíces y de los líderes sin pueblo. Necesita reconstruir una vez más una mayoría social y política que transforme el Estado, que modernice la economía y que respete, sin folklorismos, la dignidad de su gente. En ese camino, toda mano es bienvenida.


14 de julio de 2025

ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN

ELECCIONES 2025
ACLARANDO EL DILEMA


Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.

El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.


Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro

Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.


Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas

Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.


Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación

Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.


Vamos a estrenar el balotaje

Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.

Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.

El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.

Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.

Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.


7 de julio de 2025

SAMUEL DORIA MEDINA

UN PAÍS EN VILO Y UNA VOZ CON FUTURO

EL PRIMER DEBATE PRESIDENCIAL DE BOLIVIA 2025

En medio de una crisis que ha dejado al país exhausto —sin dólares, con inflación creciente, combustible racionado y una justicia en ruinas—, el primer debate presidencial televisado en décadas no solo marcó un hito, sino que delineó con claridad los caminos posibles para salir del colapso. Más que un concurso de oratoria o un desfile de promesas, fue un acto de reencuentro con la deliberación democrática. Y entre los rostros presentes, emergió uno que no solo entendió el momento, sino que supo estar a su altura.


Un liderazgo sereno en un país fatigado

Mientras algunos apostaron por el efectismo técnico o la retórica del orden, hubo una figura que conjugó claridad con mesura, experiencia con apertura. Samuel Doria Medina no solo fue el más preparado; fue el único capaz de conectar la gestión con la reconciliación, el dato con la sensibilidad. Su propuesta de acción en los primeros 100 días de gobierno no fue un acto de marketing, sino la expresión de una voluntad real de gobierno: eficaz, sobria y sin estridencias. En un país harto de gritos y promesas, su tono fue elocuente precisamente por su serenidad.

La diferencia fue notable. Mientras Jorge Quiroga ofrecía un detallado —y distante— plan de ingeniería institucional, Samuel habló desde el terreno, desde la experiencia concreta de quien conoce los límites y posibilidades del Estado boliviano. Y mientras Manfred Reyes Villa agitaba banderas de orden con entusiasmo caudillesco, Samuel delineaba soluciones factibles, sostenibles, sin recurrir al atajo populista ni al espejismo autoritario.

Las ideas claras y los silencios elocuentes

En el bloque económico, Doria Medina evitó los maximalismos. Reconoció la magnitud del colapso, pero no se quedó en la denuncia. Propuso mecanismos concretos para estabilizar los precios, garantizar el abastecimiento de carburantes y reactivar el crédito productivo, todo enmarcado en una ética de gestión austera. Habló de eliminar privilegios y subvenciones improductivas, de empujar la inversión privada con reglas claras, de recuperar la institucionalidad como base de la recuperación. No vendió humo; ofreció gobernabilidad.

Pero tal vez lo más relevante fue su capacidad de asumir los vacíos del debate. No cayó en la comodidad del silencio frente a la crisis judicial o la descomposición del sistema electoral. Y aunque el formato limitó la profundidad de estos temas, Samuel dejó abierta una línea: la del consenso democrático como vía para la reconstrucción del Estado. No se limitó a criticar; sugirió. No se aisló; tendió puentes.

La unidad posible

El intercambio entre Doria Medina y Quiroga fue uno de los momentos más significativos del encuentro. Mientras otros se atrincheraban en relatos cerrados, ambos delinearon coincidencias programáticas en temas clave como el agro, el pacto fiscal y la inversión. Pero fue Samuel quien marcó el horizonte con más lucidez: “No hay solución posible sin un acuerdo amplio”, dijo, resumiendo en una frase el desafío mayor de este tiempo. Porque gobernar ya no será mandar, sino concertar.

En contraste, otros candidatos quedaron atrapados en viejas fórmulas. Eduardo del Castillo defendió sin fisuras un modelo agotado, incapaz de reconocerse en crisis. Johnny Fernández osciló entre el efectismo populista y la improvisación. Y Manfred, aunque eficaz en la forma, no logró articular una visión institucional del país. Solo Samuel asumió el reto de gobernar con otros, sin negar sus diferencias, pero sin usarlas como pretexto para la exclusión.

Un perfil que fusiona razón y compromiso

El país no necesita salvadores ni tecnócratas inalcanzables. Necesita dirigentes que puedan tender puentes entre el Estado colapsado y la sociedad que resiste. Samuel Doria Medina encarna esa posibilidad. Su figura no promete refundar el país en cien días, pero sí empezar a repararlo con responsabilidad, con manos limpias y cabeza fría. Y eso, en una Bolivia desbordada por el desencanto, puede ser el acto más revolucionario.

Una conclusión para el tiempo que viene

Este debate no resolvió la elección, pero reveló con claridad los perfiles en disputa. El tecnócrata sin pueblo, el caudillo sin equipo, el oficialista sin autocrítica, el populista sin norte… y el gestor democrático que habla con sensatez, piensa en el país y propone desde la experiencia. La Bolivia del Bicentenario no necesita más pendulazos ideológicos, necesita equilibrio. No más gritos, sino acuerdos. No más promesas vacías, sino compromiso real.

La esperanza no está en quien más promete, sino en quien más sabe hacer. Y esta vez, esa diferencia no fue retórica: fue visible, audible y, sobre todo, confiable.