Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.
ALTERNATIVAS
14 de septiembre de 2025
VOTAR POR RODRIGO PAZ
Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.
19 de julio de 2025
SAMUEL Y MARCELO
ENTRE LA POLÍTICA Y EL DESCONCIERTO
Y es que el ingreso de Claure a la política nacional ha sido, hasta ahora, un despliegue que mezcla intuición tecnológica con inexperiencia política, algo así como un elefante entrando a una cristalería con la mejor de las intenciones. El gesto de apoyar a Doria Medina no es menor, pero tampoco puede desligarse del contexto que lo rodea. En política, como en la diplomacia o la medicina, las buenas intenciones no bastan. Se requiere más: comprensión, prudencia, humildad, y sobre todo, conocimiento del terreno en que se pisa. Y Bolivia, hay que decirlo con claridad, no es un tablero de Silicon Valley. Es una tierra compleja, profundamente herida, donde las decisiones —y las palabras— tienen peso histórico.
14 de julio de 2025
ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN
ELECCIONES 2025ACLARANDO EL DILEMA
Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.
El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.
Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro
Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.
Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas
Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.
Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación
Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.
Vamos a estrenar el balotaje
Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.
Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.
El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.
Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.
Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.
7 de julio de 2025
SAMUEL DORIA MEDINA
UN PAÍS EN VILO Y UNA VOZ CON FUTURO
EL PRIMER DEBATE PRESIDENCIAL DE BOLIVIA 2025
En
medio de una crisis que ha dejado al país exhausto —sin dólares, con inflación
creciente, combustible racionado y una justicia en ruinas—, el primer debate
presidencial televisado en décadas no solo marcó un hito, sino que delineó con
claridad los caminos posibles para salir del colapso. Más que un concurso de
oratoria o un desfile de promesas, fue un acto de reencuentro con la
deliberación democrática. Y entre los rostros presentes, emergió uno que no
solo entendió el momento, sino que supo estar a su altura.
Un liderazgo sereno en un país fatigado
Mientras
algunos apostaron por el efectismo técnico o la retórica del orden, hubo una
figura que conjugó claridad con mesura, experiencia con apertura. Samuel Doria
Medina no solo fue el más preparado; fue el único capaz de conectar la gestión
con la reconciliación, el dato con la sensibilidad. Su propuesta de acción en
los primeros 100 días de gobierno no fue un acto de marketing, sino la
expresión de una voluntad real de gobierno: eficaz, sobria y sin estridencias.
En un país harto de gritos y promesas, su tono fue elocuente precisamente por
su serenidad.
La
diferencia fue notable. Mientras Jorge Quiroga ofrecía un detallado —y
distante— plan de ingeniería institucional, Samuel habló desde el terreno,
desde la experiencia concreta de quien conoce los límites y posibilidades del
Estado boliviano. Y mientras Manfred Reyes Villa agitaba banderas de orden con
entusiasmo caudillesco, Samuel delineaba soluciones factibles, sostenibles, sin
recurrir al atajo populista ni al espejismo autoritario.
Las ideas claras y los silencios elocuentes
En
el bloque económico, Doria Medina evitó los maximalismos. Reconoció la magnitud
del colapso, pero no se quedó en la denuncia. Propuso mecanismos concretos para
estabilizar los precios, garantizar el abastecimiento de carburantes y
reactivar el crédito productivo, todo enmarcado en una ética de gestión
austera. Habló de eliminar privilegios y subvenciones improductivas, de empujar
la inversión privada con reglas claras, de recuperar la institucionalidad como
base de la recuperación. No vendió humo; ofreció gobernabilidad.
Pero
tal vez lo más relevante fue su capacidad de asumir los vacíos del debate. No
cayó en la comodidad del silencio frente a la crisis judicial o la
descomposición del sistema electoral. Y aunque el formato limitó la profundidad
de estos temas, Samuel dejó abierta una línea: la del consenso democrático como
vía para la reconstrucción del Estado. No se limitó a criticar; sugirió. No se
aisló; tendió puentes.
La unidad posible
El
intercambio entre Doria Medina y Quiroga fue uno de los momentos más
significativos del encuentro. Mientras otros se atrincheraban en relatos
cerrados, ambos delinearon coincidencias programáticas en temas clave como el
agro, el pacto fiscal y la inversión. Pero fue Samuel quien marcó el horizonte
con más lucidez: “No hay solución posible sin un acuerdo amplio”, dijo,
resumiendo en una frase el desafío mayor de este tiempo. Porque gobernar ya no
será mandar, sino concertar.
En
contraste, otros candidatos quedaron atrapados en viejas fórmulas. Eduardo del
Castillo defendió sin fisuras un modelo agotado, incapaz de reconocerse en
crisis. Johnny Fernández osciló entre el efectismo populista y la
improvisación. Y Manfred, aunque eficaz en la forma, no logró articular una
visión institucional del país. Solo Samuel asumió el reto de gobernar con
otros, sin negar sus diferencias, pero sin usarlas como pretexto para la
exclusión.
Un perfil que fusiona razón y compromiso
El
país no necesita salvadores ni tecnócratas inalcanzables. Necesita dirigentes
que puedan tender puentes entre el Estado colapsado y la sociedad que resiste.
Samuel Doria Medina encarna esa posibilidad. Su figura no promete refundar el
país en cien días, pero sí empezar a repararlo con responsabilidad, con manos
limpias y cabeza fría. Y eso, en una Bolivia desbordada por el desencanto,
puede ser el acto más revolucionario.
Una conclusión para el tiempo que viene
Este
debate no resolvió la elección, pero reveló con claridad los perfiles en
disputa. El tecnócrata sin pueblo, el caudillo sin equipo, el oficialista sin
autocrítica, el populista sin norte… y el gestor democrático que habla con
sensatez, piensa en el país y propone desde la experiencia. La Bolivia del
Bicentenario no necesita más pendulazos ideológicos, necesita equilibrio. No
más gritos, sino acuerdos. No más promesas vacías, sino compromiso real.
La
esperanza no está en quien más promete, sino en quien más sabe hacer. Y esta
vez, esa diferencia no fue retórica: fue visible, audible y, sobre todo,
confiable.
4 de junio de 2025
¿ANDRÓNICO?
En el marco del actual proceso de reconfiguración del sistema político, la habilitación de la candidatura de Andrónico Rodríguez podría representar no solo una salida institucional, sino también una válvula de escape necesaria frente a las tensiones acumuladas al interior del Movimiento al Socialismo (MAS) y, por extensión, del sistema político boliviano en su conjunto. Impedir la participación de un liderazgo emergente como el de Andrónico Rodríguez implicaría un grave error estratégico y una amenaza concreta para la estabilidad del país. A este pequeño engendro masista hay que derrotarlo en las urnas, no dejarlo rabioso como a un tigre herido.
Negar esta habilitación, en cambio, podría tener consecuencias catastróficas. Sería leído como una exclusión política deliberada, lo que puede derivar en una ruptura del orden electoral y en un nuevo ciclo de movilización y conflictividad social. No se puede —ni debe— llamar a elecciones generales cuando un cuarto del electorado percibe que su opción política ha sido vetada. Ello no solo afectaría la legitimidad del proceso, sino que pondría en cuestión la gobernabilidad posterior.
La historia boliviana ofrece precedentes que deberían alertarnos. Hace cuatro décadas, los intentos de proscripción de la candidatura de Hugo Banzer, aunque justificada por su condición de ex dictador, no hizo sino fortalecer su capital político y consolidar una narrativa de victimización que eventualmente lo llevó a la presidencia por la vía democrática. Más recientemente, en 2019, el intento de marginar al MAS del proceso electoral tras la renuncia de Morales y la crisis poselectoral, pudo ponernos en una situación de enfrentamientos fratricidas y lejos de debilitar a ese partido, contribuyó a su resurgimiento.
La lección es clara: la democracia no se fortalece excluyendo, sino integrando. La participación amplia y plural en las urnas es la única garantía para una transición ordenada, legítima y sostenible. Negar la candidatura de Andrónico Rodríguez no solo atentaría contra los principios de representación y competencia electoral, sino que reabriría heridas recientes y avivaría el conflicto. A las y los masistas hay que vencerlos en las urnas, situación que no se aplica a Evo Morales porque lo impide la ley y está proscrito por un mandamiento de apremio, por acusaciones de pedofilia de las que no quiso o no pudo defenderse.
Bolivia necesita elecciones con todas sus voces en juego. La exclusión nunca ha sido camino hacia la reconciliación ni la estabilidad. La historia, una vez más, nos ofrece la oportunidad de no repetir errores que ya hemos pagado caro.
25 de mayo de 2025
DEL MITO FUNDACIONAL A LA DECADENCIA
En los procesos políticos de larga duración, no hay mayor tragedia que la de los movimientos que nacen como promesas de redención y terminan convertidos en caricaturas de sí mismos. Bolivia ha sido testigo —y víctima— de ese tránsito en la historia reciente del Movimiento al Socialismo (MAS) y su caudillo, Evo Morales Ayma. Lo que comenzó como una insurgencia democrática de los excluidos terminó degenerando en una forma de poder autorreferencial, impermeable a la crítica y corroído por sus propios excesos.
El MAS encarnó, en sus orígenes, un proyecto nacional-popular con base campesina e indígena, que interpelaba con justicia el racismo estructural y la exclusión histórica a esa parte de la población en Bolivia. Representaba la posibilidad de una refundación simbólica del Estado boliviano. Pero como ocurre con frecuencia en América Latina, el poder, una vez conquistado, deja de ser instrumento de transformación para convertirse en fin en sí mismo. Y en ese punto, el relato emancipador se transmuta en dominación ideológica.
Evo Morales, figura tutelar del proceso, encarnó inicialmente el liderazgo carismático de un campesino sindicalista que desafiaba las élites tradicionales. Sin embargo, su prolongación en el poder reveló no tanto su fortaleza, sino su inseguridad histórica: la necesidad de eternizarse en el cargo para evitar el juicio de la alternancia. La reelección indefinida, impuesta contra la voluntad expresada en el referéndum del 21F, no fue solo un acto de transgresión constitucional; fue la confesión tácita de que el ciclo histórico se había agotado.
Desde entonces, el MAS adoptó formas cada vez más autoritarias. Las instituciones fueron cooptadas con eficacia quirúrgica. El Tribunal Constitucional se convirtió en un apéndice del Ejecutivo. El Órgano Judicial perdió su autonomía, y el Parlamento fue convertido en caja de resonancia del oficialismo. Se instaló un clima de sospecha sistemática contra toda disidencia, y la polarización política fue transformada en método de gobierno. El otro ya no era adversario legítimo, sino enemigo moral, traidor y vendepatria.
En el plano económico, la narrativa de soberanía nacional fue utilizada para justificar una gestión basada en la renta extractiva, dependiente de los precios internacionales del gas y los minerales. La bonanza no se tradujo en diversificación productiva ni en industrialización estratégica. Por el contrario, el modelo se volvió adicto al gasto público, al subsidio y al clientelismo. Las reservas internacionales se diluyeron sin explicación transparente, y la deuda pública creció sin correlato en capacidad de respuesta estructural. Lo que parecía un milagro económico se reveló como un espejismo contable.
A este deterioro se sumó una corrupción que ya no se disimulaba, sino que se administraba. El Estado fue convertido en botín de guerra. Las empresas públicas, en feudos de funcionarios protegidos por lealtades partidarias. Las organizaciones sociales, otrora bastiones de reivindicación popular, fueron absorbidas como correas de transmisión del aparato político, perdiendo su autonomía y su credibilidad.
Pero quizá el daño más profundo del ciclo masista no se mide en dólares ni en decretos. Se mide en confianza rota. En una ciudadanía que volvió a descreer de la política. En jóvenes desencantados que no encuentran un horizonte. En pueblos indígenas instrumentalizados para justificar decisiones tomadas en palacios, no en asambleas. En la imposibilidad del diálogo sincero porque el lenguaje fue colonizado por la propaganda.
Lo más paradójico —y doloroso— es que el MAS pudo haber sido un momento constituyente de nuestra historia democrática. Pudo articular un proyecto intercultural moderno. Pudo haber democratizado el Estado sin degradarlo. Pero eligió otro camino: el del populismo personalista que todo lo sacrifica al altar del líder.
Hoy, el MAS ya no es proyecto ni esperanza. Es sistema. Un sistema fatigado, defensivo, reactivo. Su retórica ya no interpela: repite. Su estructura ya no moviliza: administra. Su moral ya no inspira: justifica. Y su líder, lejos de convocar a un nuevo tiempo, se aferra a un pasado que se deshace.
Y sin embargo, lo que hoy vivimos no es sólo el final de un ciclo político, sino también el estancamiento de un ciclo estatal más profundo, el mismo que se inició con la Revolución Nacional de 1952, cuyas pulsiones nacionales, democráticas y populares aún no han encontrado una realización plena ni un cauce institucional duradero. El MAS, como antes el MNR y luego el MIR, pretendió apropiarse de ese ciclo, pero terminó repitiendo sus deformaciones: el centralismo autoritario, el patrimonialismo del Estado, la instrumentalización de lo popular.
A diferencia de otros procesos históricos, el cierre de este ciclo estatal no llegará por decreto, sino cuando logremos consolidar un Estado democrático legítimo, equitativo y eficaz, que sea aceptado como tal por la mayoría de la sociedad boliviana, más allá de sus diferencias étnicas, culturales o regionales. Ese es el desafío de esta nueva generación: completar el ciclo nacional/democrático/popular, enriqueciéndolo hoy con las pulsiones ineludibles del feminismo, el ecologismo y la defensa de los derechos colectivos e individuales.
¿Qué queda por hacer, entonces? No el odio ni la revancha. Tampoco la nostalgia por una pureza ideológica que nunca existió. Lo que queda es el trabajo paciente de reconstrucción: de las instituciones, de la palabra pública, de la convivencia. Y también de la memoria, para no olvidar que las utopías traicionadas suelen dejar heridas más hondas que las derrotas.
Evo Morales y el MAS dejarán su lugar en la historia boliviana. Pero dependerá de nosotros que no lo hagan como una advertencia perpetua, sino como una lección asumida. Que nunca más la inclusión sea pretexto para la exclusión. Que nunca más la democracia se use para vaciar de sentido a la democracia. Que nunca más el nombre del pueblo se use para secuestrar al Estado.
Y que esta vez, la historia —por fin— no termine en un puro simulacro.
24 de mayo de 2025
EL CORAJE DE UN ENCUENTRO
SOBRE LA CONFERENCIA BOLIVIA360
En Bolivia, como en gran parte de América Latina, arrastramos una historia política marcada por el caudillismo, el personalismo y la confrontación improductiva. Los regímenes presidencialistas, desde Norteamérica hasta la Patagonia en Argentina, han sido, desde sus orígenes, más proclives a la soledad del poder que al ejercicio colectivo del gobierno. En nuestro país, los liderazgos tienden a formarse en burbujas ideológicas o mediáticas, desconectadas de sus pares y alejadas del sano contraste de ideas que fortalece las democracias modernas.
15 de abril de 2025
RECONCILIACIÓN
Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.
Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.
La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.
A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que se impone desde arriba completa el cuadro.
El descontento regional no es un capricho, nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.
Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.
Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.
El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad, la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.
Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar la dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.
Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites, debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a las y los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.
Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es solamente técnico ni ideológico, es también moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.
Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.
Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.
Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas; necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero esos son precisamente los momentos donde se define el destino de un país.
La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar un mejor futuro.
Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.
Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble, el de servir.
Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.
Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.
Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan, pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.
En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos; liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto, capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.
La reconciliación, si quiere ser verdadera, debe dejar de ser un gesto frágil de ocasión y convertirse en institución. Por eso propongo una Autoridad Nacional para la Reconciliación (ANR), que no sea un simple despacho administrativo, sino un lugar donde la palabra herida y el dolor acumulado encuentren cauce en reglas, símbolos y compromisos compartidos. Esta autoridad, de nivel presidencial y con respaldo internacional, estará llamada a custodiar un pacto que no se repita cada cinco años con la mudanza de gobiernos, sino que se instale en la memoria viva de la nación, como un guardián de la convivencia y un recordatorio de que sin justicia no hay paz, y sin paz no hay futuro.
En torno a ella se articularán los instrumentos de un nuevo ciclo: una Comisión de la Verdad, donde la voz de los olvidados se haga pública; un Sistema de Justicia Restaurativa que sepa transformar el agravio en reparación; un Programa de Educación que enseñe a niños y jóvenes que ser distintos no es una amenaza, sino una riqueza; un Archivo Nacional de la Memoria que proteja los relatos del país de la desmemoria selectiva; y una Institución de Estado para la Memoria y el Pluralismo, destinada a resistir el paso del tiempo y las tentaciones al olvido. Todo esto acompañado de sitios de memoria y jornadas de encuentros ciudadanos, porque la reconciliación no habita únicamente en los papeles, sino en los espíritus y en los gestos que se reconocen como parte de una misma comunidad.
Las acciones inmediatas —instalar la ANR, convocar audiencias de la Comisión de la Verdad, abrir las escuelas y los medios al lenguaje del pluralismo, inaugurar ceremonias y símbolos de reconocimiento, establecer foros interdepartamentales y un portal ciudadano de seguimiento— son el inicio de una arquitectura más grande: la de un país que se atreve a mirarse en el espejo de su historia, no para enorgullecerse o culparse, sino para aprender a convivir en paz. La reconciliación es, en última instancia, un modo de nombrar esa tarea interminable de reconocernos en el otro, aun cuando los otro vengan cargados de una memoria diferente y con mjchas heridas.
La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.
14 de abril de 2025
LA UNIDAD POLÍTICA EN BOLIVIA
EL RETO DE UNA NACIÓN QUE QUIERE VIVIR
7 de abril de 2025
IZQUIERDAS Y DERECHAS
EN EL COMPLEJO ENTORNO DE LA POLÍTICA BOLIVIANA
6 de abril de 2025
LA UNIDAD COMO IMPERATIVO DEMOCRÁTICO
1 de abril de 2025
UNIDAD, DEMOCRACIA Y DESARROLLO
Por un nuevo momento político
historia y cierre de un largo ciclo
26 de marzo de 2025
Bolivia:
el potencial desperdiciado
y la esperanza de un nuevo rumbo
Bolivia nunca fue un país próspero, pero sí tuvo momentos clave en los que pudo haber dado un salto definitivo hacia el desarrollo. Esos momentos son ventanas históricas en las que, con las decisiones correctas, se podrían haber superado los ciclos interminables de bonanza y crisis que caracterizan la economía boliviana.
La Revolución Nacional de 1952, por ejemplo, marcó un antes y un después al sentar las bases institucionales del Estado boliviano moderno. Esta corriente de la época produjo reformas profundas destinadas a romper con las estructuras coloniales, generando una identidad nacional sólida y redistribuyendo tierras y poder hacia las mayorías populares. Sin embargo, pese a estos logros, no logró transformar definitivamente la economía del país.
Otro punto clave en la historia boliviana ocurrió en 1982, cuando se consolidó finalmente la democracia, poniendo fin a décadas de dictaduras militares. La democracia no solo significó la apertura política, sino también generó las condiciones para una distribución más justa e igualitaria de la riqueza. Desde entonces, el país logró cierto equilibrio político y estabilidad económica que permitieron un desarrollo productivo importante, basado principalmente en recursos estratégicos como la minería, el gas y la agricultura. Bolivia, por primera vez en mucho tiempo, parecía tener la institucionalidad y las condiciones necesarias para encarar el futuro con optimismo.
Bajo el MAS, la economía boliviana pasó del auge a la caída en pocos años. El crecimiento se sostuvo artificialmente en un modelo de gasto público creciente, subsidios insostenibles y una burocracia estatal cada vez más grande y corrupta. La deuda pública alcanzó niveles alarmantes, agotando la capacidad del Estado de enfrentar una crisis económica como la que actualmente vive el país. Hoy, Bolivia se encuentra al borde del colapso financiero, con graves problemas en sus reservas internacionales, escasez de divisas y dificultades para garantizar servicios básicos y seguridad alimentaria a su población. Esta situación no puede interpretarse sino como responsabilidad directa del MAS y su gestión económica.
En el contexto actual, el gobierno de Luis Arce, también del MAS, no parece tener ni la voluntad ni la capacidad para cambiar el rumbo. Proyectos alternativos, como el de CAMBIO25 (http://bit.ly/CAMBIO25), surgidos desde la sociedad civil boliviana, subrayan con claridad que la solución a la crisis no será económica o técnica, sino fundamentalmente política. Es indispensable romper el ciclo del "péndulo catastrófico" entre privatizaciones y nacionalizaciones, construyendo una alianza productiva sólida entre Estado, mercado y sociedad civil, promoviendo la diversificación económica y fortaleciendo una educación orientada hacia el conocimiento y la innovación tecnológica.
En definitiva, Bolivia tiene la urgente tarea de reconstruir su institucionalidad democrática, reactivar su economía y apostar por un desarrollo sostenible, inclusivo y justo. La solución pasa inevitablemente por un cambio político profundo, que permita renovar el liderazgo nacional y articular un nuevo Bloque Social de Poder capaz de integrar a largo plazo las sensibilidades ideológicas y culturales, dejando atrás las polarizaciones del pasado.
Necesitamos un país capaz de rescatar los aciertos históricos y corregir los errores cometidos, impulsando una democracia sólida, pluralista y equitativa. Ese desafío político no puede esperar más tiempo. El futuro económico de Bolivia, y la calidad de vida de sus ciudadanos, dependen urgentemente de ello.
La política, lejos de ser una tarea reservada para unos pocos, constituye el único espacio público e incluyente donde todos podemos encontrarnos para pensar y trabajar juntos por el bien común; es allí donde nuestras diversas voces, preocupaciones y sueños adquieren fuerza colectiva. Por ello, asumir la responsabilidad personal de participar activamente, de involucrarnos —o "mojarnos", como se dice coloquialmente— es fundamental, porque no basta con observar desde la distancia cómo otros deciden el futuro; es necesario que cada ciudadano y ciudadana se comprometa y aporte, desde sus ideas y acciones, al fortalecimiento y a la construcción de una sociedad próspera, justa y solidaria.