ALTERNATIVAS

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19 de julio de 2025

SAMUEL Y MARCELO

ENTRE LA POLÍTICA Y EL DESCONCIERTO


Marcelo Claure es, sin duda, una de las figuras más notorias que ha producido la Bolivia contemporánea. Millonario hecho a sí mismo, global por excelencia, exitoso en múltiples rubros —tecnología, telecomunicaciones, deporte, capital de riesgo— y, además, boliviano. Sí, boliviano, aunque a ratos parezca más un personaje de novela que un ciudadano de carne y hueso comprometido con los asuntos de su país. Su reciente decisión de respaldar públicamente la candidatura de Samuel Doria Medina ha generado sorpresa, entusiasmo en algunos, escepticismo en otros y, como era de esperarse, una saludable dosis de desconfianza.


Y es que el ingreso de Claure a la política nacional ha sido, hasta ahora, un despliegue que mezcla intuición tecnológica con inexperiencia política, algo así como un elefante entrando a una cristalería con la mejor de las intenciones. El gesto de apoyar a Doria Medina no es menor, pero tampoco puede desligarse del contexto que lo rodea. En política, como en la diplomacia o la medicina, las buenas intenciones no bastan. Se requiere más: comprensión, prudencia, humildad, y sobre todo, conocimiento del terreno en que se pisa. Y Bolivia, hay que decirlo con claridad, no es un tablero de Silicon Valley. Es una tierra compleja, profundamente herida, donde las decisiones —y las palabras— tienen peso histórico.

El respaldo de Claure, sin embargo, abre una rendija de luz. Porque lo que aquí importa no es tanto el personaje, sino la posibilidad de que una parte del capital productivo comience a reconciliarse con el destino de su país. Lo verdaderamente prometedor es que dos figuras del empresariado —uno global y del capitalismo disruptivo, otro local, persistente y socialdemócrata— encuentren un espacio común para pensar Bolivia. No desde la ideología cerrada ni desde la revancha, sino desde el respeto mutuo por la eficiencia económica, la justicia social y el imperativo ético de construir un país donde todos y todas quepamos.

La Bolivia que necesitamos no es ni la del caudillismo mesiánico desde el Chapare ni la de los tecnócratas iluminados desde Miami. Es una Bolivia construida sobre la base de la diversidad, la legalidad y la reconciliación. En ese sentido, la confluencia entre Claure y Doria Medina puede representar, si se la sabe leer y encauzar, un punto de inflexión. No por lo que Marcelo dice —porque a veces dice demasiado— sino por lo que podría hacer si decide, de verdad, sumarse al esfuerzo colectivo sin afanes de protagonismo ni discursos grandilocuentes.

Pero hay que advertirlo: si Claure quiere ser parte del cambio que Bolivia necesita, lo primero que tiene que hacer es escuchar. Aprender. Dejarse enseñar por quienes conocen la Bolivia real, la que no aparece en los rankings de innovación ni en las estadísticas de Forbes. No se trata de callar por temor, sino de hablar cuando se sepa qué decir y cómo decirlo. Rodearse no de aduladores ni de asesores con acento neutro, sino de gente con raíces, con memoria, con experiencia de lucha.

La política no es una app ni una start-up. Es el arte difícil de representar intereses diversos, mediar entre tensiones legítimas y construir acuerdos duraderos. En ese terreno, la espontaneidad puede ser virtud, pero también riesgo. Y Claure, si quiere aportar de verdad, debe saber que no bastan los millones ni las conexiones; hace falta proyecto, ética y sentido de historia.

Samuel Doria Medina representa, hoy por hoy, un intento serio por construir una opción democrática, plural y sensata para Bolivia. Su trayectoria empresarial no le impide, sino que le permite —cuando hay voluntad— pensar el país con cabeza fría y corazón caliente. Por eso su propuesta no es meramente “pro-mercado”, sino, ante todo, “pro-personas”, y en ese equilibrio reside su valor. Que Claure lo respalde, entonces, tiene sentido. Pero ese respaldo debe estar a la altura del proyecto: debe sumar, no distraer; debe comprometerse, no improvisar.

Bolivia está cansada de los redentores de turno, de los iluminados sin raíces y de los líderes sin pueblo. Necesita reconstruir una vez más una mayoría social y política que transforme el Estado, que modernice la economía y que respete, sin folklorismos, la dignidad de su gente. En ese camino, toda mano es bienvenida.


14 de julio de 2025

ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN

ELECCIONES 2025
ACLARANDO EL DILEMA


Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.

El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.


Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro

Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.


Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas

Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.


Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación

Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.


Vamos a estrenar el balotaje

Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.

Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.

El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.

Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.

Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.


15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho: nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad: la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta previa, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites: debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es técnico ni ideológico: es moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron lo que tantos olvidan: que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas: necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero ese es precisamente el momento donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble: servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan: pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos: liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto: capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.


30 de marzo de 2021

NO ME GASTEN LA PALABRA

La propuesta de Comunidad Ciudadana pareciera coherente y equilibrada, es justa además, porque propone un tratamiento igualitario a todas y todos los actores del culebrón político que venimos viviendo, si no sufriendo, los últimos años; lo propone sin presos, sin perseguidos, en libertad. Además, quiere reformar el sistema de justicia en Bolivia, tarea de gigantes que algún día habrá que empezar. ¡Apoyo la propuesta!

Pero con el MAS es una iniciativa inviable. Al MAS ni la pacificación, ni la justicia, ni la convivencia le interesan. El MAS está en otra, aunque por más que pregunto y discuto, no llegó a saber por qué, y menos pergeño el destino de sus obsesiones y mentiras. Me han convencido a medias las ideas de que trata de curar discrepancias internas antes de que se conviertan en escisiones, o de que los más duros de los duros, intentan una guerra final, que convierta las victorias electorales siempre efímeras en las democracias, en una victoria militar definitiva, como diría Linera, o a lo Choquehuanca, que imponiendo la voluntad de sus mayorías (recalco lo de sus mayorías) quiere ir más allá de la democracia (sic).

No van a poder, ni lo uno ni lo otro. Lo uno, porque la oligarquización de los grupos dirigentes del MAS no van a permitir el paso de la renovación que piden las bases; Morales Ayma y sus secuaces son un tapón al futuro del MAS y no se van a ir así de fácil, y esto está y va a ser bien utilizado por los liderazgos emergentes que han encontrado en ellos a los culpables del desgaste actual, que se va a ahondar con la crisis económica y el descontrol de la pandemia. Lo otro, porque la conciencia democrática, el larvario gusanillo del gobierno de las instituciones y el imperio de las leyes, ha cuajado hondo en la cultura popular de las clases medias mestizas y urbanas, que somos la mayoría y hemos aprendido a cómo reaccionar ante semejantes amenazas.

Aprovecho para meter publicidad: este es el gran aporte de mi generación a la cultura política y al bienestar del país. Yo soy de la Generación que construyó la democracia boliviana, y no les digo con quienes, para no despertar la antipatía de nadie; pero se pueden imaginar en quienes estoy pensando. Fin de la publicidad.


Ahora bien, al tema: La RECONCILIACIÓN es algo más complicado que un acuerdo sobre tres propuestas y que se vaya a firmar entre cuatro políticos, por muchos votos que tengan y por muy representativos que sean; a eso lo podemos llamar pacificación, eso será un acuerdo, un pacto, que sería lo ideal y lo razonable en este momento, pero no se va a dar, y lo digo y lo repito, porque el MAS está en otra.

La RECONCILIACIÓN –no me gasten la palabra– será un proceso largo, costoso, difícil y tiene que nacer desde abajo; tiene que venir desde dentro de los movimientos políticos y sociales, actualmente en pugna, tiene que ser de a poco, casa por casa; tiene que comprometer a muchos dirigentes, a muchos más militantes, a activistas de toda laya y de todos los colores. Eso toma tiempo y mucho trabajo.

No se me enojen los amigos de CC, pero esto no es apoltronados en un sillón al estilo del que ya ustedes saben más que nadie, que también, aunque no solo por ello, se quedaron –maldita sea– sin la Presidencia del Estado, sino como en la campaña municipal pasada y ganadora (y esto no es publicidad), la el Negro Arias: todos los días y en todos los rincones, 24/7, en las calles, las plazuelas, casa por casa, en las aulas de los colegios y en las universidades, en los centros de trabajo, en las oficinas; día tras día, mes a mes, sin prisa pero sin pausa, que esto nos va a tomar años.

¡Alguien tiene que empezar!