ALTERNATIVAS

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14 de septiembre de 2025

VOTAR POR RODRIGO PAZ

Aquí y ahora, Bolivia vive un momento bisagra. No se trata de una elección más, sino de encauzar, por fin, el cierre del ciclo nacional/democrático/popular que ordena nuestra historia desde 1952. Ese ciclo no es un eslogan, es la forma concreta en que el país se reconoce y se organiza cuando quiere avanzar con estabilidad, justicia y crecimiento. Cada vez que lo olvidamos, el péndulo catastrófico nos devuelve a la parálisis, estatismos que asfixian libertades o privatizaciones que desatienden a las mayorías. Hoy tenemos la opción de salir de ese vaivén y abrir un tiempo distinto. Esa puerta la abren mejor Rodrigo Paz y el controvertido Capitán Lara.

La Bolivia real, mestiza, urbana, trabajadora, hecha de clases medias que conviven con un movimiento popular vigoroso, no cabe en los extremos. Necesita un gobierno que articule libertades económicas con protección social; que respete la ley y, a la vez, escuche el humus popular donde anidan las demandas de justicia, reconocimiento e igualdad. Rodrigo Paz encarna esa bisagra, es un liderazgo de renovación con tono moderado, capaz de hablarle al emprendedor que requiere crédito y reglas claras, al al productor, al maestro, a la trabajadora por cuenta propia, que reclaman servicios públicos dignos y seguridad frente a la crisis.

Llamar “masista” o “comunista” a esa agenda es una maniobra pobre de la derecha radical para espantar al electorado popular y clausurar el diálogo. No funciona y es peligrosa, fragmenta, empuja al voto popular a replegarse en su viejo refugio y reanima la polarización que nos estanca. El voto popular no es propiedad del MAS; es un campo en disputa que solo se conquista con respeto, soluciones y cumpliendo la palabra empeñada.

Un gobierno encabezado por Tuto Quiroga nacería con una doble dificultad, social y política. Social, porque expresa, con su estilo de “señorito” y un séquito afincado en una derecha de reflejos oligárquicos, una distancia emocional con las mayorías. Esa desconexión no es estética, impide tejer una mayoría parlamentaria y conduce a excluir a los sectores populares y a las clases medias que hoy llevan el país en las espaldas. Política, porque su coalición es estrecha, más cómoda en el ruido de las redes sociales que en la negociación democrática; sobran adjetivos y faltan puentes. Un gobierno así tiende a confundir firmeza con provocación y reforma con revancha, alimentando el ciclo de confrontación que luego cobra factura en calles y urnas.

Sostener un gabinete frente a una economía frágil y con instituciones debilitadas exige un capital de legitimidad que esa propuesta no posee. El resultado previsible, serán previsibles las parálisis, los vetos cruzados, los conflictos que reactivan el péndulo catastrófico y, a la vuelta de la esquina, el riesgo de retorno del viejo orden que parece que podemos superar.

La salida responsable no es quemar etapas ni desmontar a mazazos lo que existe, es ordenar, recuperar el imperio de la ley, independizar la justicia, transparentar el Estado y desarmar el “capitalismo de amigotes” que ha impuesto el MAS durante 20 años, y que bloquea a quien produce y trabaja. A la par, estabilizar la economía con medidas que cuiden el bolsillo sin patear la olla de los más vulnerables, con disciplina fiscal inteligente, reglas para atraer dólares y crédito, con una lucha frontal contra contrabando y narcotráfico, y manteniendo los bonos sociales mientras se limpia y se ordena la casa. Eso es exactamente lo que una mayoría silenciosa espera: cambiar sin saltar al vacío.


Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.

Las clases medias no pueden darse el lujo de mirar por encima del hombro al movimiento popular; y el movimiento popular no puede cerrarse a los cambios que exige la modernidad. Cuando esa alianza se rompe, el país queda en manos de minorías que imponen su agenda a gritos o por prebendas. Cuando se teje y se trabaja la solidaridad social, emergen estabilidad y crecimiento con inclusión. Rodrigo Paz y el capitán Lara encarnan esa doble pertenencia, hablan el idioma del trabajo y la ley, pero también el de la dignidad y la oportunidad para quienes han vivido siempre al margen.

Etiquetarlos con viejos insultos ideológicos no solo es injusto; es miope. Impide ver que su propuesta recoge la tradición nacional/democrática/popular, esa que desde hace setenta años intentamos cerrar, y la actualiza con civismo, ecologismo responsable y ciudadanía con derechos. No hay regresión ni culto al pasado, hay un salto de madurez.

La Bolivia que viene tendrá a Santa Cruz como vanguardia económica y cultural. Pero ese liderazgo solo será legítimo si aprende a escalar la cordillera, su destino está atado a El Alto, Oruro, Potosí, Beni y a toda la diversidad que somos. Un proyecto que confunda liderazgo con soberbia regional o religiosa chocará con el país real. Rodrigo Paz lo entiende, liderar hoy es tender puentes, no levantar fronteras; convocar a todos, no es administrar trincheras.

Transitar en paz no es pedir silencio, es institucionalizar el conflicto. Significa que las diferencias se tramiten en tribunales independientes, en una Asamblea que delibera de verdad, con medios de comuniación libres y una economía con reglas estables para producir, invertir, comerciar y trabajar. Significa, también, educación, educación y más educación, para salir del pantano de la ignorancia y enganchar al país a la economía del conocimiento. Y significa romper la cultura de la cancelación, reconocer lo que sirvió, corregir lo que falló y seguir adelante.

Si el gobierno cae en el desprecio a lo popular, en la arrogancia tecnocrática o en el ajuste sin amortiguadores sociales, el rebote será automático, las mayorías buscarán refugio en quien prometa protección, aunque no cumpla. Allí el MAS, con todas sus deformaciones, encontrará oxígeno para revivir. Votar por Paz es vacunar al país contra ese rebote, es ordenar la economía y el Estado sin romper el pacto social con quienes menos tienen.

No se trata solo de cambiar el gobierno, sino de cambiar de época. Bolivia necesita un gobierno que convoque a una mayoría nacional, democrática y popular; y repito: que ordene el Estado, estabilice la economía y cuide a su gente; que ponga educación y salud por delante; que respete a las regiones y, al mismo tiempo, piense el país como un todo. Ese gobierno es más viable con Rodrigo Paz. La otra opción, una derecha que se mira al espejo mientras sermonea al país, no solo es moralmente cansina; es, sobre todo, ingobernable.

La transición solo será pacífica si la convertimos en reconciliación nacional y social, una decisión del Estado y la ciudadanía que mira los agravios sin amnesia, escucha sin gritar y repara con justicia. No se trata de uniformar al país, sino de aprender a convivir en la diferencia, las clases medias y el movimiento popular tejiendo un mismo horizonte de dignidad, de respeto a la ley y creación de oportunidades. Ese es el sentido del centro democrático-popular, no es tibieza sino renuncia al dogma; no es revancha sino institucionalización del conflicto para que las tensiones no se tramiten en las calles. Reconciliar es, en suma, asegurar que el cambio económico y la limpieza del Estado sostengan el pacto social y no devuelvan a las mayorías al refugio del pasado.

Para que no sea un gesto frágil, la Reconciliación Nacional y Social debe institucionalizarse con un mandato presidencial; el futuro gobierno requiere con prioridad una Comisión Presidencial que escuche a víctimas y confronte a responsables; un Sistema de Justicia Restaurativa que transforme los agravios en reparación; un Programa de Educación para el pluralismo; un Archivo Nacional de la Memoria y símbolos cívicos que recuerden que sin justicia no hay paz. Debemos abrir audiencias públicas, convocar foros interdepartamentales y habilitar un portal ciudadano de seguimiento. Ese camino puede ser encabezado po el gobierno de Rodrigo Paz y del capitán Lara como puente real entre clases medias y movimiento popular, para inaugurar un tiempo en que la historia deje de repetirse como tragedia y empiece, por fin, a escribirse como esperanza.


Por eso vale la pena nuestro voto, para cerrar un ciclo abierto hace setenta años y empezar, por fin, el tiempo ciudadano. Con serenidad, con firmeza, con decencia. Y con la gente adentro, no mirando desde los palcos de la discordia.

19 de julio de 2025

SAMUEL Y MARCELO

ENTRE LA POLÍTICA Y EL DESCONCIERTO


Marcelo Claure es, sin duda, una de las figuras más notorias que ha producido la Bolivia contemporánea. Millonario hecho a sí mismo, global por excelencia, exitoso en múltiples rubros —tecnología, telecomunicaciones, deporte, capital de riesgo— y, además, boliviano. Sí, boliviano, aunque a ratos parezca más un personaje de novela que un ciudadano de carne y hueso comprometido con los asuntos de su país. Su reciente decisión de respaldar públicamente la candidatura de Samuel Doria Medina ha generado sorpresa, entusiasmo en algunos, escepticismo en otros y, como era de esperarse, una saludable dosis de desconfianza.


Y es que el ingreso de Claure a la política nacional ha sido, hasta ahora, un despliegue que mezcla intuición tecnológica con inexperiencia política, algo así como un elefante entrando a una cristalería con la mejor de las intenciones. El gesto de apoyar a Doria Medina no es menor, pero tampoco puede desligarse del contexto que lo rodea. En política, como en la diplomacia o la medicina, las buenas intenciones no bastan. Se requiere más: comprensión, prudencia, humildad, y sobre todo, conocimiento del terreno en que se pisa. Y Bolivia, hay que decirlo con claridad, no es un tablero de Silicon Valley. Es una tierra compleja, profundamente herida, donde las decisiones —y las palabras— tienen peso histórico.

El respaldo de Claure, sin embargo, abre una rendija de luz. Porque lo que aquí importa no es tanto el personaje, sino la posibilidad de que una parte del capital productivo comience a reconciliarse con el destino de su país. Lo verdaderamente prometedor es que dos figuras del empresariado —uno global y del capitalismo disruptivo, otro local, persistente y socialdemócrata— encuentren un espacio común para pensar Bolivia. No desde la ideología cerrada ni desde la revancha, sino desde el respeto mutuo por la eficiencia económica, la justicia social y el imperativo ético de construir un país donde todos y todas quepamos.

La Bolivia que necesitamos no es ni la del caudillismo mesiánico desde el Chapare ni la de los tecnócratas iluminados desde Miami. Es una Bolivia construida sobre la base de la diversidad, la legalidad y la reconciliación. En ese sentido, la confluencia entre Claure y Doria Medina puede representar, si se la sabe leer y encauzar, un punto de inflexión. No por lo que Marcelo dice —porque a veces dice demasiado— sino por lo que podría hacer si decide, de verdad, sumarse al esfuerzo colectivo sin afanes de protagonismo ni discursos grandilocuentes.

Pero hay que advertirlo: si Claure quiere ser parte del cambio que Bolivia necesita, lo primero que tiene que hacer es escuchar. Aprender. Dejarse enseñar por quienes conocen la Bolivia real, la que no aparece en los rankings de innovación ni en las estadísticas de Forbes. No se trata de callar por temor, sino de hablar cuando se sepa qué decir y cómo decirlo. Rodearse no de aduladores ni de asesores con acento neutro, sino de gente con raíces, con memoria, con experiencia de lucha.

La política no es una app ni una start-up. Es el arte difícil de representar intereses diversos, mediar entre tensiones legítimas y construir acuerdos duraderos. En ese terreno, la espontaneidad puede ser virtud, pero también riesgo. Y Claure, si quiere aportar de verdad, debe saber que no bastan los millones ni las conexiones; hace falta proyecto, ética y sentido de historia.

Samuel Doria Medina representa, hoy por hoy, un intento serio por construir una opción democrática, plural y sensata para Bolivia. Su trayectoria empresarial no le impide, sino que le permite —cuando hay voluntad— pensar el país con cabeza fría y corazón caliente. Por eso su propuesta no es meramente “pro-mercado”, sino, ante todo, “pro-personas”, y en ese equilibrio reside su valor. Que Claure lo respalde, entonces, tiene sentido. Pero ese respaldo debe estar a la altura del proyecto: debe sumar, no distraer; debe comprometerse, no improvisar.

Bolivia está cansada de los redentores de turno, de los iluminados sin raíces y de los líderes sin pueblo. Necesita reconstruir una vez más una mayoría social y política que transforme el Estado, que modernice la economía y que respete, sin folklorismos, la dignidad de su gente. En ese camino, toda mano es bienvenida.


14 de julio de 2025

ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN

ELECCIONES 2025
ACLARANDO EL DILEMA


Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.

El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.


Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro

Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.


Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas

Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.


Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación

Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.


Vamos a estrenar el balotaje

Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.

Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.

El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.

Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.

Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.


15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que  se impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho, nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad, la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar la dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites, debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a las y los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es solamente técnico ni ideológico, es también moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas; necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero esos son precisamente los momentos donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar un mejor futuro.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble, el de servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan, pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos; liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto, capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación, si quiere ser verdadera, debe dejar de ser un gesto frágil de ocasión y convertirse en institución. Por eso propongo una Autoridad Nacional para la Reconciliación (ANR), que no sea  un simple despacho administrativo, sino un lugar donde la palabra herida y el dolor acumulado encuentren cauce en reglas, símbolos y compromisos compartidos. Esta autoridad, de nivel presidencial y con respaldo internacional, estará llamada a custodiar un pacto que no se repita cada cinco años con la mudanza de gobiernos, sino que se instale en la memoria viva de la nación, como un guardián de la convivencia y un recordatorio de que sin justicia no hay paz, y sin paz no hay futuro.

En torno a ella se articularán los instrumentos de un nuevo ciclo: una Comisión de la Verdad, donde la voz de los olvidados se haga pública; un Sistema de Justicia Restaurativa que sepa transformar el agravio en reparación; un Programa de Educación que enseñe a niños y jóvenes que ser distintos no es una amenaza, sino una riqueza; un Archivo Nacional de la Memoria que proteja los relatos del país de la desmemoria selectiva; y una Institución de Estado para la Memoria y el Pluralismo, destinada a resistir el paso del tiempo y las tentaciones al olvido. Todo esto acompañado de sitios de memoria y jornadas de encuentros ciudadanos, porque la reconciliación no habita únicamente en los papeles, sino en los espíritus y en los gestos que se reconocen como parte de una misma comunidad.

Las acciones inmediatas —instalar la ANR, convocar audiencias de la Comisión de la Verdad, abrir las escuelas y los medios al lenguaje del pluralismo, inaugurar ceremonias y símbolos de reconocimiento, establecer foros interdepartamentales y un portal ciudadano de seguimiento— son el inicio de una arquitectura más grande: la de un país que se atreve a mirarse en el espejo de su historia, no para enorgullecerse o culparse, sino para aprender a convivir en paz. La reconciliación es, en última instancia, un modo de nombrar esa tarea interminable de reconocernos en el otro, aun cuando los otro vengan cargados de una memoria diferente y con mjchas heridas.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.


30 de marzo de 2021

NO ME GASTEN LA PALABRA

La propuesta de Comunidad Ciudadana pareciera coherente y equilibrada, es justa además, porque propone un tratamiento igualitario a todas y todos los actores del culebrón político que venimos viviendo, si no sufriendo, los últimos años; lo propone sin presos, sin perseguidos, en libertad. Además, quiere reformar el sistema de justicia en Bolivia, tarea de gigantes que algún día habrá que empezar. ¡Apoyo la propuesta!

Pero con el MAS es una iniciativa inviable. Al MAS ni la pacificación, ni la justicia, ni la convivencia le interesan. El MAS está en otra, aunque por más que pregunto y discuto, no llegó a saber por qué, y menos pergeño el destino de sus obsesiones y mentiras. Me han convencido a medias las ideas de que trata de curar discrepancias internas antes de que se conviertan en escisiones, o de que los más duros de los duros, intentan una guerra final, que convierta las victorias electorales siempre efímeras en las democracias, en una victoria militar definitiva, como diría Linera, o a lo Choquehuanca, que imponiendo la voluntad de sus mayorías (recalco lo de sus mayorías) quiere ir más allá de la democracia (sic).

No van a poder, ni lo uno ni lo otro. Lo uno, porque la oligarquización de los grupos dirigentes del MAS no van a permitir el paso de la renovación que piden las bases; Morales Ayma y sus secuaces son un tapón al futuro del MAS y no se van a ir así de fácil, y esto está y va a ser bien utilizado por los liderazgos emergentes que han encontrado en ellos a los culpables del desgaste actual, que se va a ahondar con la crisis económica y el descontrol de la pandemia. Lo otro, porque la conciencia democrática, el larvario gusanillo del gobierno de las instituciones y el imperio de las leyes, ha cuajado hondo en la cultura popular de las clases medias mestizas y urbanas, que somos la mayoría y hemos aprendido a cómo reaccionar ante semejantes amenazas.

Aprovecho para meter publicidad: este es el gran aporte de mi generación a la cultura política y al bienestar del país. Yo soy de la Generación que construyó la democracia boliviana, y no les digo con quienes, para no despertar la antipatía de nadie; pero se pueden imaginar en quienes estoy pensando. Fin de la publicidad.


Ahora bien, al tema: La RECONCILIACIÓN es algo más complicado que un acuerdo sobre tres propuestas y que se vaya a firmar entre cuatro políticos, por muchos votos que tengan y por muy representativos que sean; a eso lo podemos llamar pacificación, eso será un acuerdo, un pacto, que sería lo ideal y lo razonable en este momento, pero no se va a dar, y lo digo y lo repito, porque el MAS está en otra.

La RECONCILIACIÓN –no me gasten la palabra– será un proceso largo, costoso, difícil y tiene que nacer desde abajo; tiene que venir desde dentro de los movimientos políticos y sociales, actualmente en pugna, tiene que ser de a poco, casa por casa; tiene que comprometer a muchos dirigentes, a muchos más militantes, a activistas de toda laya y de todos los colores. Eso toma tiempo y mucho trabajo.

No se me enojen los amigos de CC, pero esto no es apoltronados en un sillón al estilo del que ya ustedes saben más que nadie, que también, aunque no solo por ello, se quedaron –maldita sea– sin la Presidencia del Estado, sino como en la campaña municipal pasada y ganadora (y esto no es publicidad), la el Negro Arias: todos los días y en todos los rincones, 24/7, en las calles, las plazuelas, casa por casa, en las aulas de los colegios y en las universidades, en los centros de trabajo, en las oficinas; día tras día, mes a mes, sin prisa pero sin pausa, que esto nos va a tomar años.

¡Alguien tiene que empezar!