ALTERNATIVAS

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2 de noviembre de 2025

LA REPÚBLICA PLURINACIONAL

En las teorías políticas conviven varias maneras de entender el Estado. Mi mirada lo piensa como un aparato público que organiza el poder para legislar, gobernar e impartir justicia sobre y con la población que habita un determinado territorio.


La tradición republicana añade la forma, el poder se ejerce bajo el imperio de la ley, con división e independencia de poderes y controles recíprocos. Otras lecturas interpelan su contenido real, a quién le sirve y cómo se usa, porque sin límites efectivos el aparato termina capturado por intereses particulares. No son visiones que se excluyan, se complementan y obligan a una definición práctica y exigente.

Mi propuesta es clara y compatible con la diversidad del país, Bolivia es una República (la forma que limita y ordena el poder) cuyo Estado es plurinacional (la composición de su ciudadanía reconocida). No hay contradicción. La República fija reglas, leyes, derechos, separación de poderes, etc.. La plurinacionalidad reconoce que gobernamos sobre distintos pueblos que por razón de origen pueden considerarse naciones. La primera ordena; la segunda incluye. Juntas construyen un nosotros democrático.

Esta diferencia es trascendental. El masismo concibe al Estado como conteniendo a la sociedad, en su visión todas y todos los ciudadanos somos parte del Estado y es el Estado el que se compone en Sociedad Política y Sociedad Civil. Una visión republicana concibe al Estado como una oficina desde la que se gobierna y se regula la convivencia de la sociedad, el Estado es la Sociedad Política, mientras que fuera de él están las instituciones de la Sociedad Civil. Somos ciudadanos que ejercemos nuestra libertad, no somos funcionarios, ni subditos de un Estado.

Ese tipo de Estado debe cumplir sin ambigüedades sus tareas esenciales. Legislar, gobernar e impartir justicia; el Legislativo hace leyes, el Ejecutivo administra y ejecuta, el Judicial resuelve conflictos y protege derechos. Sin esa separación no hay República sino arbitrariedad. Por eso es innegociable una reforma judicial basada en mérito, carrera y transparencia.

El monopolio de la fuerza es exclusivo y único, pero estrictamente sometido a la ley. Fuerzas Armadas y Policía bajo conducción civil y control democrático; protocolos de uso proporcional de la coerción; y un Defensor del Pueblo capaz de proteger a la ciudadanía frente a abusos del propio Estado. Autoridad sí; discrecionalidad, no.

Garantizar derechos, seguridad jurídica y orden público es indelegable. Sin seguridad jurídica no hay inversión, empleo ni futuro; sin seguridad ciudadana no hay libertad. La prevención, la regulación y la sanción deben regirse por reglas claras, previsibles y estables. Primero la ley; nunca el capricho.

También corresponde al Estado coordinar y regular la economía cuentas claras. Recaudar, gastar y rendir cuentas con reglas fiscales; priorizar bienes públicos como la salud, la educación, la infraestructura. Esto exige autonomías vivas y un pacto fiscal efectivo, con competencias definidas y mayor capacidad de recaudación y gestión subnacional, para que la solución esté más cerca de la gente.

El Estado representa el interés general sin confundirse con la sociedad. No es el país en si mismo (como ha pretendido el MAS), ni un gobierno de turno, sirve a la ciudadanía y está sometido a la Constitución. Cuando el aparato estatal se confunde con “el pueblo”, se borran los límites y se abre la puerta a la corrupción y al abuso.

De esta arquitectura se desprende un modelo operativo nítido: un Estado pequeño pero fuerte, descentralizado y eficiente. Pequeño, porque no pretende hacerlo todo ni suplantar a la sociedad; fuerte, porque hace bien lo que le toca y no renuncia a su autoridad; descentralizado, porque decide junto a los territorios; eficiente, porque se organiza por resultados y rinde cuentas.

Nuestra apuesta republicana y plurinacional no es consigna sino un contrato institucional para recomponer confianzas, proteger libertades y encender de nuevo el motor del desarrollo. Se sostiene en reglas estables con separación de poderes y control recíproco; en una justicia que funcione por mérito, carrera, transparencia y acceso real; en una fuerza legítima y limitada, con seguridad que respeta derechos, responde a mando civil y al control democrático; descentralizado, con recursos equitativamente distribuidos, mediante un pacto fiscal y autonomías plenas para los gobiernos locales que deciden y rinden cuentas.

Bolivia necesita ese "Estado-oficina" que ordene, incluya y haga cumplir la ley; una República que sea ese poder y una plurinacionalidad que reconozca a todos y todas. Ese es el camino para pasar del conflicto repetido a la convivencia democrática, y del estancamiento a un progreso compartido. 


23 de octubre de 2025

EL VOTO: pérdidas y ganancias

Aquí no se ganó ni se perdió; se abrió, con crudeza, la página donde el país se miró sin maquillaje. La derrota de Tuto Quiroga no es un tropiezo táctico ni el capricho de una encuesta, exhibe el límite cultural de una élite que confunde el decorado con el cuarto, el trending topic con la memoria social. En Bolivia, parte de la sociedad no soporta mirarse en la herida colonial que se repite, una y otra vez, con el mismo error. Lo escribió ayer Susana Bejarano sin rodeos y yo le creo: el “error” no fue del manual electoral de Durán Barba, fue que se equivocaron de país. Cuando estallaron los tuits racistas del candidato a vicepresidente de LIBRE, se intentó rebajarlos a que eran solo ruido; en realidad tocaban un nervio que nos atraviesa y que es memoria viva. Ahí, en esa sílaba mal dicha, se decidió la campaña.

Horas después del balotaje vimos el envés del tapiz, protestar es un derecho; volver dogma a una sospecha, no. La incredulidad creció en los claustros digitales donde el espejo repite al espejo, “nadie apoya a Rodrigo Paz” –decían–, “todos son de Tuto”, y se lo creían. Cuando el conteo contradijo esa cámara de ecos, apareció la palabra ritual, “¡fraude!”. Pero las redes administran percepciones, no sustituyen el escrutinio.

Los hechos, incómodos como cualquier evidencia, no calzan con el relato conspirativo. Rodrigo Paz venció casi con un 10% por encima de su rival; el resultado es inobjetable. LIBRE pidió auditorías y acceso a actas (gesto saludable en una República) mientras observadores y autoridades electorales respaldaron la validez del proceso. Pedir transparencia no equivale a predicar fraude; convertir dudas de WhatsApp en certezas nacionales sí erosiona la convivencia.

Pero el problema es más hondo. En campaña reapareció, sin disfraz, una intolerancia de clase que llama “natural” a lo que es violencia simbólica, el “mascacocas hediondo”, al “mueran los collas”, al desprecio por el origen popular. No es una anécdota, es un cerco cultural que hace indigesto cualquier mensaje. Cuando prospera la fábula de “minorías ilustradas” llamadas a gobernar sobre una “mayoría ignorante”, se retira el puente y sólo queda un foso infecto. Desde ese lugar no sólo se pierden elecciones, se malogra cualquier proyecto de convivencia democrática.

Los ultras, a derecha e izquierda, deforman la democracia, cambian el voto por el grito, las reglas por el agravio. Dos décadas masistas de erosión institucional nos lo recuerdan, el Estado como herramienta de facción, la política como guerra moral. La novedad de este octubre no es que ambos extremos cayeran, es que ambos quedaron expuestos; el etnonacionalismo autoritario que bloqueó el país cuanto pudo y la derecha extrema para la cual la igualdad política es un tropiezo en el camino de sus ambiciones. Por eso el resultado abre una puerta y genera el desafío de reconstruir un centro popular, entre liberal y socialdemócrata, capaz de dar rumbo sin negar la pluralidad real de nuestro país.

Ese es el punto de partida del nuevo ciclo, reorganizar una izquierda democrática, liberal, nacional y progresista. No es nostalgia de etiquetas; es gramática de la gobernabilidad. Nuestra tradición y nuestra cultura política, cuando supo aliar libertad con igualdad, productividad con protección, mérito con reconocimiento, hizo transitable el camino. Ese lugar histórico tiene hoy algunas tareas inmediatas:

Primera: Defender el voto como sacralidad civil. Auditorías razonables, sí; “fraude sin pruebas”, no. Blindar el resultado hoy es blindar la alternancia mañana. El Estado de derecho se cuida en las buenas y, sobre todo, en las malas.

Segunda: Reconciliar de veras. No habrá hegemonía democrática mientras siga intacto el dispositivo racista que naturaliza jerarquías y convierte al distinto en sospechoso. Reconciliar no es olvidar, es reconocer, reparar y pactar reglas previsibles. En lo concreto, un lenguaje público que dignifique; una escuela que enseñe convivencia; medios que verifiquen y abran micrófonos diversos; justicia que castigue la violencia y la discriminación. Esa pedagogía cívica es también económica, sin ella, ninguna reforma sobrevivirá al próximo estallido.

Tercera. Ayudar a dar estabilidad y gobernabilidad, cuidando lo irremplazable. Ordenar cuentas, normalizar el mercado de hidrocarburos y divisas, y sincerar precios relativos con una secuencia que proteja a la mayoría. El mandato fue claro: cambio con certezas, reformas con amortiguadores, crecimiento con derechos. La democracia no se debe narrar desde la tribuna, debe empujar un pacto de transiciones (fiscal, cambiario, energético, productivo) que preserve servicios esenciales, promueva inversión y empleo, y remiende el tejido social. Gobernabilidad es menos un discurso épico y más cumplimiento, metas, calendarios, evaluación independiente y protección a las y los más vulnerables.

No se trata de cheques en blanco ni de negar diferencias; se trata de leer el signo de la hora, clausurar el péndulo catastrófico que nos lleva del estatismo clientelar al ajuste sin redes de seguridad, y abrir un ciclo ciudadano donde la política vuelva a ser una industria de acuerdos. El nuevo gobierno necesita una contraparte que le ayude con la brújula, democracia con ley, crecimiento con equidad, descentralización con inclusión territorial. Santa Cruz (motor imprescindible) tendrá que renovar élites para liderar sin desprecio; el altiplano y los valles, abandonar el ensimismamiento corporativo y volver a hablar el idioma del bien común.

Volvamos al principio. Esto no se resuelve con genialidades de un consultor, sino con una dirigencia que entienda la densidad cultural de Bolivia y hable en los mercados y con los sindicatos, las cooperativas y las startups, con maestras y transportistas, juntas vecinales y universidades. La ciudadanía no se decreta, se teje. Si las élites derrotadas no reconocen la raíz de su fracaso (racismo solapado, distancia social, desprecio al otro) volverán a tropezar otra vez con la misma piedra. Si el puente entre el liberalismo y la izquierda democrática se reorganiza como casa común de la pluralidad, hará posible lo urgente, la estabilidad con dignidad.

Porque aquí no ganó sólo Rodrigo Paz Pereira; ganó una oportunidad. Y eso es algo que no abunda en este tiempo. Que no la extravíen el resentimiento ni la soberbia. Que la conquiste, de una vez, la República de ciudadanas y ciudadanos, en democracia y libertad.

29 de septiembre de 2025

RACISMO A LA VISTA

La parte buena de la impronta racista de J.P. Velasco es que el tema haya salido a flote y se visibilice con crudeza en la mesa electoral. El racismo en Bolivia no es un exabrupto ni un mal humor pasajero: es una estructura de dominación que atraviesa la historia nacional y se agazapa en nuestras prácticas cotidianas, instituciones y lenguajes. Viene de lejos y aún produce exclusiones reales entre altiplano y llanura, entre el centro burocrático y las periferias, entre el campo y las ciudades, entre mestizos blancos y mestizos indios; cambia de rostro sin cambiar de esencia.

Que hoy se devele el racismo con nombres y apellidos es la ocasión para dejar de tratarlo como decorado y asumirlo como lo que es, una herida que corta la convivencia, alimenta el resentimiento y convierte al otro en enemigo. La fractura no es un accidente; cuando para crecer en la política se la administra con cálculo, como ha ocurrido estos veinte últimos años, lo que se deshace no es solo la política, sino la nación. La Patria vive bajo el filo de la espada del racismo estructural.


Diagnóstico sin eufemismos

Bolivia es un país de alma múltiple que cojea por tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales y generacionales. A la vieja matriz colonial se suman nuevas trincheras ideológicas, instituciones corroídas por la sospecha y un racismo estructural que persiste. El resultado es una convivencia trizada que exige no solo reformas, sino un acto de voluntad colectiva, es preciso escucharnos, hablar sin gritar, reencontrarnos sin imponernos.

Este deterioro convive con nuestro clásico “péndulo catastrófico”, décadas oscilando entre estatismo y privatización, sin resolver desigualdades ni construir reglas duraderas. El racismo se amarra a ese vaivén, unas élites administran la exclusión, otras prometen redenciones totales. Toca salir del péndulo y del prejuicio a la vez.

Compromiso ineludible

Luchar contra el racismo estructural debe ser un compromiso de Estado y de toda la sociedad. No como consigna vacía, sino como una política de Reconciliación Nacional y Social que cure heridas y reconstruya la confianza. La reconciliación no pide amnesia, exige nombrar verdades y encarar su reparación.

Pasar del discurso a los hechos

Verdad y memoria con horizonte de futuro: Inspirarnos en experiencias de otras sociedades que hicieron de la verdad un punto de partida (no para imponer olvido ni impunidad) y adaptar algo así como una Comisión de Escucha y Reconciliación a nuestra realidad, acompañada de pactos éticos e instituciones garantes de equidad.

Igualdad ciudadana efectiva: Políticas públicas y presupuestos con enfoque antidiscriminación; servicios y justicia sin sesgos; formación intercultural en las escuelas y universidades; reglas que protejan la dignidad sin relativismos.

Diálogo social permanente, no ceremonial: Mecanismos reales de consulta; concertación desde abajo; organizaciones que sean voces ciudadanas y no apéndices partidarios. El diálogo humaniza el conflicto y amplía pertenencias.

El Centro Democrático como método: Salir de los extremos que pontifican y purgan; edificar un centro liberal y progresista a la vez, capaz de tender puentes entre regiones, culturas y memorias.

Santa Cruz y El Alto como vanguardias integradoras: La nueva Bolivia mestiza, urbana y democrática ya se fragua allí; convertir esa energía económica y cultural en liderazgo nacional inclusivo depende de su capacidad para convocar y construir consensos que nos impliquen a todos y a todas.

Política, cultura y carácter

La reconciliación no es un documento para estampar cuatro firmas; es un proceso largo, costoso y paciente que nace desde abajo, casa por casa, aula por aula, barrio por barrio. Requiere liderazgos y militancias que trabajen cada día en el terreno social, no solo en sets televisivos y en las tarimas de actos montados para la política.

No confundamos, pedir reconciliación no es pedir silencio. Es pedir respeto y convivencia para que el país deje de repetirse como tragedia. Bolivia será grande no por eliminar diferencias, sino por aprender a vivir con ellas en una democracia madura.

La ocasión es ahora

Las y los bolivianos hemos construido una democracia muy nuestra, que caló hondo en las clases medias, mestizas y urbanas; hoy toca ampliarla a todo el cuerpo social, curando la vieja herida racial y sus nuevas mutaciones. Es nuestra oportunidad de mostrar que la política sirve para unir y elevar, y no para degradar.

La urgente Reconciliación Nacional y Social no es el fin, es el inicio de un nuevo tiempo y quizá la última oportunidad para convertir esta casa fragmentada en un hogar común.

14 de septiembre de 2025

VOTAR POR RODRIGO PAZ

Aquí y ahora, Bolivia vive un momento bisagra. No se trata de una elección más, sino de encauzar, por fin, el cierre del ciclo nacional/democrático/popular que ordena nuestra historia desde 1952. Ese ciclo no es un eslogan, es la forma concreta en que el país se reconoce y se organiza cuando quiere avanzar con estabilidad, justicia y crecimiento. Cada vez que lo olvidamos, el péndulo catastrófico nos devuelve a la parálisis, estatismos que asfixian libertades o privatizaciones que desatienden a las mayorías. Hoy tenemos la opción de salir de ese vaivén y abrir un tiempo distinto. Esa puerta la abren mejor Rodrigo Paz y el controvertido Capitán Lara.

La Bolivia real, mestiza, urbana, trabajadora, hecha de clases medias que conviven con un movimiento popular vigoroso, no cabe en los extremos. Necesita un gobierno que articule libertades económicas con protección social; que respete la ley y, a la vez, escuche el humus popular donde anidan las demandas de justicia, reconocimiento e igualdad. Rodrigo Paz encarna esa bisagra, es un liderazgo de renovación con tono moderado, capaz de hablarle al emprendedor que requiere crédito y reglas claras, al al productor, al maestro, a la trabajadora por cuenta propia, que reclaman servicios públicos dignos y seguridad frente a la crisis.

Llamar “masista” o “comunista” a esa agenda es una maniobra pobre de la derecha radical para espantar al electorado popular y clausurar el diálogo. No funciona y es peligrosa, fragmenta, empuja al voto popular a replegarse en su viejo refugio y reanima la polarización que nos estanca. El voto popular no es propiedad del MAS; es un campo en disputa que solo se conquista con respeto, soluciones y cumpliendo la palabra empeñada.

Un gobierno encabezado por Tuto Quiroga nacería con una doble dificultad, social y política. Social, porque expresa, con su estilo de “señorito” y un séquito afincado en una derecha de reflejos oligárquicos, una distancia emocional con las mayorías. Esa desconexión no es estética, impide tejer una mayoría parlamentaria y conduce a excluir a los sectores populares y a las clases medias que hoy llevan el país en las espaldas. Política, porque su coalición es estrecha, más cómoda en el ruido de las redes sociales que en la negociación democrática; sobran adjetivos y faltan puentes. Un gobierno así tiende a confundir firmeza con provocación y reforma con revancha, alimentando el ciclo de confrontación que luego cobra factura en calles y urnas.

Sostener un gabinete frente a una economía frágil y con instituciones debilitadas exige un capital de legitimidad que esa propuesta no posee. El resultado previsible, serán previsibles las parálisis, los vetos cruzados, los conflictos que reactivan el péndulo catastrófico y, a la vuelta de la esquina, el riesgo de retorno del viejo orden que parece que podemos superar.

La salida responsable no es quemar etapas ni desmontar a mazazos lo que existe, es ordenar, recuperar el imperio de la ley, independizar la justicia, transparentar el Estado y desarmar el “capitalismo de amigotes” que ha impuesto el MAS durante 20 años, y que bloquea a quien produce y trabaja. A la par, estabilizar la economía con medidas que cuiden el bolsillo sin patear la olla de los más vulnerables, con disciplina fiscal inteligente, reglas para atraer dólares y crédito, con una lucha frontal contra contrabando y narcotráfico, y manteniendo los bonos sociales mientras se limpia y se ordena la casa. Eso es exactamente lo que una mayoría silenciosa espera: cambiar sin saltar al vacío.


Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.

Las clases medias no pueden darse el lujo de mirar por encima del hombro al movimiento popular; y el movimiento popular no puede cerrarse a los cambios que exige la modernidad. Cuando esa alianza se rompe, el país queda en manos de minorías que imponen su agenda a gritos o por prebendas. Cuando se teje y se trabaja la solidaridad social, emergen estabilidad y crecimiento con inclusión. Rodrigo Paz y el capitán Lara encarnan esa doble pertenencia, hablan el idioma del trabajo y la ley, pero también el de la dignidad y la oportunidad para quienes han vivido siempre al margen.

Etiquetarlos con viejos insultos ideológicos no solo es injusto; es miope. Impide ver que su propuesta recoge la tradición nacional/democrática/popular, esa que desde hace setenta años intentamos cerrar, y la actualiza con civismo, ecologismo responsable y ciudadanía con derechos. No hay regresión ni culto al pasado, hay un salto de madurez.

La Bolivia que viene tendrá a Santa Cruz como vanguardia económica y cultural. Pero ese liderazgo solo será legítimo si aprende a escalar la cordillera, su destino está atado a El Alto, Oruro, Potosí, Beni y a toda la diversidad que somos. Un proyecto que confunda liderazgo con soberbia regional o religiosa chocará con el país real. Rodrigo Paz lo entiende, liderar hoy es tender puentes, no levantar fronteras; convocar a todos, no es administrar trincheras.

Transitar en paz no es pedir silencio, es institucionalizar el conflicto. Significa que las diferencias se tramiten en tribunales independientes, en una Asamblea que delibera de verdad, con medios de comuniación libres y una economía con reglas estables para producir, invertir, comerciar y trabajar. Significa, también, educación, educación y más educación, para salir del pantano de la ignorancia y enganchar al país a la economía del conocimiento. Y significa romper la cultura de la cancelación, reconocer lo que sirvió, corregir lo que falló y seguir adelante.

Si el gobierno cae en el desprecio a lo popular, en la arrogancia tecnocrática o en el ajuste sin amortiguadores sociales, el rebote será automático, las mayorías buscarán refugio en quien prometa protección, aunque no cumpla. Allí el MAS, con todas sus deformaciones, encontrará oxígeno para revivir. Votar por Paz es vacunar al país contra ese rebote, es ordenar la economía y el Estado sin romper el pacto social con quienes menos tienen.

No se trata solo de cambiar el gobierno, sino de cambiar de época. Bolivia necesita un gobierno que convoque a una mayoría nacional, democrática y popular; y repito: que ordene el Estado, estabilice la economía y cuide a su gente; que ponga educación y salud por delante; que respete a las regiones y, al mismo tiempo, piense el país como un todo. Ese gobierno es más viable con Rodrigo Paz. La otra opción, una derecha que se mira al espejo mientras sermonea al país, no solo es moralmente cansina; es, sobre todo, ingobernable.

La transición solo será pacífica si la convertimos en reconciliación nacional y social, una decisión del Estado y la ciudadanía que mira los agravios sin amnesia, escucha sin gritar y repara con justicia. No se trata de uniformar al país, sino de aprender a convivir en la diferencia, las clases medias y el movimiento popular tejiendo un mismo horizonte de dignidad, de respeto a la ley y creación de oportunidades. Ese es el sentido del centro democrático-popular, no es tibieza sino renuncia al dogma; no es revancha sino institucionalización del conflicto para que las tensiones no se tramiten en las calles. Reconciliar es, en suma, asegurar que el cambio económico y la limpieza del Estado sostengan el pacto social y no devuelvan a las mayorías al refugio del pasado.

Para que no sea un gesto frágil, la Reconciliación Nacional y Social debe institucionalizarse con un mandato presidencial; el futuro gobierno requiere con prioridad una Comisión Presidencial que escuche a víctimas y confronte a responsables; un Sistema de Justicia Restaurativa que transforme los agravios en reparación; un Programa de Educación para el pluralismo; un Archivo Nacional de la Memoria y símbolos cívicos que recuerden que sin justicia no hay paz. Debemos abrir audiencias públicas, convocar foros interdepartamentales y habilitar un portal ciudadano de seguimiento. Ese camino puede ser encabezado po el gobierno de Rodrigo Paz y del capitán Lara como puente real entre clases medias y movimiento popular, para inaugurar un tiempo en que la historia deje de repetirse como tragedia y empiece, por fin, a escribirse como esperanza.


Por eso vale la pena nuestro voto, para cerrar un ciclo abierto hace setenta años y empezar, por fin, el tiempo ciudadano. Con serenidad, con firmeza, con decencia. Y con la gente adentro, no mirando desde los palcos de la discordia.

7 de julio de 2025

SAMUEL DORIA MEDINA

UN PAÍS EN VILO Y UNA VOZ CON FUTURO

EL PRIMER DEBATE PRESIDENCIAL DE BOLIVIA 2025

En medio de una crisis que ha dejado al país exhausto —sin dólares, con inflación creciente, combustible racionado y una justicia en ruinas—, el primer debate presidencial televisado en décadas no solo marcó un hito, sino que delineó con claridad los caminos posibles para salir del colapso. Más que un concurso de oratoria o un desfile de promesas, fue un acto de reencuentro con la deliberación democrática. Y entre los rostros presentes, emergió uno que no solo entendió el momento, sino que supo estar a su altura.


Un liderazgo sereno en un país fatigado

Mientras algunos apostaron por el efectismo técnico o la retórica del orden, hubo una figura que conjugó claridad con mesura, experiencia con apertura. Samuel Doria Medina no solo fue el más preparado; fue el único capaz de conectar la gestión con la reconciliación, el dato con la sensibilidad. Su propuesta de acción en los primeros 100 días de gobierno no fue un acto de marketing, sino la expresión de una voluntad real de gobierno: eficaz, sobria y sin estridencias. En un país harto de gritos y promesas, su tono fue elocuente precisamente por su serenidad.

La diferencia fue notable. Mientras Jorge Quiroga ofrecía un detallado —y distante— plan de ingeniería institucional, Samuel habló desde el terreno, desde la experiencia concreta de quien conoce los límites y posibilidades del Estado boliviano. Y mientras Manfred Reyes Villa agitaba banderas de orden con entusiasmo caudillesco, Samuel delineaba soluciones factibles, sostenibles, sin recurrir al atajo populista ni al espejismo autoritario.

Las ideas claras y los silencios elocuentes

En el bloque económico, Doria Medina evitó los maximalismos. Reconoció la magnitud del colapso, pero no se quedó en la denuncia. Propuso mecanismos concretos para estabilizar los precios, garantizar el abastecimiento de carburantes y reactivar el crédito productivo, todo enmarcado en una ética de gestión austera. Habló de eliminar privilegios y subvenciones improductivas, de empujar la inversión privada con reglas claras, de recuperar la institucionalidad como base de la recuperación. No vendió humo; ofreció gobernabilidad.

Pero tal vez lo más relevante fue su capacidad de asumir los vacíos del debate. No cayó en la comodidad del silencio frente a la crisis judicial o la descomposición del sistema electoral. Y aunque el formato limitó la profundidad de estos temas, Samuel dejó abierta una línea: la del consenso democrático como vía para la reconstrucción del Estado. No se limitó a criticar; sugirió. No se aisló; tendió puentes.

La unidad posible

El intercambio entre Doria Medina y Quiroga fue uno de los momentos más significativos del encuentro. Mientras otros se atrincheraban en relatos cerrados, ambos delinearon coincidencias programáticas en temas clave como el agro, el pacto fiscal y la inversión. Pero fue Samuel quien marcó el horizonte con más lucidez: “No hay solución posible sin un acuerdo amplio”, dijo, resumiendo en una frase el desafío mayor de este tiempo. Porque gobernar ya no será mandar, sino concertar.

En contraste, otros candidatos quedaron atrapados en viejas fórmulas. Eduardo del Castillo defendió sin fisuras un modelo agotado, incapaz de reconocerse en crisis. Johnny Fernández osciló entre el efectismo populista y la improvisación. Y Manfred, aunque eficaz en la forma, no logró articular una visión institucional del país. Solo Samuel asumió el reto de gobernar con otros, sin negar sus diferencias, pero sin usarlas como pretexto para la exclusión.

Un perfil que fusiona razón y compromiso

El país no necesita salvadores ni tecnócratas inalcanzables. Necesita dirigentes que puedan tender puentes entre el Estado colapsado y la sociedad que resiste. Samuel Doria Medina encarna esa posibilidad. Su figura no promete refundar el país en cien días, pero sí empezar a repararlo con responsabilidad, con manos limpias y cabeza fría. Y eso, en una Bolivia desbordada por el desencanto, puede ser el acto más revolucionario.

Una conclusión para el tiempo que viene

Este debate no resolvió la elección, pero reveló con claridad los perfiles en disputa. El tecnócrata sin pueblo, el caudillo sin equipo, el oficialista sin autocrítica, el populista sin norte… y el gestor democrático que habla con sensatez, piensa en el país y propone desde la experiencia. La Bolivia del Bicentenario no necesita más pendulazos ideológicos, necesita equilibrio. No más gritos, sino acuerdos. No más promesas vacías, sino compromiso real.

La esperanza no está en quien más promete, sino en quien más sabe hacer. Y esta vez, esa diferencia no fue retórica: fue visible, audible y, sobre todo, confiable.

 

24 de mayo de 2025

EL CORAJE DE UN ENCUENTRO

SOBRE LA CONFERENCIA BOLIVIA360


En Bolivia, como en gran parte de América Latina, arrastramos una historia política marcada por el caudillismo, el personalismo y la confrontación improductiva. Los regímenes presidencialistas, desde Norteamérica hasta la Patagonia en Argentina, han sido, desde sus orígenes, más proclives a la soledad del poder que al ejercicio colectivo del gobierno. En nuestro país, los liderazgos tienden a formarse en burbujas ideológicas o mediáticas, desconectadas de sus pares y alejadas del sano contraste de ideas que fortalece las democracias modernas.

Esta cultura del aislamiento ha debilitado nuestra vida política. Cada candidato se presenta como el redentor solitario, ajeno a toda necesidad de consenso. Cada proyecto se concibe como absoluto y autosuficiente, sin necesidad de confrontarse con los otros. La falta de espacios donde los líderes políticos se encuentren cara a cara —para debatir, confrontar, disentir y, eventualmente, acordar— ha empobrecido nuestra democracia y ha acrecentado la polarización.

En contraste, los regímenes parlamentarios, en Europa y Canadá, obligan a los líderes a convivir en el disenso. Allí, la política se hace mirándose a los ojos, todos los días. Se construye a partir del reconocimiento del otro como interlocutor legítimo, incluso si se lo enfrenta. En esos espacios regulares de deliberación —los parlamentos— las ideas se prueban, los errores se evidencian, y las coincidencias emergen. La democracia, en su forma más robusta, no es el arte de imponer sino el arte de convivir con la diferencia.

Bolivia necesita con urgencia construir esa dimensión política del encuentro. Necesitamos foros plurales y regulares donde los líderes de las diversas fuerzas que aspiran a gobernar el país se escuchen mutuamente, expongan sus visiones de país, confronten sus programas, y —por qué no— también sus ambiciones. Solo así se puede saber quién es quién, qué propone cada cual, y en qué medida es posible construir puentes que permitan una agenda mínima común para el futuro del país.

Esto es particularmente urgente hoy, cuando Bolivia atraviesa una crisis económica, social e institucional profunda, y cuando el MAS en sus diferentes versiones, evistas, arcistas, androniquistas, con su hegemonía autoritaria, ha logrado encapsular la política en una lógica binaria de poder o exclusión. En este escenario, cualquier proyecto democrático que aspire a liderar el país desde este 2025 debe nacer del diálogo, no de la imposición; de la convergencia, no del dogma.

Los documentos la Alianza UNIDAD son claros al respecto: proponen una nueva etapa histórica en la que Bolivia se construya desde una síntesis entre la derecha liberal y la izquierda democrática, un encuentro entre empresarios y trabajadores, entre regiones y culturas diversas, entre Estado y mercado, entre tradición y modernidad. Esta síntesis no puede lograrse si no hay espacios donde sus líderes se escuchen y se reconozcan mutuamente.

Por eso valoro y aliento iniciativas como las de Marcelo Claure (que no es un santo de mi devoción, a más de bolivarista, lo que ya le resta puntos), que convocan al diálogo público entre los protagonistas del escenario político nacional. Estos espacios son más que necesarios: son indispensables. Podrían ser desde el campo político y no solo desde la academia, si se repiten en el país, el germen de una nueva cultura democrática basada en la deliberación pública, la confrontación franca y el respeto mutuo.

El futuro democrático de Bolivia no se construirá en la soledad de los cuartos de estrategia ni en las trincheras digitales, sino en el encuentro valiente entre quienes piensan distinto pero comparten un mismo país. No se trata de disolver las diferencias, sino de civilizarlas. No se trata de forzar una unidad ficticia, sino de propiciar una convivencia política que permita disputar el poder sin destruir los principios que hacen a nuestra República.

En ese espíritu, hay que valorar la iniciativa de la Conferencia Bolivia 360º en Harvard, que ha reunido a los líderes de la oposición democrática, para intentar superar sus egos, dejar de lado rencores, y asumir el desafío de dialogar con quienes piensan convergentemente. Porque una democracia sin diálogo entre sus líderes es una democracia sin futuro. Y Bolivia no puede permitirse seguir perdiendo el tiempo ni las oportunidades que la historia le pone por delante.

Hoy más que nunca, necesitamos audacia para encontrarnos, lucidez para discernir, y coraje para construir juntos lo que cada quien por su lado, en soledad, no podrá lograr jamás.

15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que  se impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho, nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad, la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar la dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites, debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a las y los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es solamente técnico ni ideológico, es también moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas; necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero esos son precisamente los momentos donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar un mejor futuro.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble, el de servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan, pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos; liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto, capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación, si quiere ser verdadera, debe dejar de ser un gesto frágil de ocasión y convertirse en institución. Por eso propongo una Autoridad Nacional para la Reconciliación (ANR), que no sea  un simple despacho administrativo, sino un lugar donde la palabra herida y el dolor acumulado encuentren cauce en reglas, símbolos y compromisos compartidos. Esta autoridad, de nivel presidencial y con respaldo internacional, estará llamada a custodiar un pacto que no se repita cada cinco años con la mudanza de gobiernos, sino que se instale en la memoria viva de la nación, como un guardián de la convivencia y un recordatorio de que sin justicia no hay paz, y sin paz no hay futuro.

En torno a ella se articularán los instrumentos de un nuevo ciclo: una Comisión de la Verdad, donde la voz de los olvidados se haga pública; un Sistema de Justicia Restaurativa que sepa transformar el agravio en reparación; un Programa de Educación que enseñe a niños y jóvenes que ser distintos no es una amenaza, sino una riqueza; un Archivo Nacional de la Memoria que proteja los relatos del país de la desmemoria selectiva; y una Institución de Estado para la Memoria y el Pluralismo, destinada a resistir el paso del tiempo y las tentaciones al olvido. Todo esto acompañado de sitios de memoria y jornadas de encuentros ciudadanos, porque la reconciliación no habita únicamente en los papeles, sino en los espíritus y en los gestos que se reconocen como parte de una misma comunidad.

Las acciones inmediatas —instalar la ANR, convocar audiencias de la Comisión de la Verdad, abrir las escuelas y los medios al lenguaje del pluralismo, inaugurar ceremonias y símbolos de reconocimiento, establecer foros interdepartamentales y un portal ciudadano de seguimiento— son el inicio de una arquitectura más grande: la de un país que se atreve a mirarse en el espejo de su historia, no para enorgullecerse o culparse, sino para aprender a convivir en paz. La reconciliación es, en última instancia, un modo de nombrar esa tarea interminable de reconocernos en el otro, aun cuando los otro vengan cargados de una memoria diferente y con mjchas heridas.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.


6 de diciembre de 2024

LA EDUCACIÓN PRIMARIA

 

PREGUNTA: ¿Cómo podemos resolver el bajo nivel de formación de los profesores de educación primaria en Bolivia, de manera que mejore la calidad de la enseñanza?

CONTEXTUALIZACIÓN:
El bajo nivel de formación de los profesores de educación primaria en Bolivia constituye un desafío estructural que impacta directamente en la calidad educativa. A pesar de los esfuerzos por mejorar el acceso y las infraestructuras educativas, la preparación docente sigue siendo insuficiente, especialmente en áreas rurales y desfavorecidas. Este problema limita la capacidad de los maestros para implementar metodologías modernas y atender las necesidades específicas de sus estudiantes, perpetuando desigualdades en el aprendizaje.

LA CÁTEDRA BICENTENARIO:

1.      Establecimiento de Centros Regionales de Formación y Actualización Docente: Crear centros especializados para la formación continua de maestros, con un enfoque en metodologías innovadoras y herramientas pedagógicas actualizadas. Estos centros estarán ubicados estratégicamente, garantizando acceso equitativo a la capacitación. Además, se ofrecerán programas específicos adaptados a contextos culturales y lingüísticos locales, promoviendo un enfoque inclusivo.

2.     Programas de Incentivos para la Capacitación Docente: Implementar incentivos económicos y profesionales para que los docentes participen en programas de actualización. Estos incentivos pueden incluir becas de formación avanzada, mejoras salariales o reconocimientos en su carrera profesional. Al mismo tiempo, se reforzará la obligatoriedad de participar en estos programas como requisito para la renovación de licencias docentes.

3.     Digitalización y Tecnologías Educativas: Incorporar tecnologías modernas en la formación docente a través de plataformas digitales que ofrezcan cursos, materiales interactivos y comunidades de aprendizaje virtual. Esto permitirá a los maestros acceder a recursos educativos de alta calidad y conectarse con expertos y colegas para compartir buenas prácticas. La capacitación en habilidades digitales será un componente obligatorio de los programas.

4.     Supervisión y Evaluación Continua: Diseñar un sistema de monitoreo y evaluación del desempeño docente para medir el impacto de la formación recibida en el aula. Este sistema debe incluir observaciones periódicas, retroalimentación constructiva y planes de mejora individualizados. Además, las instituciones encargadas de la formación deben ser sometidas a evaluaciones regulares para asegurar la calidad de sus programas.

Con estas medidas no solo se busca elevar el nivel de formación de los profesores de educación primaria, sino también transformar la calidad educativa en Bolivia, preparando a las futuras generaciones para enfrentar los retos de un mundo cambiante y globalizado.

18 de agosto de 2022

SANTACRUCEÑOS

La élite cruceña parece no captar que el gobierno nacional ha logrado un consenso parcial con otras regiones, alcaldías y universidades, logrando así postergar el censo hasta el año 2024, en beneficio de sus espurios fines; y que los consensos se pelean con otros consensos, no con uno o dos paros unilaterales y solitarios, por muy exitosos que localmente aparezcan. Las y los cruceños tienen que salir de su primer anillo, a buscar país, si quieren dar pelea.

La vieja élite camba ha perdido, hasta ahora, la oportunidad de ser vanguardia política en el país, en una Bolivia abierta al mundo (por fin), democrática, progresista, y va a ser inevitablemente feminista, ecologista, y va a hablar en castellano. La vieja élite cruceña se ha enroscado en una postura restauradora de privilegios, que los confunde con las necesidades democráticas del país; es una élite conservadora ante los movimientos progresistas que son la mayoría, en América Latina, en Bolivia y en la región. ¡No dan la talla!


Santa Cruz es la vanguardia económica del país (una gran ciudad, más allá de la soya y de las vacas), y puede ser vanguardia cultural en poco tiempo; y política, inevitablemente. Hoy es la síntesis de razas y costumbres, allí llegan y habitan indios, mestizos y blancos, nacionales y extranjeros, todos mezclados. Lo que venga, sea lo que sea, no puede hacerse sin Santa Cruz, lo que da a pensar que ha llegado la hora de que las y los cruceños se renueven.

Parte del MAS ha entendido esto; a diferencia de Evo Morales, que quería someter a Santa Cruz a puro billetazo y, en su defecto, a bala, el actual presidente #LuisArce y su equipo, han logrado acuerdos fuera del MAS, con otras fuerzas democráticas de oposición en el país, y en Santa Cruz han lanzado una arremetida que sobrepasa las actuales élites y va en busca de los "collas acambaos" (lo que está haciendo Johnny Fernández es un buen ejemplo) y los va a empoderar como protagonistas en el mediano plazo.

¿No lo ven? Como dice el dicho, no hay peor ciego...

30 de marzo de 2021

NO ME GASTEN LA PALABRA

La propuesta de Comunidad Ciudadana pareciera coherente y equilibrada, es justa además, porque propone un tratamiento igualitario a todas y todos los actores del culebrón político que venimos viviendo, si no sufriendo, los últimos años; lo propone sin presos, sin perseguidos, en libertad. Además, quiere reformar el sistema de justicia en Bolivia, tarea de gigantes que algún día habrá que empezar. ¡Apoyo la propuesta!

Pero con el MAS es una iniciativa inviable. Al MAS ni la pacificación, ni la justicia, ni la convivencia le interesan. El MAS está en otra, aunque por más que pregunto y discuto, no llegó a saber por qué, y menos pergeño el destino de sus obsesiones y mentiras. Me han convencido a medias las ideas de que trata de curar discrepancias internas antes de que se conviertan en escisiones, o de que los más duros de los duros, intentan una guerra final, que convierta las victorias electorales siempre efímeras en las democracias, en una victoria militar definitiva, como diría Linera, o a lo Choquehuanca, que imponiendo la voluntad de sus mayorías (recalco lo de sus mayorías) quiere ir más allá de la democracia (sic).

No van a poder, ni lo uno ni lo otro. Lo uno, porque la oligarquización de los grupos dirigentes del MAS no van a permitir el paso de la renovación que piden las bases; Morales Ayma y sus secuaces son un tapón al futuro del MAS y no se van a ir así de fácil, y esto está y va a ser bien utilizado por los liderazgos emergentes que han encontrado en ellos a los culpables del desgaste actual, que se va a ahondar con la crisis económica y el descontrol de la pandemia. Lo otro, porque la conciencia democrática, el larvario gusanillo del gobierno de las instituciones y el imperio de las leyes, ha cuajado hondo en la cultura popular de las clases medias mestizas y urbanas, que somos la mayoría y hemos aprendido a cómo reaccionar ante semejantes amenazas.

Aprovecho para meter publicidad: este es el gran aporte de mi generación a la cultura política y al bienestar del país. Yo soy de la Generación que construyó la democracia boliviana, y no les digo con quienes, para no despertar la antipatía de nadie; pero se pueden imaginar en quienes estoy pensando. Fin de la publicidad.


Ahora bien, al tema: La RECONCILIACIÓN es algo más complicado que un acuerdo sobre tres propuestas y que se vaya a firmar entre cuatro políticos, por muchos votos que tengan y por muy representativos que sean; a eso lo podemos llamar pacificación, eso será un acuerdo, un pacto, que sería lo ideal y lo razonable en este momento, pero no se va a dar, y lo digo y lo repito, porque el MAS está en otra.

La RECONCILIACIÓN –no me gasten la palabra– será un proceso largo, costoso, difícil y tiene que nacer desde abajo; tiene que venir desde dentro de los movimientos políticos y sociales, actualmente en pugna, tiene que ser de a poco, casa por casa; tiene que comprometer a muchos dirigentes, a muchos más militantes, a activistas de toda laya y de todos los colores. Eso toma tiempo y mucho trabajo.

No se me enojen los amigos de CC, pero esto no es apoltronados en un sillón al estilo del que ya ustedes saben más que nadie, que también, aunque no solo por ello, se quedaron –maldita sea– sin la Presidencia del Estado, sino como en la campaña municipal pasada y ganadora (y esto no es publicidad), la el Negro Arias: todos los días y en todos los rincones, 24/7, en las calles, las plazuelas, casa por casa, en las aulas de los colegios y en las universidades, en los centros de trabajo, en las oficinas; día tras día, mes a mes, sin prisa pero sin pausa, que esto nos va a tomar años.

¡Alguien tiene que empezar!