ALTERNATIVAS

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4 de junio de 2025

¿ANDRÓNICO?

En el marco del actual proceso de reconfiguración del sistema político, la habilitación de la candidatura de Andrónico Rodríguez podría representar no solo una salida institucional, sino también una válvula de escape necesaria frente a las tensiones acumuladas al interior del Movimiento al Socialismo (MAS) y, por extensión, del sistema político boliviano en su conjunto. Impedir la participación de un liderazgo emergente como el de Andrónico Rodríguez implicaría un grave error estratégico y una amenaza concreta para la estabilidad del país. A este pequeño engendro masista hay que derrotarlo en las urnas, no dejarlo rabioso como a un tigre herido.


La figura de Evo Morales ha ido perdiendo legitimidad en amplios sectores de la población y dentro del propio movimiento que ayudó a construir. Su insistencia en controlar el proceso electoral y condicionar su candidatura con criterios personalistas más que institucionales, no solo vulnera principios democráticos, sino que arriesga incendiar un escenario ya marcado por la polarización. En este contexto, la habilitación de Andrónico Rodríguez podría descomprimir las tensiones internas del MAS y restar fuerza a la narrativa de persecución o victimización impulsada por Morales, desinflando así su tentativa de reposicionarse a través del conflicto y la confrontación.

Negar esta habilitación, en cambio, podría tener consecuencias catastróficas. Sería leído como una exclusión política deliberada, lo que puede derivar en una ruptura del orden electoral y en un nuevo ciclo de movilización y conflictividad social. No se puede —ni debe— llamar a elecciones generales cuando un cuarto del electorado percibe que su opción política ha sido vetada. Ello no solo afectaría la legitimidad del proceso, sino que pondría en cuestión la gobernabilidad posterior.

La historia boliviana ofrece precedentes que deberían alertarnos. Hace cuatro décadas, los intentos de proscripción de la candidatura de Hugo Banzer, aunque justificada por su condición de ex dictador, no hizo sino fortalecer su capital político y consolidar una narrativa de victimización que eventualmente lo llevó a la presidencia por la vía democrática. Más recientemente, en 2019, el intento de marginar al MAS del proceso electoral tras la renuncia de Morales y la crisis poselectoral, pudo ponernos en una situación de enfrentamientos fratricidas y lejos de debilitar a ese partido, contribuyó a su resurgimiento.

La lección es clara: la democracia no se fortalece excluyendo, sino integrando. La participación amplia y plural en las urnas es la única garantía para una transición ordenada, legítima y sostenible. Negar la candidatura de Andrónico Rodríguez no solo atentaría contra los principios de representación y competencia electoral, sino que reabriría heridas recientes y avivaría el conflicto. A las y los masistas hay que vencerlos en las urnas, situación que no se aplica a Evo Morales porque lo impide la ley y está proscrito por un mandamiento de apremio, por acusaciones de pedofilia de las que no quiso o no pudo defenderse.

Bolivia necesita elecciones con todas sus voces en juego. La exclusión nunca ha sido camino hacia la reconciliación ni la estabilidad. La historia, una vez más, nos ofrece la oportunidad de no repetir errores que ya hemos pagado caro.

25 de mayo de 2025

DEL MITO FUNDACIONAL A LA DECADENCIA

En los procesos políticos de larga duración, no hay mayor tragedia que la de los movimientos que nacen como promesas de redención y terminan convertidos en caricaturas de sí mismos. Bolivia ha sido testigo —y víctima— de ese tránsito en la historia reciente del Movimiento al Socialismo (MAS) y su caudillo, Evo Morales Ayma. Lo que comenzó como una insurgencia democrática de los excluidos terminó degenerando en una forma de poder autorreferencial, impermeable a la crítica y corroído por sus propios excesos.


El MAS encarnó, en sus orígenes, un proyecto nacional-popular con base campesina e indígena, que interpelaba con justicia el racismo estructural y la exclusión histórica a esa parte de la población en Bolivia. Representaba la posibilidad de una refundación simbólica del Estado boliviano. Pero como ocurre con frecuencia en América Latina, el poder, una vez conquistado, deja de ser instrumento de transformación para convertirse en fin en sí mismo. Y en ese punto, el relato emancipador se transmuta en dominación ideológica.

Evo Morales, figura tutelar del proceso, encarnó inicialmente el liderazgo carismático de un campesino sindicalista que desafiaba las élites tradicionales. Sin embargo, su prolongación en el poder reveló no tanto su fortaleza, sino su inseguridad histórica: la necesidad de eternizarse en el cargo para evitar el juicio de la alternancia. La reelección indefinida, impuesta contra la voluntad expresada en el referéndum del 21F, no fue solo un acto de transgresión constitucional; fue la confesión tácita de que el ciclo histórico se había agotado.

Desde entonces, el MAS adoptó formas cada vez más autoritarias. Las instituciones fueron cooptadas con eficacia quirúrgica. El Tribunal Constitucional se convirtió en un apéndice del Ejecutivo. El Órgano Judicial perdió su autonomía, y el Parlamento fue convertido en caja de resonancia del oficialismo. Se instaló un clima de sospecha sistemática contra toda disidencia, y la polarización política fue transformada en método de gobierno. El otro ya no era adversario legítimo, sino enemigo moral, traidor y vendepatria.

En el plano económico, la narrativa de soberanía nacional fue utilizada para justificar una gestión basada en la renta extractiva, dependiente de los precios internacionales del gas y los minerales. La bonanza no se tradujo en diversificación productiva ni en industrialización estratégica. Por el contrario, el modelo se volvió adicto al gasto público, al subsidio y al clientelismo. Las reservas internacionales se diluyeron sin explicación transparente, y la deuda pública creció sin correlato en capacidad de respuesta estructural. Lo que parecía un milagro económico se reveló como un espejismo contable.

A este deterioro se sumó una corrupción que ya no se disimulaba, sino que se administraba. El Estado fue convertido en botín de guerra. Las empresas públicas, en feudos de funcionarios protegidos por lealtades partidarias. Las organizaciones sociales, otrora bastiones de reivindicación popular, fueron absorbidas como correas de transmisión del aparato político, perdiendo su autonomía y su credibilidad.

Pero quizá el daño más profundo del ciclo masista no se mide en dólares ni en decretos. Se mide en confianza rota. En una ciudadanía que volvió a descreer de la política. En jóvenes desencantados que no encuentran un horizonte. En pueblos indígenas instrumentalizados para justificar decisiones tomadas en palacios, no en asambleas. En la imposibilidad del diálogo sincero porque el lenguaje fue colonizado por la propaganda.

Lo más paradójico —y doloroso— es que el MAS pudo haber sido un momento constituyente de nuestra historia democrática. Pudo articular un proyecto intercultural moderno. Pudo haber democratizado el Estado sin degradarlo. Pero eligió otro camino: el del populismo personalista que todo lo sacrifica al altar del líder.

Hoy, el MAS ya no es proyecto ni esperanza. Es sistema. Un sistema fatigado, defensivo, reactivo. Su retórica ya no interpela: repite. Su estructura ya no moviliza: administra. Su moral ya no inspira: justifica. Y su líder, lejos de convocar a un nuevo tiempo, se aferra a un pasado que se deshace.

Y sin embargo, lo que hoy vivimos no es sólo el final de un ciclo político, sino también el estancamiento de un ciclo estatal más profundo, el mismo que se inició con la Revolución Nacional de 1952, cuyas pulsiones nacionales, democráticas y populares aún no han encontrado una realización plena ni un cauce institucional duradero. El MAS, como antes el MNR y luego el MIR, pretendió apropiarse de ese ciclo, pero terminó repitiendo sus deformaciones: el centralismo autoritario, el patrimonialismo del Estado, la instrumentalización de lo popular.

A diferencia de otros procesos históricos, el cierre de este ciclo estatal no llegará por decreto, sino cuando logremos consolidar un Estado democrático legítimo, equitativo y eficaz, que sea aceptado como tal por la mayoría de la sociedad boliviana, más allá de sus diferencias étnicas, culturales o regionales. Ese es el desafío de esta nueva generación: completar el ciclo nacional/democrático/popular, enriqueciéndolo hoy con las pulsiones ineludibles del feminismo, el ecologismo y la defensa de los derechos colectivos e individuales.

¿Qué queda por hacer, entonces? No el odio ni la revancha. Tampoco la nostalgia por una pureza ideológica que nunca existió. Lo que queda es el trabajo paciente de reconstrucción: de las instituciones, de la palabra pública, de la convivencia. Y también de la memoria, para no olvidar que las utopías traicionadas suelen dejar heridas más hondas que las derrotas.

Evo Morales y el MAS dejarán su lugar en la historia boliviana. Pero dependerá de nosotros que no lo hagan como una advertencia perpetua, sino como una lección asumida. Que nunca más la inclusión sea pretexto para la exclusión. Que nunca más la democracia se use para vaciar de sentido a la democracia. Que nunca más el nombre del pueblo se use para secuestrar al Estado.

Y que esta vez, la historia —por fin— no termine en un puro simulacro.


24 de mayo de 2025

EL CORAJE DE UN ENCUENTRO

SOBRE LA CONFERENCIA BOLIVIA360


En Bolivia, como en gran parte de América Latina, arrastramos una historia política marcada por el caudillismo, el personalismo y la confrontación improductiva. Los regímenes presidencialistas, desde Norteamérica hasta la Patagonia en Argentina, han sido, desde sus orígenes, más proclives a la soledad del poder que al ejercicio colectivo del gobierno. En nuestro país, los liderazgos tienden a formarse en burbujas ideológicas o mediáticas, desconectadas de sus pares y alejadas del sano contraste de ideas que fortalece las democracias modernas.

Esta cultura del aislamiento ha debilitado nuestra vida política. Cada candidato se presenta como el redentor solitario, ajeno a toda necesidad de consenso. Cada proyecto se concibe como absoluto y autosuficiente, sin necesidad de confrontarse con los otros. La falta de espacios donde los líderes políticos se encuentren cara a cara —para debatir, confrontar, disentir y, eventualmente, acordar— ha empobrecido nuestra democracia y ha acrecentado la polarización.

En contraste, los regímenes parlamentarios, en Europa y Canadá, obligan a los líderes a convivir en el disenso. Allí, la política se hace mirándose a los ojos, todos los días. Se construye a partir del reconocimiento del otro como interlocutor legítimo, incluso si se lo enfrenta. En esos espacios regulares de deliberación —los parlamentos— las ideas se prueban, los errores se evidencian, y las coincidencias emergen. La democracia, en su forma más robusta, no es el arte de imponer sino el arte de convivir con la diferencia.

Bolivia necesita con urgencia construir esa dimensión política del encuentro. Necesitamos foros plurales y regulares donde los líderes de las diversas fuerzas que aspiran a gobernar el país se escuchen mutuamente, expongan sus visiones de país, confronten sus programas, y —por qué no— también sus ambiciones. Solo así se puede saber quién es quién, qué propone cada cual, y en qué medida es posible construir puentes que permitan una agenda mínima común para el futuro del país.

Esto es particularmente urgente hoy, cuando Bolivia atraviesa una crisis económica, social e institucional profunda, y cuando el MAS en sus diferentes versiones, evistas, arcistas, androniquistas, con su hegemonía autoritaria, ha logrado encapsular la política en una lógica binaria de poder o exclusión. En este escenario, cualquier proyecto democrático que aspire a liderar el país desde este 2025 debe nacer del diálogo, no de la imposición; de la convergencia, no del dogma.

Los documentos la Alianza UNIDAD son claros al respecto: proponen una nueva etapa histórica en la que Bolivia se construya desde una síntesis entre la derecha liberal y la izquierda democrática, un encuentro entre empresarios y trabajadores, entre regiones y culturas diversas, entre Estado y mercado, entre tradición y modernidad. Esta síntesis no puede lograrse si no hay espacios donde sus líderes se escuchen y se reconozcan mutuamente.

Por eso valoro y aliento iniciativas como las de Marcelo Claure (que no es un santo de mi devoción, a más de bolivarista, lo que ya le resta puntos), que convocan al diálogo público entre los protagonistas del escenario político nacional. Estos espacios son más que necesarios: son indispensables. Podrían ser desde el campo político y no solo desde la academia, si se repiten en el país, el germen de una nueva cultura democrática basada en la deliberación pública, la confrontación franca y el respeto mutuo.

El futuro democrático de Bolivia no se construirá en la soledad de los cuartos de estrategia ni en las trincheras digitales, sino en el encuentro valiente entre quienes piensan distinto pero comparten un mismo país. No se trata de disolver las diferencias, sino de civilizarlas. No se trata de forzar una unidad ficticia, sino de propiciar una convivencia política que permita disputar el poder sin destruir los principios que hacen a nuestra República.

En ese espíritu, hay que valorar la iniciativa de la Conferencia Bolivia 360º en Harvard, que ha reunido a los líderes de la oposición democrática, para intentar superar sus egos, dejar de lado rencores, y asumir el desafío de dialogar con quienes piensan convergentemente. Porque una democracia sin diálogo entre sus líderes es una democracia sin futuro. Y Bolivia no puede permitirse seguir perdiendo el tiempo ni las oportunidades que la historia le pone por delante.

Hoy más que nunca, necesitamos audacia para encontrarnos, lucidez para discernir, y coraje para construir juntos lo que cada quien por su lado, en soledad, no podrá lograr jamás.

15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho: nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad: la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta previa, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites: debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es técnico ni ideológico: es moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron lo que tantos olvidan: que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas: necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero ese es precisamente el momento donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble: servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan: pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos: liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto: capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.


14 de abril de 2025

LA UNIDAD POLÍTICA EN BOLIVIA

EL RETO DE UNA NACIÓN QUE QUIERE VIVIR


Hay momentos en la historia de los pueblos en los que la unidad deja de ser una consigna política para convertirse en una exigencia. En Bolivia, ese momento ha llegado. La unidad política no es una ingeniería de pactos ni una fórmula electoral. Es la respuesta a una interpelación histórica, una especie de imperativo categórico que nos lanza la propia democracia cuando siente que su subsuelo está cediendo. Bolivia no necesita una alianza de coyuntura; necesita una conjura civilizatoria.

Esa unidad no será fácil. No lo ha sido nunca. Las heridas de Bolivia son profundas y múltiples: la polarización, la desconfianza, el cinismo político, el caudillismo reincidente y un centralismo que ha hecho del Estado un botín. Pero no por ello debemos renunciar a la tarea. La política, en su mejor versión, es justamente eso: la voluntad de no rendirse ante el desencanto. Y en este caso, esa voluntad debe traducirse en un bloque democrático que no solo dispute el poder, sino que lo regenere.

La Bolivia que se aproxima al Bicentenario se parece demasiado a una república extenuada. No por falta de recursos, sino por la mediocridad en el ejercicio del poder. No por escasez de ideas, sino por la sordera frente a las voces ciudadanas. Es por eso que la unidad que necesitamos no puede ser aritmética. No puede ser la suma de egos, sino la multiplicación de esperanzas. No puede ser una alianza de cúpulas, sino una sinfonía de diferencias armónicas.

El Bloque de Unidad ha comprendido esto. Ha convocado no solo a los partidos, sino a los ciudadanos sin partido. Busca la palabra de las y los jóvenes, el pulso de los emprendedores, la sabiduría de las mujeres que sostienen el país desde los márgenes. Ha tendido puentes con los líderes emergentes de los pueblos indígenas y con los sectores productivos que ya no creen en milagros estatales. Lo que se propone desde el Bloque de Unidad no es una campaña, sino una refundación silenciosa.

No debemos engañarnos: la dispersión opositora ha sido, hasta ahora, el mejor aliado del oficialismo. Cada división, cada pequeño caudillo de ocasión, ha sido un ladrillo en el muro que nos separa del cambio. Por eso, esta vez, la unidad debe tener rostro, nombre y plan. Debe ser deliberada, sincera, programática. Y debe articularse con la ciudadanía, que ya no tolera las simulaciones. La ética pública debe ser la nueva militancia.

Bolivia está en una encrucijada. Si continúa gobernada por el populismo decadente que ha hecho del Estado una máquina de reparto, seguirá deslizándose hacia la informalidad institucional, la ruina económica y la anomia social. Pero si encuentra una alternativa real —una que combine estabilidad y justicia, mercado y equidad, ley y libertad— puede renacer de sus escombros. Esa alternativa, hoy por hoy, se llama unidad y esa unidad tiene, por primera vez en años, una cabeza reconocida: Samuel Doria Medina.

No hay política sin narrativa. Y la narrativa de esta unidad debe ser la del reencuentro con la dignidad. Con la idea de que no todo está perdido. De que los bolivianos no estamos condenados al eterno retorno del abuso. Que es posible construir una república donde las instituciones funcionen, donde la corrupción sea excepción y no regla, donde el poder sirva y no se sirva. Para eso hace falta coraje. Pero también hace falta dirección.

La verdadera hegemonía —esa que no se impone, sino que se persuade— no se logra con votos prestados ni con slogans estridentes. Se logra cuando una propuesta es capaz de interpelar a todos los sectores con una ética de responsabilidad y una estética de futuro. Ese es el tipo de hegemonía que necesita el Bloque de Unidad: una hegemonía moral, a tiempo que política. Una que derrote al autoritarismo no solo en las urnas, sino en la conciencia de la ciudadanía.

Por eso, la candidatura de Samuel Doria Medina no debe ser vista como una solución de compromiso, sino como una apuesta de futuro. No representa la perfección, sino la posibilidad. No simboliza el fin de las diferencias, sino su canalización constructiva. Su liderazgo no es carismático, es racional. No se impone por gritos, se construye por argumentos. Y tal vez eso sea lo que Bolivia más necesita: una política que recupere la razón.


Para decirlo con todas sus letras: la candidatura de Samuel Doria Medina al frente del Bloque de Unidad encarna esta respuesta. No por capricho ni cálculo personal, sino porque su figura sintetiza un ethos político —el del empresario austero que cree en el esfuerzo, el mérito, el valor de la palabra empeñada— y porque su recorrido encarna una voluntad clara de superar los personalismos estériles, de reunir a las fuerzas diversas que quieren construir país desde el centro democrático. En torno a él, y bajo su liderazgo, se está articulando una unidad que ya no es solo opositora: es constituyente.

La unidad no es un fin. Es el camino para que Bolivia vuelva a creer en sí misma. Y si la democracia es, como decía Raymond Aron, “la organización del pesimismo”, que al menos lo sea con grandeza. Que la reconstrucción comience por el verbo, y que el verbo se haga acción.

10 de abril de 2025

TUTO, TUTO... ¿Qué estás haciendo?

TUTO QUIROGA RAMÍREZ la volvió a hacer. Cada vez que aparece en escena, la oposición democrática se divide o peor, se desarma, el gobierno masista, Evo, Arce o ahora Andrónico, conquistan las metas que se proponen y, finalmente, cuando todo está consumado, este personaje hasta los protege, lo oculta y los hace huir.

Mi primera hipótesis, la más ingenua, dice que lo que pasa con Tuto es que su candidatura es un buen negocio, para él y su entorno inmediato. No le interesa ganar, ni siquiera tener una bancada, cuyas candidaturas vende caras en los primeros puestos. Él recauda una buena plata fuera del país, donde está muy bien considerado (imaginen que tiene una madrina como Corina Machado), digamos que unos cinco millones y más; gasta la mitad, reparte uno entre sus más cercanos y se queda con unos dos para vivir los próximos cinco años.

Tengo otra hipótesis, pero quedará para el inventario (no quiero parecer un terraplanista conspiranoico al escribirla). Hay que reiterar, para tenerlo bien claro, que desde hace 20 años o más, cada vez que este personaje aparece, quien saca puntos a su favor es el MAS, y eso sí que es algo muchísimo más delicado que un negocio.

Esta su actitud no es algo casual; parece responder a un patrón que se repite una y otra vez. Todo esto empezó a resonar en mi cabeza tras escuchar a Carlos Valverde y recordar un artículo que escribió Cayetano Llovet (Q. E. P. D.) hace ya 15 años. Sus argumentos apuntan a que, lejos de tratarse de un hecho aislado, podríamos estar ante algo así como un "asesino serial".

Las preguntas que surgen son inevitables: ¿cuáles son las razones de sus actos?, ¿qué motivaciones hay detrás de este comportamiento constante? ¿a quiénes beneficia y por qué? Cada nueva información y cada testimonio agregan indicios que refuerzan mi sospecha, y aun así queda mucho por saber.

Mi intención no es sembrar dudas o desconfianzas; se trata más bien de reflexionar y buscar claridad ante hechos que podrían dañar nuestras instituciones políticas, la credibilidad en la palabra de las y los líderes, ya tan desportillada, y nuestra confianza colectiva. Hay que buscar explicaciones y respuestas, sin temor a cuestionar versiones o discursos aprendidos. 

¿Será que estamos solo frente a una repetición peligrosa de comportamientos que solo agrandan la brecha entre la verdad y la apariencia, o hay algo más tenebroso aún que eso?


7 de abril de 2025

IZQUIERDAS Y DERECHAS

EN EL COMPLEJO ENTORNO DE LA POLÍTICA BOLIVIANA


Las categorías de izquierda y derecha, más que una simple herencia de la distribución de curules parlamentarios cuando la Revolución Francesa, responden a visiones distintas sobre la naturaleza humana y la organización de la sociedad. Mientras algunos afirman que estas categorías han caducado, lo cierto es que, mientras persista la abismal desigualdad entre ricos y pobres, seguirán siendo útiles para comprender el mundo político. Negar su vigencia, en nombre de una supuesta superación ideológica, no es otra cosa que una postura ideológica en sí misma.

La derecha parte de la idea de que los seres humanos estamos determinados por cualidades naturales inalterables: así como unos nacen más inteligentes o más hábiles, gordos unos y flacos los otros, también hay quienes les toca el ser pobres o ricos. Desde esta óptica, la desigualdad es inevitable e incluso necesaria, pues el esfuerzo individual es visto como el motor de la historia y del desarrollo. Los más capaces arrastran e impulsan al resto, como una locomotora a los vagones del tren social.

La izquierda, en cambio, sostiene que los seres humanos no estámos sujetos a leyes naturales inmodificables como los animales. A diferencia de las abejas, que no eligen ni pueden cambiar su rol en la colmena, los seres humanos hemos construido nuestros mundos a través de acuerdos, leyes, instituciones y valores, muchos de ellos fruto de las movilizaciones y la resistencia politica. La libertad, por ejemplo, no es un estado natural, sino una conquista cultural. Desde esta perspectiva, todo —desde la economía, la cultura, hasta lo que podríamos considerar puramente biológico, como la sexualidad humana— es una construcción social, y como tal, es susceptible de ser transformado.

Un buen ejemplo es el trabajo femenino. Históricamente invisibilizado y sin valor económico reconocido, el cuidado del hogar y de los dependientes no era considerado “trabajo”. Esta injusticia estructural, como tantas otras, no es natural: es cultural, histórica, y por lo tanto, modificable; vivimos ahora un tiempo en el que las mujeres reivindican la obligación de visibilizar ese trabajo, y valorarlo. Para la izquierda, la distribución de la riqueza responde a decisiones humanas y puede ser reestructurada de forma más equitativa. Esa posibilidad es también una obligación ética: quien comprende que la desigualdad es una construcción, no puede permanecer indiferente ante ella. Comprometerse con su transformación no es una consigna, sino un acto de integridad.


Sin embargo, al trasladar estas categorías al terreno político boliviano, emergen algunas dificultades. En Bolivia, izquierda y derecha no se expresan como proyectos ideológicos coherentes y duraderos, sino que están atravesados por factores históricos, sociales y culturalmente particulares. La política nacional se ha organizado más bien a partir de bloques sociales de poder que se reconfiguran cada cierto tiempo, aproximadamente cada treinta años, y que no se ajustan estrictamente a las divisiones ideológicas descritas.

En lugar de partidos con identidades ideológicas definidas, Bolivia ha tenido movimientos políticos con fuerte impronta populista, en los que coexisten dirigentes y militantes de distintas orientaciones, acomodándose según la coyuntura. Ni las élites tradicionales han logrado consolidar una derecha moderna, liberal y democrática, ni las clases emergentes han conseguido estructurar una izquierda democrática sólida. Los ejemplos del MNR, el MIR o el MAS ilustran este patrón: proyectos que se presentaron como nacionales, democráticos y populares, pero que en su evolución concentraron poder, se corrompieron, y se alejaron de sus principios fundacionales, priorizando la preservación del poder sobre la coherencia ideológica.

Así, el mapa político boliviano se caracteriza por una difusa frontera entre izquierda y derecha. Las tensiones reales siguen girando en torno a la distribución del poder, del excedente económico, del rol del Estado y del mercado. Pero estas disputas se expresan en términos más asociados a la representación de intereses y privilegios, sociales y económicos, que a plataformas ideológicas claras.

Hoy, el futuro político de Bolivia parece orientarse hacia un proyecto amplio y plural, donde convivan visiones liberales, socialdemócratas, feministas, ecologistas y comunitarias, unidas más por el compromiso democrático que por una doctrina única. Ante la crisis del modelo actual, impuesto durante años por el MAS, criticado por su estatismo centralista y sus redes clientelares, surgen propuestas que apelan a una unidad supraidelógica, centrada en la libertad, la justicia social, el emprendimiento empresarial y la equidad.

En última instancia, si bien izquierda y derecha siguen siendo referentes útiles para interpretar el mundo, en Bolivia su aplicación resulta limitada por la historia y la cultura política del país. Aquí, lo ideológico cede frente a lo pragmático, y lo doctrinario frente a la capacidad de articular demandas nacionales y populares. La tarea pendiente es construir una política que, sin renunciar a los valores, sea capaz de representar esta complejidad sin diluirse en el oportunismo.

6 de abril de 2025

LA UNIDAD COMO IMPERATIVO DEMOCRÁTICO

La historia política de Bolivia ha estado marcada por ciclos en los que se articulan grandes bloques sociales de poder capaces de transformar profundamente el país. Cada tres décadas, aproximadamente, emergen movimientos que logran aglutinar demandas nacionales, populares y democráticas, dando lugar a proyectos colectivos con una fuerte base social. Sin embargo, ese impulso transformador ha tendido a desfigurarse en el poder, degenerando en lógicas político/oligárquicas corruptas y desarticulando los vínculos con las mayorías que les dieron origen.

Hoy, Bolivia se enfrenta nuevamente al desafío de construir una unidad política que responda al momento histórico. Las experiencias pasadas muestran que la clave no está en pactos entre élites ni en acuerdos coyunturales de corto aliento, sino en la articulación de un renovado bloque social de poder que represente de forma genuina las aspiraciones de amplios sectores sociales, que a diferencia del pasado hoy pueden articular una gran mayoría urbana, fundamentalmente de clases medias y, por lo tanto, abiertas al desarrollo de instituciones modernas y democráticas.

Este nuevo proyecto debe tener un carácter supraidelógico, capaz de integrar desde visiones liberales hasta expresiones de la izquierda democrática, incluyendo sensibilidades emergentes como los feminismos, los ecologismos, los regionalismos y los indigenismos. La condición fundamental para esta convergencia es el compromiso con la democracia. No se trata de un simple acuerdo electoral, sino de una unidad imprescindible ante la creciente tensión entre libertad y autoritarismo.

El objetivo inmediato debe ser la reconstrucción del orden democrático. Esto implica restablecer la institucionalidad basada en la ley, garantizar la independencia de poderes, fomentar la transparencia en la administración económica, proteger las libertades fundamentales, defender los derechos humanos y emprender una reforma profunda de la justicia.

Para lograr este propósito, una parte significativa del electorado debe reconectarse con el campo democrático del que alguna vez fue parte. Este proceso debe ocurrir dentro del marco de lo nacional y lo popular, ahora enriquecido por nuevas demandas sociales que lo encaminan hacia una condición superior, democrática y ciudadana. Es necesario construir una mayoría democrática, organizada y comprometida, que logre una victoria clara, legítima y transformadora en las próximas elecciones generales de 2025.

La unidad política no puede ser el resultado de la suma de liderazgos individuales solamente. Debe emerger como una expresión hegemónica de la sociedad organizada en su diversidad. Requiere liderazgos capaces de tender puentes ideológicos, regionales, culturales y étnicos, liberando al poder de sus extremos y del cálculo mezquino. Solo así podrá surgir una alianza que represente auténticamente a la nación, superando las dicotomías de izquierda y derecha.

Este nuevo pacto debe aspirar a liderar el país desde la democracia, entendida no solo como un sistema de elección, sino como una cultura basada en la convivencia pacífica, el diálogo, la escucha, el reconocimiento del otro y la reconciliación. Se trata de reimaginar la política no como un campo de batalla, sino como un espacio común para construir un futuro de prosperidad e inclusión para todos los bolivianos.
Ese desafío histórico solo podrá encararse con éxito si se concreta un verdadero Bloque de Unidad, capaz de convocar a esa mayoría que hoy clama por la urgencia de un futuro compartido. En este contexto, liderazgos como los de Samuel Doria Medina y Vicente Cuéllar Téllez ocupan un lugar central en el tablero político. Su posicionamiento moderado, su trayectoria y su disposición al diálogo los colocan en una situación privilegiada para aglutinar voluntades diversas y construir puentes entre sectores sociales, ideológicos y regionales. Son figuras capaces de encarnar una propuesta amplia, democrática y realista que convoque a quienes, desde diferentes trayectorias, buscan dejar atrás la confrontación estéril y apostar por un proyecto de país.

La historia exige grandeza. Bolivia necesita, más que nunca, una unidad que esté a la altura de su diversidad y de su profundo anhelo de justicia y dignidad.

5 de abril de 2025

EL DAÑO ES IRREPARABLE

 TUTO... TUTO...
¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?


Durante los últimos meses, el Bloque de Unidad acordó un mecanismo claro y legítimo para definir a su candidato presidencial: tres encuestas independientes, con reglas comunes, sin difusión pública de resultados y con empresas reconocidas que garantizaran la transparencia del proceso. Esta propuesta, que fue aceptada por todos y todas, respondiendo al clamor ciudadano por la unidad y seriedad en la oposición. Las y los participantes honraron su palabra y cumplieron los plazos establecidos. Sin embargo, en el momento decisivo, Jorge "Tuto" Quiroga optó por desmarcarse, debilitando un acuerdo que pretendía ser la base de una alternativa sólida frente al MAS.

Lo que ha hecho Tuto Quiroga no tiene otra explicación razonable que la siguiente: huyó del proceso porque anticipaba una derrota. Cuando los sondeos externos comenzaron a mostrar una ventaja a favor de Samuel Doria Medina, Quiroga no buscó fortalecer su campaña ni redoblar esfuerzos, sino que intentó postergar indefinidamente las encuestas acordadas. Buscó modificar las condiciones del acuerdo cuando el resultado no parecía favorecerle, poniendo por delante su cálculo personal antes que el compromiso colectivo asumido.

La percepción ciudadana no tardó en activarse. Desde hace semanas, existía una inquietud creciente entre la población: ¿y si Tuto se baja del Bloque? -repetía la gente desconfiada-. Esa desconfianza no era gratuita, sino producto de su historial político y de sus actitudes en momentos clave. En contraste, el resto de los participantes proyectaban mayor constancia, previsibilidad y seriedad. En este tipo de procesos, la confianza lo es todo, y en esta ocasión, la gente ya no estaba en condiciones de tolerar más incertidumbre.

Por eso, cuando Tuto expresó su desacuerdo con la realización de las encuestas, la interpretación natural e inmediata fue que había decidido romper con el Bloque de Unidad. No fue una reacción malintencionada ni una lectura interesada, fue la conclusión lógica de sus acciones. El retiro de la mesa, la negativa a participar en las encuestas y el silencio frente a los compromisos firmados fueron gestos inequívocos que generaron una ola de desilusión y desconfianza.

Esta ruptura no es un simple impasse. Tiene consecuencias profundas y serias, especialmente para Tuto Quiroga, quien aparece ahora como el principal responsable de un quiebre que nadie deseaba. Pero el daño no es exclusivo para él. También afecta al conjunto del Bloque, al esfuerzo por construir una alternativa unitaria; nos afecta a todos quienes apostamos por una oposición articulada capaz de desafiar al MAS con fuerza y coherencia.

Para Tuto Quiroga, el daño es irreparable. Más allá de lo que diga o intente justificar, su credibilidad ha sufrido un golpe que difícilmente podrá revertir. En política, como en la vida, hay momentos clave donde se pone a prueba la palabra y el carácter. Y este era uno de esos momentos. La percepción pública ya lo ha juzgado: privilegió el cálculo sobre la convicción, la evasión sobre el compromiso.

A Samuel Doria Medina le queda ahora la difícil tarea de recomponer lo dañado. Lo primero es reafirmar el compromiso con la unidad, no como consigna, sino como camino real hacia una victoria democrática. Esto implica tender puentes, incluso hacia quienes han fallado. Invitar a Tuto a quedarse en el Bloque es un acto de madurez política, que debieras promover, porque queremos estar unidos. Lo importante es fortalecer el frente opositor, abrir las puertas a quienes quieran sumar, y seguir adelante con el proceso de construcción de una candidatura única que pueda derrotar al MAS en las urnas. Bolivia lo merece.

1 de abril de 2025

UNIDAD, DEMOCRACIA Y DESARROLLO

Por un nuevo momento político

historia y cierre de un largo ciclo


Bolivia es un país joven, en permanente construcción. Los pueblos son lentos forjando su historia, aunque hoy, en la era del internet y la inmediatez, muchas y muchos ciudadanos esperan soluciones instantáneas. Como pasa con todos los países, nuestra identidad nacional y social se está edificado a lo largo de procesos profundos y determinantes. 

Desde la Guerra del Chaco (1932), pasando por la Revolución Nacional (1952), la consolidación de la Democracia y el Estado de Derecho (1982), hasta el proceso de Inclusión Social (2006), hemos transitado por un camino que ha definido nuestra cultura política. Todo esto en la senda de un proyecto nacional-popular que ahora debe evolucionar hacia una democracia ciudadana. Esos fueron los hitos que han marcado nuestra historia y que cimentan nuestra memoria colectiva. Fuera de ese cauce, hasta ahora, toda iniciativa ha sido y es inviable, cualquier proyecto político que ignore esta realidad está condenado al fracaso. 

Nuestra historia, ha estado marcada también por la tensión entre dos visiones contrapuestas, un vaivén centenario que hemos llamado el "Péndulo Catastrófico". Este movimiento pendular ha dominado un discurso centenario, donde tanto la derecha como la izquierda están fraguadas en el populismo nacido a mediados del siglo pasado en América del Sur, con el peronismo en Argentina, el aprismo en Perú y el movimientismo en Bolivia. Tan es así, que salvo experiencias marginales, no han existido en nuestro país verdaderos partidos políticos, sino "movimientos" que han sido y son una "bolsa de gatos" de todos los colores, donde caben derechas e izquierdas, y sensibilidades muchas veces contradictorias entre sí, dispuestos a adaptarse al vaivén de las coyunturas.

Ante la incapacidad del Estado de controlar y administrar la economía, se han impuesto alternativas de privatización; ante el fracaso del mercado para paliar las desigualdades y la pobreza, se han repuesto las propuestas estatistas de la nacionalización de los recursos naturales y productivos. Ese es un círculo vicioso en el que estamos atrapados hace al menos cien años. Ahora toca pendular hacia el liberalismo, dentro de treinta años estaremos estatizando de nuevo. Requerimos un acuerdo nacional y democrático para la colaboración entre la sociedad, el mercado y el Estado, que sea de larga duración, una alianza cultural, económica y productiva entre los sectores público y privado. 

Los momentos clave de nuestra identidad fueron posibles gracias a la unidad de un Bloque Social de Poder, que sostuvo la hegemonía de cada época durante al menos veinte años, y que tuvo diferentes acepciones, la alianza de clases, el bloque social revolucionario, el pacto de unidad, respectivamente. Luego, cada momento terminó en crisis, caos y violencia hasta que emergió un nuevo proyecto. Así fue con el MNR, el MIR y el MAS; lamentablemente estos partidos históricos terminaron corrompidos y alejados de sus propios ideales.

Si no entendemos esta dinámica, no podemos explicar lo que ocurrió ni lo que está ocurriendo hoy. Más grave aún, sin esta comprensión, no podemos anticipar lo que viene ni tomar las decisiones correctas. Muchas y muchos bolivianos compartimos objetivos similares, pero diferimos en el camino a recorrer, porque no comprendemos las raíces de nuestra identidad, por ende, de nuestra historia y por ende, de cómo alcanzar juntos las metas que no son comunes. 

Por esta razón, en las elecciones de 2025 yo apoyo la candidatura de Unidad encabezada por Samuel Doria Medina. No es una elección arbitraria, ni de simpatías personales, sino una decisión basada en la viabilidad política de este proyecto. Es una decisión que se basa en hacer posible la transición hacia un nuevo ciclo de poder hegemónico que no se logrará si la cabeza del proceso se coloca fuera del marco nacional/popular evolucionando hacia un horizonte democrático y ciudadano. Un error en esta elección nos condenará a seguir estancados en el mismo lugar o, peor aún, a retroceder a los fracasos del pasado. 

Desde el Bloque de Unidad, Samuel Doria Medina representa la opción democrática para liderar este proceso de transformación. Su candidatura se encuentra en el punto posible, donde debe estar para consolidar una nueva etapa política, porque abarca desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, lo que hace posible incluir también las versiones democráticas de varios ismos, los ecologismos, feminismos, indianosmos regionalismos, etc, esa es la Unidad en el Bloque democrático. En el otro extremo, Andrónico Rodríguez representa la continuidad del populismo autoritario. Todo lo demás es cáscara, todo lo demás es adyacente, todo lo demás es un cuento. 

Ha llegado la hora de elegir con claridad y determinación.

¡Ha llegado la hora del Poder de la Unidad!

26 de marzo de 2025

Bolivia:
el potencial desperdiciado
y la esperanza de un nuevo rumbo



Bolivia nunca fue un país próspero, pero sí tuvo momentos clave en los que pudo haber dado un salto definitivo hacia el desarrollo. Esos momentos son ventanas históricas en las que, con las decisiones correctas, se podrían haber superado los ciclos interminables de bonanza y crisis que caracterizan la economía boliviana.

La Revolución Nacional de 1952, por ejemplo, marcó un antes y un después al sentar las bases institucionales del Estado boliviano moderno. Esta corriente de la época produjo reformas profundas destinadas a romper con las estructuras coloniales, generando una identidad nacional sólida y redistribuyendo tierras y poder hacia las mayorías populares. Sin embargo, pese a estos logros, no logró transformar definitivamente la economía del país.

Otro punto clave en la historia boliviana ocurrió en 1982, cuando se consolidó finalmente la democracia, poniendo fin a décadas de dictaduras militares. La democracia no solo significó la apertura política, sino también generó las condiciones para una distribución más justa e igualitaria de la riqueza. Desde entonces, el país logró cierto equilibrio político y estabilidad económica que permitieron un desarrollo productivo importante, basado principalmente en recursos estratégicos como la minería, el gas y la agricultura. Bolivia, por primera vez en mucho tiempo, parecía tener la institucionalidad y las condiciones necesarias para encarar el futuro con optimismo.

Fue precisamente en esas condiciones que Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS) asumieron el poder en 2006. Morales recibió un país institucionalmente democrático, económicamente activo y con importantes ingresos por la exportación de hidrocarburos y minerales, además de potencial agrícola y agroindustrial significativo. Sin embargo, en los años siguientes, Morales y el MAS cometieron graves errores: dilapidaron los ingresos, agotaron las reservas internacionales acumuladas en años anteriores y aumentaron el endeudamiento público hasta límites insostenibles.

Bajo el MAS, la economía boliviana pasó del auge a la caída en pocos años. El crecimiento se sostuvo artificialmente en un modelo de gasto público creciente, subsidios insostenibles y una burocracia estatal cada vez más grande y corrupta. La deuda pública alcanzó niveles alarmantes, agotando la capacidad del Estado de enfrentar una crisis económica como la que actualmente vive el país. Hoy, Bolivia se encuentra al borde del colapso financiero, con graves problemas en sus reservas internacionales, escasez de divisas y dificultades para garantizar servicios básicos y seguridad alimentaria a su población. Esta situación no puede interpretarse sino como responsabilidad directa del MAS y su gestión económica.

En el contexto actual, el gobierno de Luis Arce, también del MAS, no parece tener ni la voluntad ni la capacidad para cambiar el rumbo. Proyectos alternativos, como el de CAMBIO25 (http://bit.ly/CAMBIO25), surgidos desde la sociedad civil boliviana, subrayan con claridad que la solución a la crisis no será económica o técnica, sino fundamentalmente política. Es indispensable romper el ciclo del "péndulo catastrófico" entre privatizaciones y nacionalizaciones, construyendo una alianza productiva sólida entre Estado, mercado y sociedad civil, promoviendo la diversificación económica y fortaleciendo una educación orientada hacia el conocimiento y la innovación tecnológica.

En definitiva, Bolivia tiene la urgente tarea de reconstruir su institucionalidad democrática, reactivar su economía y apostar por un desarrollo sostenible, inclusivo y justo. La solución pasa inevitablemente por un cambio político profundo, que permita renovar el liderazgo nacional y articular un nuevo Bloque Social de Poder capaz de integrar a largo plazo las sensibilidades ideológicas y culturales, dejando atrás las polarizaciones del pasado.

Necesitamos un país capaz de rescatar los aciertos históricos y corregir los errores cometidos, impulsando una democracia sólida, pluralista y equitativa. Ese desafío político no puede esperar más tiempo. El futuro económico de Bolivia, y la calidad de vida de sus ciudadanos, dependen urgentemente de ello.

La política, lejos de ser una tarea reservada para unos pocos, constituye el único espacio público e incluyente donde todos podemos encontrarnos para pensar y trabajar juntos por el bien común; es allí donde nuestras diversas voces, preocupaciones y sueños adquieren fuerza colectiva. Por ello, asumir la responsabilidad personal de participar activamente, de involucrarnos —o "mojarnos", como se dice coloquialmente— es fundamental, porque no basta con observar desde la distancia cómo otros deciden el futuro; es necesario que cada ciudadano y ciudadana se comprometa y aporte, desde sus ideas y acciones, al fortalecimiento y a la construcción de una sociedad próspera, justa y solidaria.

25 de marzo de 2025

¿POR QUÉ SAMUEL DORIA MEDINA?


 

 ELECCIONES GENERALES 2025
 
¿POR QUÉ SAMUEL DORIA MEDINA?

 
 
 
 
Renzo Abruzzese Antezana
Paul Coca Suarez
Julio Aliaga Lairana
 

 
PAUL COCA SUAREZ
 
Este mi análisis se estructura en tres puntos principales: la herencia dejada por casi 20 años de gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), la necesidad de un liderazgo efectivo para Bolivia, y las condiciones políticas y electorales representadas por el candidato Samuel Doria Medina.
 
Luego de casi dos décadas bajo el gobierno del MAS, Bolivia enfrenta una profunda crisis estructural, económica y jurídica. El país vive actualmente en una condición que podría describirse como "quebrado", con problemas derivados de un modelo económico insostenible basado en la exportación masiva de recursos naturales sin valor agregado, aprovechando temporalmente los precios altos en el mercado internacional.
 
A esto se suma la destrucción ambiental causada por incendios masivos en bosques, inversiones públicas irresponsables que generaron "elefantes blancos" y la creciente dependencia de créditos externos. La ausencia de diversificación productiva contribuyó significativamente a la crisis económica actual.
 
En términos jurídicos e institucionales, el MAS concentró el poder político anulando la independencia de los órganos del Estado, especialmente sometiendo al Tribunal Constitucional. El gobierno de Evo Morales elaboró una Constitución adaptada a sus intereses, evidenciando que su objetivo principal era perpetuarse en el poder. Este contexto se profundizó también por las debilidades y errores cometidos por la oposición política durante el mismo periodo.
 
Otra característica negativa del periodo masista fue la corrupción institucionalizada y el enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos, así como la cooptación política de importantes movimientos sociales, entre ellos la Central Obrera Boliviana (COB), hoy corresponsable de la crisis.
 
En síntesis, el MAS dejó un legado político y económico negativo, caracterizado por abusos de poder, corrupción, dependencia externa y falta de institucionalidad democrática, mostrando claramente cómo no debería ejercerse la política.
 
Frente a esta situación crítica, Bolivia requiere urgentemente un nuevo liderazgo caracterizado por visión clara, experiencia en gestión pública y capacidad real de negociación y pragmatismo político.
 
Los primeros 100 días de un eventual nuevo gobierno serán cruciales y sumamente complejos, ya que en ese período deberá definirse la hoja de ruta del futuro político y económico del país. Además, las probabilidades de una segunda vuelta electoral son elevadas, así como la posibilidad de tener un parlamento fragmentado. El MAS aún conserva una significativa base social y probablemente obtendrá representación legislativa.
 
En este contexto, un nuevo gobierno de oposición deberá demostrar gran capacidad negociadora, gobernar para todos los sectores sociales, gestionar conflictos inevitables con movimientos sociales afines al MAS y mantener el orden público frente a posibles movilizaciones sociales que busquen desestabilizar al país.
 
Entre los desafíos inmediatos destaca auditar el uso de recursos públicos entregados a organizaciones sociales y revisar las inversiones del anterior gobierno. La población exigirá soluciones inmediatas a problemas como la escasez de dólares, carburantes y productos básicos, lo cual requerirá eficiencia y pragmatismo del nuevo gobierno.
 
Además, es clave reconocer que desmontar el aparato político y administrativo creado por el MAS no será tarea fácil ni rápida, y que deberá realizarse respetando la Constitución vigente y sorteando las insuficiencias legislativas existentes.
 
Samuel Doria Medina se posiciona como uno de los candidatos más relevantes de la oposición. Ha logrado adelantarse políticamente al presentar un plan de gobierno claro y preciso, dando especial atención a los primeros 100 días de gestión. Su capacidad de construir alianzas estratégicas y territorializar la campaña política se considera una ventaja importante.
 
En Bolivia es insuficiente realizar campañas exclusivamente digitales; el trabajo territorial sigue siendo imprescindible para ganar elecciones. Samuel parece entender esto claramente, habiendo logrado alianzas clave en ciudades estratégicas, incluyendo La Paz, con organizaciones como SOL·BO o el Movimiento Sin Miedo.
 
Sin embargo, una de las mayores preocupaciones planteadas es la posibilidad de fragmentación electoral entre los principales candidatos de oposición, específicamente si no se lograra concretar una alianza entre Samuel Doria Medina y Jorge "Tuto" Quiroga. Esta situación sería perjudicial para la oposición y favorable al MAS.
 
El reto principal para Samuel, pero también para toda la oposición y la ciudadanía, es consolidar efectivamente una alianza amplia. Esto implica conformar listas parlamentarias renovadas, ofrecer soluciones concretas y movilizarse territorialmente, además de presentar propuestas atractivas y realistas al electorado.
 
Finalmente, una propuesta novedosa planteada por Samuel, que despierta interés y debate, es limitar constitucionalmente las reelecciones para cualquier cargo electivo a un solo mandato. Este punto resalta un esfuerzo por mostrar voluntad real de renovación democrática y evitar el abuso de poder, aunque implicaría una futura reforma constitucional.
 
 
 
RENZO ABRUZZESE ANTEZANA
 
Una de las principales consecuencias que dejó el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) es una profunda desinstitucionalización. Las instituciones son mecanismos sociales que sirven para proteger, difundir y conservar valores esenciales. Cuando estas instituciones se debilitan o destruyen, se pierden referentes sociales fundamentales. El MAS, durante casi 20 años en el poder, se dedicó a desmontar sistemáticamente las instituciones republicanas que sostenían el tejido social boliviano, promoviendo en su lugar un modelo alternativo llamado "Estado Plurinacional".
 
Sin embargo, lejos de consolidar una verdadera plurinacionalidad o inclusión social, el gobierno del MAS instauró una estructura política marcadamente étnica y racializada, fundamentalmente bajo criterios aymaras. La promesa inicial de inclusión étnica se transformó en un proceso de exclusión inversa o discriminación hacia otros grupos sociales, fenómeno conocido popularmente como "racismo a la inversa". Este concepto refleja cómo se impuso una lógica racial, fragmentando la sociedad boliviana, generando división, y anulando la pluralidad real en beneficio de una visión étnica única y dominante.
 
Otra importante herencia negativa del MAS fue la racialización de la política y la cultura, imponiendo un modelo centrado en la identidad étnica por encima de la ciudadanía diversa. Esto produjo una exclusión efectiva de un grupo social fundamental en la actual Bolivia: las clases medias. Diversos estudios nacionales e internacionales coinciden en que las clases medias representan ahora la mayoría social en Bolivia, habiendo aumentado sustancialmente su número durante las últimas dos décadas.
 
La estrategia del MAS, basada en una visión etnocéntrica, generó que esta nueva mayoría social, urbana y de clase media, se sintiera excluida del proyecto nacional. La consecuencia directa fue la movilización masiva y transversal que terminó expulsando a Evo Morales del poder en 2019. El conflicto evidenció una división profunda causada por la imposición de categorías étnicas rígidas que no se ajustaban a la realidad social del país, creando un clima político de tensión y enfrentamiento.
 
La tercera gran herencia del MAS es la destrucción del sistema político boliviano. Desde sus inicios, el proyecto político del MAS buscó deliberadamente eliminar el sistema tradicional de partidos, impulsando en cambio un modelo cercano al partido único, inspirado en el populismo autoritario. Esta estrategia se sustentó en una visión totalitaria que identificaba a los partidos políticos tradicionales como enemigos que debían ser eliminados para asegurar el control absoluto del poder.
 
Históricamente, los partidos políticos fueron esenciales como mecanismos de participación y representación democrática en Bolivia, desde principios del siglo XX. Sin embargo, el MAS, bajo una lógica populista descrita como "fascismo en clave democrática", destruyó esas instituciones representativas, pulverizando la capacidad de articulación social, política y democrática del país. Al eliminar los partidos, el MAS también destruyó las estructuras básicas de representación ciudadana, dañando profundamente la democracia boliviana.
 
La cuarta herencia negativa es la corrupción generalizada, que afectó prácticamente todos los ámbitos institucionales y sociales. La corrupción destruyó desde adentro cualquier posibilidad de consolidar los objetivos iniciales del proyecto político del MAS, incluso aquellos que podrían haber sido legítimos en su origen, especialmente relacionados con la inclusión de sectores campesinos e indígenas. Lo que comenzó como una promesa social terminó convirtiéndose en una práctica sistemática de envilecimiento institucional, comprometiendo seriamente el desarrollo del país.
 
Frente a este escenario devastado, el desafío fundamental que enfrenta Bolivia es el de reconstruir sus instituciones republicanas y democráticas. La reinstitucionalización es indispensable para superar las heridas provocadas por la racialización y fragmentación social y para reconstruir la representación democrática legítima.
 
En este contexto electoral, el binomio compuesto por Samuel Doria Medina y Vicente Cuellar ofrece una alternativa concreta y equilibrada para encarar dicho desafío. Samuel Doria Medina aporta conocimiento económico práctico, experiencia en gestión pública y una visión liberal moderada adecuada a la realidad social actual del país. Por otro lado, Vicente Cuellar complementa esta fórmula aportando un enfoque centrado en la recuperación institucional, la promoción de valores sociales y culturales, y la inclusión ciudadana amplia.
 
Esta alianza representa, por tanto, la posibilidad de reconstruir un proyecto nacional que abandone las lógicas destructivas del MAS. El objetivo central es revertir el daño causado por la desinstitucionalización, la racialización y la destrucción del sistema político. Además, se trata de reconocer a las clases medias como actores principales en la actualidad boliviana, sin desconocer las realidades sociales que aún persisten, pero enfocándose en un proyecto que mire hacia adelante y no hacia el pasado.
 
La tarea futura es compleja, pero pasa necesariamente por superar el modelo excluyente y racista impuesto por el MAS, recuperando instituciones democráticas sólidas y representativas, donde todos los ciudadanos puedan sentirse nuevamente incluidos. La propuesta política de Samuel y Vicente representa precisamente esa visión de futuro, centrada en la reinstitucionalización democrática y en una verdadera reconciliación nacional, condición indispensable para el desarrollo económico y social sostenible en Bolivia.
 
 
 
JULIO ALIAGA LAIRANA
 
Aunque la herencia dejada por el Movimiento al Socialismo (MAS) ya fue descrita por los participantes que me anteceden, es necesario puntualizar brevemente que Bolivia hoy enfrenta profundas crisis económica, institucional y moral. Hace 20 años, el país tenía una visión optimista, proyectándose como un centro estratégico de distribución energética para América del Sur, especialmente en gas y electricidad. Hoy, dicha visión ha desaparecido casi por completo debido al gobierno del MAS, que dejó un país profundamente deteriorado y sin perspectivas claras.
 
Sin embargo, más allá de esta crisis heredada, lo fundamental ahora es plantear propuestas concretas para salir adelante. Bolivia necesita urgentemente una candidatura fuerte, pragmática y, sobre todo, honesta, que responda con claridad a los desafíos del presente y construya un nuevo horizonte de país.
 
Desde el movimiento Cambio 25, se propuso inicialmente una visión de país sustentada en tres ejes fundamentales: el mercado, el Estado y la sociedad.
 
El mercado, como un centro generador de riqueza:
La generación de riqueza depende fundamentalmente de la libertad económica: libertad de emprendimiento, comercio abierto, igualdad de oportunidades, seguridad jurídica y respeto a la propiedad privada. Sin mercado no hay creación de riqueza, solo distribución de pobreza.
 
Un Estado autonómico y eficiente:
Se requiere un Estado pequeño pero fuerte, descentralizado, autónomo y comprometido con el desarrollo integral. Este Estado debe regular eficazmente la economía, reducir desigualdades y apoyar iniciativas privadas y colectivas, fortaleciendo la institucionalidad democrática.
 
Una sociedad compuesta por ciudadanos:
Bolivia requiere una sociedad multicultural, diversa pero unida, innovadora y conectada al mundo moderno. Es prioritario luchar contra la corrupción, la mediocridad y la ignorancia, enfrentando con firmeza estos obstáculos culturales al progreso nacional.
 
Aunque Cambio 25 tenía estas propuestas claras, carecía de recursos suficientes para competir electoralmente por sí mismo, por lo que decidió unir fuerzas con otros actores políticos afines.
 
Consciente de la gravedad de la crisis nacional, identificamos siete medidas urgentes para enfrentar inmediatamente al asumir el gobierno:
 
· Eliminar gradualmente la subvención a los carburantes, indispensable para recuperar estabilidad económica.
 
· Sincerar el precio de divisas extranjeras (dólares) para estabilizar el mercado cambiario.
 
· Cerrar las empresas estatales deficitarias que generan pérdidas insostenibles.
 
· Reducir la burocracia estatal para racionalizar gastos y fortalecer la eficiencia.
 
· Lograr la independencia efectiva del Poder Judicial, garantizando neutralidad, eficiencia y transparencia.
 
· Sostener políticas sociales dirigidas a los sectores más vulnerables, combinando equidad con crecimiento económico.
 
·  Obtener financiamiento externo para enfrentar de inmediato las necesidades financieras del país.
 
Estas medidas deben implementarse rápidamente, idealmente en los primeros 100 días del nuevo gobierno, con decisiones claras desde el inicio de la gestión, pues no existe tiempo para improvisar ni dilatar soluciones.
 
Ante la necesidad de consolidar una alternativa política efectiva frente al MAS, se decidió respaldar la candidatura de Samuel Doria Medina junto con Vicente Cuéllar, quienes representan la capacidad real de llevar adelante estas transformaciones con solidez y pragmatismo.
 
Samuel Doria Medina destaca por su pragmatismo económico y político. Es un candidato con amplia experiencia en gestión económica, conocedor profundo del mercado, la administración pública y con conexiones nacionales e internacionales que pueden asegurar apoyo y estabilidad al país.
 
Además, Doria Medina comparte la visión de un Estado moderno, eficiente y descentralizado, respetuoso de la diversidad cultural y comprometido con los derechos sociales. Se identifica plenamente con la visión progresista, socialdemócrata y liberal-democrática que necesita Bolivia para superar las divisiones internas dejadas por el MAS.
 
Aunque cualquier campaña electoral obliga a los candidatos a embellecer su discurso, Samuel posee claridad y determinación para enfrentar con firmeza los problemas estructurales del país. Su compromiso con las propuestas mencionadas es sólido, especialmente por su intención explícita de implementar rápidamente medidas concretas en los primeros 100 días de gestión, algo fundamental dada la actual emergencia nacional.
 
Finalmente, se destaca que la candidatura de Samuel Doria Medina tiene la virtud de convocar a diversos sectores políticos y sociales bajo una visión común, inclusiva, moderna y democrática, alejada del autoritarismo y las visiones excluyentes del pasado.
 

1 de febrero de 2025

SOBRE LA ENCUESTA CLAURE

A siete meses de las elecciones generales en Bolivia, el escenario político comienza a delinearse con tendencias claras, pero también con una alta dosis de incertidumbre. Aunque los datos de las encuestas actuales muestran una radiografía del momento, la dinámica electoral es fluida, y muchas cosas pueden cambiar en el camino.


El ocaso de Evo Morales y la disputa en el MAS  
Uno de los datos más relevantes es la confirmación de que Evo Morales no será candidato. Su desgaste político, el rechazo generalizado y, sobre todo, la resistencia dentro de su propio partido ha sellado su destino. Su principal enemigo en este momento no es la oposición, sino su antiguo delfín, Andrónico Rodríguez, quien, con el respaldo de una parte del MAS, busca asumir el liderazgo. Si bien importante, el proyecto etnonacionalista y autoritario no es ya mayoritario. Para convertirse en una opción real de poder, tendrá que ampliar su base y conquistar a las clases medias, urbanas y mestizas, algo que aún está por verse.  

Luis Arce, sin chances reales
Mientras tanto, el presidente Luis Arce (Tilín) parece haber quedado fuera de juego. Aunque cuenta con el respaldo de un aparato estatal desde el que las y los funcionarios apostarían por la preservación de sus cargos, el apoyo no se traduce en una base electoral competitiva. En términos políticos, es un cadáver: su imagen no despierta entusiasmo ni dentro ni fuera del oficialismo.  

La emergencia de Chi Hyun Chung: el voto del desencanto
Un fenómeno que merece atención es el ascenso del pastor Chi Hyun Chung, quien, sin ser una novedad, representa la única alternativa visible momentáneamente para un electorado reactivo y conservador en busca de una opción diferente. Su discurso ultramoralista y reaccionario encuentra eco en ciertos sectores desencantados, lo que lo convierte en una figura a observar.  

Manfred Reyes Villa: fuerte pero estancado
El Alcalde de Cochabamba, Manfred Reyes Villa, ha decidido entrar en la carrera presidencial, convencido de que su popularidad es suficiente para sostener su candidatura. Sin embargo, según esta y otras varias encuestas, su crecimiento se ha estancado, lo que sugiere que ya ha alcanzado su techo electoral. Si bien tiene una base sólida, su margen de expansión es limitado.  

La dispersión en la oposición y el dilema de la unidad
El espacio opositor está fragmentado en torno a la idea de unidad. En el grupo de líderes que buscan articular una candidatura conjunta —Samuel Doria Medina, Tuto Quiroga, Carlos Mesa, Luis Fernando Camacho, Vicente Cuellar y Amparo Ballivian— solo Samuel y Tuto tienen una presencia electoral significativa. El resto ha perdido relevancia o carece de una intención de voto suficiente para influir en la competencia.  

Aquí surge una tensión clave: ¿unidad o renovación? Hasta ahora, la pulsión de unidad ha prevalecido sobre la necesidad de renovar liderazgos. El único "renovador" en el grupo es Vicente Cuellar, mientras que Rodrigo Paz Pereira, que también apostaba por la renovación, ha decidido competir por fuera, con un espacio electoral reducido porque fuera tendrá que competir con Manfred y Chi, sin grandes posibilidades.

Los escenarios según el candidato de unidad
La definición de quién será el candidato de unidad es crucial para el equilibrio electoral.  

Si el elegido es Tuto Quiroga, competirá directamente con Manfred y Chi en el espectro de la derecha, dejando vía libre a Andrónico Rodríguez para disputar el voto de centro y centroizquierda.  
Si el candidato es Samuel Doria Medina, tendrá la posibilidad de aglutinar el voto de la derecha, el centro, y a quienes difícilmente apoyarían a Tuto en el centro progresista (incluido un grueso de masistas desencantados y descontentos). Esto lo convierte en un candidato más competitivo con capacidad de captar votos de diferentes sectores.  

La apuesta por Vicente Cuellar
Más allá de los cálculos electorales, el proceso también es una batalla por visiones de país. En este sentido, la candidatura de Vicente Cuellar representa una alternativa que, aunque todavía no logra sumar mayorías, encarna un proyecto de cambio con una perspectiva distinta. Su desafío es consolidarse como una opción viable en un escenario donde las tendencias actuales podrían no ser definitivas.  Personalmente, este es el espacio donde yo me afilio: https://bit.ly/CAMBIO25

Un tablero aún en movimiento
Aunque las encuestas actuales marcan una tendencia, el camino hacia agosto está lleno de incógnitas. La disputa dentro del MAS, la consolidación (o no) de un candidato opositor de unidad, el crecimiento de figuras emergentes como Chi Hyun Chung y la capacidad de los actores políticos para expandir sus bases de apoyo serán determinantes en el desenlace de la contienda. La política boliviana es dinámica, y en siete meses, todo puede cambiar.

La Paz, 1º de febrero de 2025