ALTERNATIVAS

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29 de noviembre de 2025

PIRÁMIDES DE CORRUPCIÓN

Si algo nos han enseñado los últimos años es que la corrupción en Bolivia no funciona como un puñado de manzanas podridas aisladas, sino como una canasta llena, organizada en estructura, en pirámide. En la Policía, las denuncias de “cuotas” y cobros por traslados, destinaciones, controles y operativos se repiten a lo largo y ancho del cuerpo institucional: el de abajo cobra al ciudadano, se queda con una parte y entrega el resto hacia arriba, hasta llegar a mandos que jamás cobran una multa, pero se benefician de cada soborno. Varios testimonios de exuniformados y oficiales han descrito precisamente este mecanismo, junto con la “enfermedad” institucional provocada por años de intromisión política y corrupción sistemática.


Por eso, si este nuevo Comandante logra exponer y suprimir la pirámide de corrupción que va desde el policía en la calle hasta la más alta cúpula —cada cual pidiendo y extorsionando, y entregando la parte correspondiente a su jefe superior— se habrá logrado un avance inimaginable hasta ahora. No se trata solo de sancionar a unos cuantos “malos policías”, sino de romper el modelo de recaudación ilegal que convierte el uniforme en franquicia de extorsión y transforma la jerarquía en red de rentas. Eso exige algo más que discursos: requiere investigaciones patrimoniales serias, rotación y evaluación de mandos, protección efectiva a denunciantes y una política de transparencia que exponga, con nombres y cifras, cómo funcionan esas cadenas.

Además, no es la única pirámide que se conoce. En la Aduana, por ejemplo, la propia institución ha tenido que procesar a cientos de funcionarios por favorecer hechos de corrupción, y aun así la percepción de coimas en los puntos de control sigue siendo altísima. Casos de sobornos en el Ministerio Público o en el Ministerio de Medio Ambiente y Agua mostraron un esquema donde el dinero subía desde los niveles operativos hasta el despacho ministerial, con millones de bolivianos recaudados y blanqueados en inmuebles y lujos familiares. Lo mismo se ha visto en empresas públicas como EMAPA, descrita recientemente por el propio Gobierno como un “pulpo de corrupción”, con asociaciones fantasmas y proveedores ficticios.

De modo que el desafío es doble: o se desarman las pirámides, o ellas terminarán de desarmar al Estado. La limpieza en la Policía puede convertirse en un hito fundacional si es real, documentada y llega hasta arriba, pero solo será creíble si va acompañada por cirugías similares en la Aduana, en la Fiscalía, en las empresas públicas y en todos esos rincones donde el ciudadano ya asume que “sin coima no se mueve nada”. Romper la pirámide no es solo castigar a corruptos: es devolver a la ley su lugar de norma común y a la ciudadanía su derecho a vivir en un país donde el trámite, el control y la justicia no dependan de cuánto se está dispuesto a pagar por debajo de la mesa.

26 de noviembre de 2025

DE RETORNO

 Luis Revilla Herrero

y los Chalecos Amarillos

La Paz vive una paradoja, sigue siendo el corazón político del país, pero hace años que carece de un liderazgo propio, arraigado en su historia y capaz de proponer un rumbo compartido para la ciudad y el departamento. En ese vacío, el anunciado regreso de Luis Revilla Herrero desde el exilio (tras más de tres años fuera del país por los procesos judiciales que él denuncia como persecución política) reordena de inmediato el tablero. No vuelve sólo un exalcalde con experiencia, vuelve uno de los pocos líderes genuinamente paceños con capacidad de convocarnos a todos y todas, tejer puentes y hablarle a la vez a Sopocachi y Villa Fátima, a la Zona Sur y a los barrios populares, a La Paz y a El Alto.


Revilla no es un recién llegado, su biografía está ligada a la ciudad desde joven, primero como concejal y luego como alcalde reelecto, identificado con una centroizquierda progresista que puso énfasis en servicios públicos, espacio urbano y ciudadanía. A esa trayectoria se suma ahora la experiencia del exilio, en la que ha insistido en el sentido del servicio como hilo conductor de su vida pública. Ese capital simbólico lo coloca en una posición particular, puede hablar de gestión, de democracia y de derechos desde la memoria concreta de lo hecho y desde la herida de haber sido expulsado del juego por razones que miles de paceños percibieron como arbitrarias.

Lo que cambia con su retorno es la posibilidad real de construir un acuerdo suprapartidario genuinamente paceño. No se trata de resucitar viejas siglas ni de armar una alianza electoral más, sino de articular un “Pacto por La Paz” que ponga por delante un proyecto de ciudad y departamento antes que las candidaturas. Ahí Revilla aporta algo escaso en la política local. Tiene vasos comunicantes con la tradición municipalista, con sectores ciudadanos de centro y con organizaciones sociales que, sin ser masistas, tampoco se reconocen en la derecha tradicional. Es, por biografía y por lenguaje, un puente verosímil.

Ese pacto, además, no puede pensarse sólo en clave municipal. La Paz es ciudad y a la vez departamento diverso con un eje metropolitano La Paz–El Alto y unas provincias que hoy funcionan sin conducción estratégica. Una propuesta programática elaborada para El Alto como “ciudad del futuro” (con ejes de desarrollo tecnológico y productivo, fortalecimiento institucional y cohesión social con equidad territorial) ofrece pistas claras; la región paceña puede convertirse en el gran nodo logístico, industrial y de conocimiento del país si articula sus vocaciones. La Paz sede de gobierno, El Alto polo productivo y tecnológico, las provincias integradas por vías, conectividad y servicios. Hace falta alguien que convierta esa visión en una agenda política compartida; el regreso de Revilla abre la opción de que La Paz vuelva a mirarse a sí misma como región y no sólo como un municipio aislado.

También está en juego la salud de la democracia paceña. Durante años, el departamento ha oscilado entre la hegemonía del masismo, desgastada pero resistente, y opciones opositoras fragmentadas, muchas veces más preocupadas por disputarse el voto anti MAS que por construir una mayoría propositiva. Un liderazgo como el de Revilla puede ayudar a romper esa trampa binaria, convocando a fuerzas democráticas diversas alrededor de un mínimo común denominador, la defensa del Estado de derecho, la reconciliación, el respeto a la diversidad cultural y regional, y un proyecto de desarrollo que ponga en el centro a las personas, no a los caudillos. Esa lógica de unidad democrática ya ha sido ensayada en propuestas de alcance nacional que buscan convertir la crisis en oportunidades para reconstruir mayorías estables.

El retorno de Revilla, además, puede contribuir a cerrar un ciclo oscuro de persecución y exilio que afecta no sólo a él, sino a decenas de opositores y dirigentes sociales hoy fuera del país. Si un paceño que fue Alcalde y se vio obligado a refugiarse logra volver con garantías, someterse a una justicia no manipulada y defender su inocencia, se envía una señal potente a toda la sociedad; se nos dice que es posible pasar de la revancha a la competencia democrática, de la judicialización de la política al debate programático. La Paz, como sede de los poderes del Estado, tiene la responsabilidad simbólica de inaugurar ese nuevo clima, y la figura de Revilla puede ser uno de los catalizadores.

Nada de esto, por supuesto, está garantizado. El regreso de un líder puede también tentarlo a volver a la vieja lógica del campanario, cerrar filas en torno a su grupo, administrar el recuerdo de su buena gestión y negociar desde allí cuotas de poder. La diferencia estará en que Revilla se asuma como candidato de sí mismo o como articulador de un proyecto paceño más grande que su nombre, un acuerdo que convoque a universidades, colegios profesionales, juntas vecinales, empresarios, movimientos sociales y juventudes, y que ponga sobre la mesa una agenda concreta para los próximos veinte años, con seguridad ciudadana, movilidad, empleo juvenil, economía del conocimiento, cuidado del medio ambiente e integración campo y las ciudades.

La Paz y su departamento necesitan volver a creer que su voz cuenta en el destino de Bolivia. El anunciado retorno de Luis Revilla no es una varita mágica, pero sí una oportunidad política que no se presenta todos los días, la de recuperar un liderazgo paceño con experiencia, identidad y vocación democrática, capaz de tender puentes entre partidos y generaciones. Dependerá de él, y de la madurez de las fuerzas democráticas de la región, que esa oportunidad se traduzca en un verdadero proyecto de futuro para todas y todos los paceños, residentes y migrantes, que hemos hecho de este territorio nuestro hogar.

23 de noviembre de 2025

EL NUEVO MIR

O, EL MIR DE NUEVO

Dicen que el MIR ha recuperado su sigla después de veinte años de proscripción. Es una buena noticia para la memoria democrática boliviana, pero también una pregunta incómoda, ¿qué es exactamente lo que se quiere reconstruir? ¿Un recuerdo entrañable de juventud, un sello electoral disponible para negociar cargos, o un partido de la Izquierda Nacional boliviana para el siglo XXI, con identidad nítida, progresista y sin complejos? En estas dos décadas la militancia tomó rumbos muy distintos, algunos se alinearon con la ultraderecha tecnocrática, otros con la derecha populista, otros se refugiaron en el etnonacionalismo autoritario del MAS. Muy pocos hemos intentado conservar una visión de país que corresponda con la izquierda nacional y democrática, con raíces socialdemócratas, como la que quisimos tallar hace años, un hilo nacional, democrático y popular, feminista y ecologista, fruto de una larga reflexión escrita, discutida y defendida, no de un arrebato coyuntural.
Si hoy el MIR vuelve a la escena política, la vara para medir su sentido histórico no es la nostalgia, sino la coherencia con los principios de la izquierda democrática en Bolivia y la socialdemocracia internacional. Se entiende la izquierda democrática como un movimiento por la libertad, la justicia social y la solidaridad, cuyo objetivo es una sociedad en la que cada persona pueda desarrollar plenamente su personalidad, con garantías plenas de derechos humanos y civiles, en un marco de democracia efectiva. No se trata de un estilo amable de hacer política, sino de un proyecto integral que articula democracia política, igualdad social, economía regulada al servicio de las mayorías, paz, protección del medio ambiente y respeto radical a la dignidad humana. Ese respeto no es retórico, la Carta Ética de la Internacional Socialista, insta a defender la libertad de pensamiento, de creencias, de educación y de orientación sexual, el derecho a la igualdad de trato y la lucha contra toda discriminación por género, raza, origen étnico, orientación sexual, religión o ideas, y reconoce como aliados naturales a las organizaciones de mujeres, a los verdes, a la juventud y a los movimientos LGBTIQ+. La agenda que hoy la derecha descalifica con el rótulo despectivo de “woke” no es un capricho posmoderno, sino la consecuencia lógica de los valores clásicos de la socialdemocracia: libertad, igualdad, solidaridad, paz y derechos humanos. Si el nuevo MIR no asume sin ambigüedades ese piso ético y político, no será socialdemócrata, será otra cosa, un cascarón disponible para acomodarse al viento ideológico que sople.
En este marco, la defensa del Estado laico es un punto de partida ineludible. La protección simultánea de la laicidad y de la libertad religiosa debe ser un compromiso claro, el Estado no tiene religión, protege por igual a todas las creencias y también a quienes no profesan ninguna, y sus políticas públicas se basan en derechos y evidencias, no en dogmas. En Bolivia, aunque la Constitución consagra un Estado laico, en la práctica las iglesias católicas y evangélicas, junto a distintos fundamentalismos (incluidos algunos de supuesto signo “originario”) siguen influyendo sobre leyes, políticas públicas y decisiones judiciales. Eso se ve en los debates sobre educación sexual, aborto, derechos LGBTIQ+ o violencia de género, donde se intenta imponer una moral religiosa particular como norma obligatoria para toda la sociedad. Sin Estado laico no hay igualdad plena, y sin igualdad plena no hay socialdemocracia. Un MIR dispuesto a transar este punto para quedar bien con obispos, pastores o chamanes de ocasión, renunciaría, en los hechos, a su vocación de modernidad.
Lo mismo ocurre con los derechos de las mujeres y el aborto. La socialdemocracia y sus organizaciones de mujeres han insistido en que la igualdad de género implica el pleno ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos, incluyendo el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. En el espacio latinoamericano y caribeño han llamado explícitamente a desarrollar políticas públicas que garanticen estos derechos en condiciones de salud reproductiva adecuada y decisión libre, informada y segura. En Bolivia, sin embargo, el aborto continúa criminalizado, salvo excepciones restringidas (violación, incesto, riesgo para la vida o la salud de la mujer, algunas malformaciones fetales) y, aun en esos casos, el acceso real está plagado de trabas burocráticas, estigma y maltrato institucional. El resultado es conocido, cientos de abortos clandestinos e inseguros y muertes evitables de mujeres, sobre todo pobres y rurales. El MIR del siglo XXI no puede mirar hacia otro lado. Si las mujeres no pueden decidir sobre su cuerpo, si la maternidad no es libre, sino impuesta por el miedo a la sanción penal o por la presión religiosa, entonces la ciudadanía femenina es de segunda clase y la democracia se convierte en escenografía. Un partido que se reclame de izquierda democrática debe comprometerse de manera explícita con la despenalización del aborto dentro de plazos razonables, con el acceso efectivo a servicios de salud sexual y reproductiva, y con una educación sexual integral, laica y científica. No se trata de provocar a nadie, sino de salvar vidas, reducir desigualdades y reconocer un derecho básico a la autonomía moral. Si el nuevo MIR se refugia en ambigüedades, eufemismos o invocaciones genéricas a la “libertad de conciencia” para no incomodar al conservadurismo religioso, estará renunciando a uno de los pilares contemporáneos de la izquierda democrática en América Latina.
Algo similar vale para la diversidad sexual y de género. Se debe respetar y reforzar los derechos fundamentales, mencionando de forma expresa la orientación sexual y el derecho a la igualdad de trato, y combatir toda forma de discriminación basada en ello. En su desarrollo programático, la socialdemocracia ha situado la lucha contra la homofobia y las distintas fobias ligadas a la orientación sexual y a la identidad de género en el corazón de la construcción de una “sociedad de derechos” basada en la inclusión y la igualdad. Un partido socialdemócrata no puede tratar los derechos LGBTIQ+ como un apéndice incómodo del programa, relegado a notas al pie o a mensajes oportunistas para foros internacionales. Si hablamos en serio de dignidad y libertad, hay que defender leyes antidiscriminación efectivas; el reconocimiento igualitario de las familias diversas; el respeto a la identidad de género y la protección frente a los crímenes de odio; así como políticas públicas específicas en salud, educación, trabajo y seguridad para estos colectivos. La derecha hablará de “agenda woke” para ridiculizar esta lucha, pero lo que está en juego es algo mucho más elemental, que nadie sea golpeado, expulsado de su casa, despedido o humillado por amar a quien ama o por ser quien es. Si, al recuperar su sigla, el MIR decide hacerse el distraído con estos temas para no perder votos en sectores conservadores, no estará demostrando astucia táctica, sino renunciando a los principios que decimos abrazar.
Después de veinte años de proscripción, el verdadero riesgo es que el regreso del MIR se convierta en una operación puramente instrumental, utilizar una sigla conocida para negociar alianzas, listas y cuotas, adaptando el discurso según la moda del momento, un día guiñando el ojo a la derecha “promercado”, otro día al populismo conservador, otro al identitarismo autoritario, sin brújula propia. Para eso, francamente, no hace falta reconstruir el MIR; el sistema político boliviano ya está lleno de siglas-taxi, micropartidos y franquicias personalistas que cumplen ese papel. La única razón para invertir energía vital en esta reconstrucción es convertir al MIR en un partido socialdemócrata nítido, progresista, comprometido con la democracia pluralista y el Estado de derecho; con un Estado laico entendido como garantía de libertad e igualdad; con la igualdad sustantiva de las mujeres, incluyendo su derecho al aborto seguro; con la plena ciudadanía de las personas LGBTIQ+; con la defensa del medio ambiente y una transición ecológica justa; con la reducción radical de las desigualdades sociales y territoriales; y con un proyecto de reconciliación nacional que una, en vez de enfrentar, nuestras diversidades regionales, étnicas y culturales. Dicho de otro modo, o el nuevo MIR asume con claridad la tradición socialdemócrata y la reinterpreta creativamente para la Bolivia plurinacional de hoy, o será, en el mejor de los casos, un partido más, indistinguible del resto, condenado a girar alrededor del poder de turno.
La recuperación de la sigla, entonces, es una oportunidad, no una garantía. Si el MIR se presenta ante la sociedad boliviana con un documento fundacional claro, que se reconozca explícitamente heredero de la socialdemocracia internacional y que defienda sin ambigüedades el Estado laico, los derechos sexuales y reproductivos, la igualdad LGBTIQ+, la justicia social y ecológica, estaremos ante algo distinto, un partido capaz de aportar a la renovación de la política boliviana, de contribuir a la construcción de una centroizquierda moderna y de impulsar una agenda de reconciliación basada en la igualdad de derechos. Si, en cambio, el “nuevo” MIR prefiere callar o diluir estos principios para no perder viejas amistades conservadoras o posibles alianzas coyunturales, la conclusión es sencilla, no vale la pena militar allí. Porque sin una columna vertebral ética y programática, será solo un vehículo más para participar del poder, y no una herramienta para transformar el país. La disyuntiva está servida, o un MIR socialdemócrata, laico, feminista, plural y progresista, o un MIR cualquiera. Y si va a ser cualquiera, mejor dejar el nombre en la memoria afectiva, antes que verlo convertido en la caricatura de aquello por lo que una generación entera luchó.


14 de noviembre de 2025

ECOLOGÍA Y RECONCILIACIÓN

En Bolivia estamos acostumbrados a pensar la reconciliación en clave política, vencedores y vencidos, golpes y transiciones, memorias enfrentadas. Pero en pleno siglo XXI, si el gobierno de Rodrigo Paz Pereira quiere reconstruir el tejido social y abrir un nuevo ciclo democrático, no le bastará con un buen diseño institucional para la Reconciliación Nacional y Social. Necesita un segundo pilar igual de decisivo, una política ecológica seria, coherente y sostenida en el tiempo. Sin transición ecológica, no habrá reconciliación duradera; sin reconciliación, la transición ecológica se convertirá en otra fuente de conflicto.


Lo primero es entender que la crisis ambiental no es un tema “verde” de nicho, ni una excentricidad de ONGs internacionales. Es el espejo brutal del agotamiento de nuestro modelo de desarrollo. Detrás de los incendios que arrasan millones de hectáreas, de los ríos contaminados con mercurio, de los suelos agotados y de las áreas protegidas arrinconadas por la expansión irregular de la frontera agrícola, hay una forma de hacer política y economía, extraer rápido, repartir mal y mirar hacia otro lado. Ese modelo ha enfrentado regiones, comunidades y culturas; ha beneficiado a pocos y ha cargado los costos sobre pueblos indígenas, campesinos y barrios populares. Es decir, ha sido una fábrica silenciosa de resentimiento.

Cuando el gobierno de Rodrigo Paz propone una agenda ecológica que combina Deforestación Cero, restauración de bosques y suelos, protección estricta de cuencas, transición energética y una nueva gobernanza sobre el litio, no está “agregando” un capítulo moderno a su plan de gobierno. Está tocando el corazón mismo de la conflictividad boliviana. Y, sobre todo, está creando condiciones materiales para que la política de Reconciliación Nacional y Social tenga sentido para la gente común.

Una política de Estado para la reconciliación debe responder, al menos, a tres tipos de fracturas, territoriales, sociales e históricas. La agenda ecológica ayuda a las tres.

Primero, las fracturas territoriales. Hoy, la polarización “cambas vs collas” se expresa también en el mapa de la devastación, incendios y desmontes masivos en el oriente; crisis hídrica y retroceso de glaciares en el occidente; tensiones por la tierra y los bosques en la Amazonía y el Chaco. Si el gobierno impulsa un plan de Deforestación Cero con monitoreo satelital y participación ciudadana; si reforesta masivamente con especies nativas; si blinda áreas protegidas y territorios indígenas frente al avance ilegal; si ordena el uso del suelo con criterios técnicos y no clientelares, está haciendo algo más que “cuidar la naturaleza”, está enviando una señal de justicia territorial. El Estado deja de autorizar, por acción u omisión, que unas regiones “quemen” su propio futuro para sostener privilegios de otras; se convierte en árbitro equitativo de la casa común.

Segundo, las fracturas sociales. La reconciliación que hemos venido pensando no es solo entre élites políticas; es entre un Estado que durante décadas ha socializado los daños y privatizado los beneficios, y unas mayorías que han pagado el precio con su salud, su agua y sus medios de vida. Por eso, cuando se plantea erradicar progresivamente el mercurio, proteger cabeceras de cuenca y recuperar suelos degradados, se está hablando de reparación ecológica y social, de devolver, en la medida de lo posible, condiciones de vida digna a quienes fueron tratados como habitando "zonas de sacrificio". Si, además, se decide que los excedentes del litio se destinen de manera transparente a educación, salud y transición energética, la política ecológica se vuelve un mecanismo de redistribución, el nuevo ciclo productivo deja de ser un enclave más y se convierte en un motor compartido del desarrollo humano.

Tercero, las fracturas históricas. La Reconciliación Nacional y Social exige cerrar el ciclo nacional-popular e inaugurar un ciclo ciudadano, plural y democrático, donde libertad, igualdad e inclusión se sostengan en un proyecto de país compartido. La ecología, bien entendida, le da contenido concreto a ese horizonte, producimos, sí, pero sin incendiar el futuro; aprovechamos el litio, sí, pero para financiar la educación de nuestros hijos y la energía limpia que necesitaremos mañana; defendemos la propiedad y la iniciativa privada, sí, pero bajo reglas que impiden que la ganancia de unos se pague con el envenenamiento de otros. Es una manera de reconciliarnos también con nuestra propia historia, dejar atrás el papel de territorio colonial extractivo y asumir el desafío de ser una República que cuida responsablemente sus bienes comunes.

Aquí entra en escena un actor decisivo, la juventud. No es casual que las principales demandas ecológicas en Bolivia y en el mundo vengan de las y los jóvenes. Para ellos, el cambio climático no es una estadística, es el telón de fondo de sus vidas. Ven arder los bosques, secarse los ríos, retroceder las nieves que sus abuelos conocieron; y sienten que se les está robando el futuro a cuenta gotas. Una política de reconciliación que solo hable de heridas del pasado pero ignore el miedo y la rabia de las generaciones más jóvenes frente al colapso ambiental, será percibida como un ajuste de cuentas entre adultos, no como un proyecto de país.

Precisamente por eso, las medidas ecológicas del gobierno de Rodrigo Paz deberán tener un valor político adicional, pueden convertirse en el núcleo de un pacto intergeneracional. Una Escuela Nacional de Educación Ambiental, la incorporación de contenidos ecológicos en la currícula, los programas de emprendimiento verde para jóvenes y mujeres, la promoción de empleo vinculado a la transición energética y a la restauración de ecosistemas, son mucho más que políticas sectoriales. Son la forma de decirle a una generación entera, “ustedes no son solo quienes protestan en las calles con carteles reciclados; son quienes van a diseñar, gestionar y beneficiarse de la nueva economía verde boliviana”.

Si desde la Presidencia Plurinacional de la República se articula el trabajo de Reconciliación Nacional y Social con esta agenda ecológica —por ejemplo, tratando los conflictos socioambientales como prioridades, promoviendo diálogos territoriales sobre uso de suelo, agua y litio, incorporando la voz de la juventud y de las comunidades indígenas en el diseño de políticas—, la reconciliación dejará de ser una abstracción. Se volverá experiencia concreta, acuerdos locales para cuidar una cuenca, mesas de diálogo entre productores agroindustriales y comunidades afectadas por la quema, pactos regionales para transitar hacia formas de producción más sostenibles, con apoyos técnicos y financieros reales.

La reconstrucción del tejido social no se logrará solo con campañas de “tolerancia” o con actos simbólicos —que son necesarios—, sino también con proyectos compartidos que obliguen a cooperar. Nada obliga tanto a cooperar como gestionar un recurso común del que depende la vida, el agua de una cuenca, el bosque que protege una comunidad, la tierra de la que comen varias generaciones. Ahí, la combinación entre política ecológica y política de reconciliación tiene un potencial inmenso, crea espacios de escucha concreta (“¿cómo usamos este río?”), de diálogo informado (“¿qué alternativas a la quema tenemos?”) y de confianza ganada (“el compromiso que firmamos se cumplió, el Estado no nos mintió otra vez”).

Finalmente, hay un factor de legitimidad institucional que no debe subestimarse. La confianza en el Estado boliviano está muy dañada. Promesas incumplidas, leyes que no se aplican, instituciones capturadas, corrupción y opacidad han erosionado la credibilidad. Si, en los primeros días, el gobierno declara la emergencia ambiental y climática, pone en marcha un sistema de monitoreo con datos abiertos, deroga las leyes que incentivan desmontes e incendios y somete a auditoría pública las concesiones ilegales, estará enviando un mensaje potente: "esta vez vamos en serio". Si esa coherencia se mantiene en el tiempo, la percepción de legitimidad del Estado puede empezar a cambiar justamente allí donde hoy es más baja.

Por eso, cuando hablemos de la política de Reconciliación Nacional y Social del gobierno de Rodrigo Paz Pereira, deberíamos dejar de pensar la ecología como un “anexo bonito” y empezar a verla como uno de sus cimientos. Cuidar los bosques, el agua, el clima y la biodiversidad no es un lujo de países ricos; en un país tan fracturado como el nuestro, es una condición de posibilidad para la paz social. La casa común no es una metáfora poética, es el territorio donde debemos aprender a vivir juntos, sin quemarnos el futuro unos a otros. Y nada reconciliará tanto a Bolivia consigo misma como descubrir que defender esa casa (de manera justa, democrática y participativa) puede ser, por primera vez, un proyecto compartido entre regiones, culturas y generaciones.


12 de noviembre de 2025

FIN DEL "ESTADO TRANCA"

Cambiar equipos cuando hay transición de gobierno no es un juego, es una cirugía fina. Si se opera con prisa o con ideología ciega, se pierde memoria institucional; si se le teme al cambio, se perpetúa la ineficiencia.

El mandato es claro, desmontar el “Estado tranca”, esa economía de la demora que convirtió los trámites redundantes y las firmas superfluas en peajes. ¿Cómo? Reduciendo dotaciones sobredimensionadas, cortando incentivos a la extorsión y reorganizando procesos bajo una regla sencilla: "digital por defecto, presencial por excepción"; ventanilla única, interoperabilidad de datos y plazos máximos obligatorios.

El punto de partida es reconocer lo que existe. En muchas oficinas hay funcionarias y funcionarios que manejan normas, sistemas y ciclos presupuestarios con pericia. No todos son del MAS, y la procedencia política (ayer como hoy) no sustituye la evaluación por desempeño, probidad y resultados. Descartar esas capacidades por reflejo partidario sería fabricar a pulso un Estado amnésico.

La justicia política también cuenta. Es legítimo que quienes trabajaron en la campaña de Rodrigo Paz o de Samuel Doria Medina tengan prioridad para acceder a cargos, el Estado no es ajeno a la política. Pero esa prioridad solo vale si se alinea con perfiles, méritos y competencias comprobables. Primero servicio y mérito; luego afinidad. Invertir el orden no desmonta la tranca, apenas la muda de lugar.

Conviene recordar que antes del MAS se avanzaba en la profesionalización del Servicio Civil, concursos, exámenes y estabilidad habían institucionalizado cerca de la mitad del aparato. Volver a esa senda no es nostalgia, es sentido común. Y debe hacerse concursos abiertos y públicos, jurados mixtos (Estado, academia, sociedad civil), evaluaciones de desempeño y estabilidad condicionada al cumplimiento de metas.

El método importa. En los primeros días, auditar puestos y procesos para mapear cargas y duplicidades; aplicar un “semáforo” de personal que preserve a quienes son clave, recualifique a quienes pueden mejorar y separe (con debido proceso) a quienes no cumplan estándares; y abrir concursos transparentes con una ventana de prioridad para quienes apoyaron la campaña, siempre que acrediten idoneidad. Todo con resultados auditables y publicación de listas, puntajes y fundamentos.

Para evitar recaídas, se requieren salvaguardas, topes de dotación por entidad y un catálogo único de puestos que impida el crecimiento inercial; contratos con fecha de caducidad en proyectos y evaluación ex post de impacto; un código anticorrupción operativo que obligue a declarar conflictos de interés, verifique patrimonios, rote personal en áreas sensibles y sancione la mora injustificada; y KPIs públicos por entidad/tiempos de trámite, satisfacción ciudadana) para medir, comparar y corregir.

Una transición inteligente no niega la política, la ordena. Recompensa la lealtad, pero la subordina al mérito; reduce la burocracia, pero preserva la experiencia; acelera los trámites, pero refuerza los controles. Ese equilibrio es la llave para desmontar el “Estado tranca”. Menos barreras, más servicio, que el cambio se note en la ventanilla y en la vida cotidiana.

2 de noviembre de 2025

LA REPÚBLICA PLURINACIONAL

En las teorías políticas conviven varias maneras de entender el Estado. Mi mirada lo piensa como un aparato público que organiza el poder para legislar, gobernar e impartir justicia sobre y con la población que habita un determinado territorio.


La tradición republicana añade la forma, el poder se ejerce bajo el imperio de la ley, con división e independencia de poderes y controles recíprocos. Otras lecturas interpelan su contenido real, a quién le sirve y cómo se usa, porque sin límites efectivos el aparato termina capturado por intereses particulares. No son visiones que se excluyan, se complementan y obligan a una definición práctica y exigente.

Mi propuesta es clara y compatible con la diversidad del país, Bolivia es una República (la forma que limita y ordena el poder) cuyo Estado es plurinacional (la composición de su ciudadanía reconocida). No hay contradicción. La República fija reglas, leyes, derechos, separación de poderes, etc.. La plurinacionalidad reconoce que gobernamos sobre distintos pueblos que por razón de origen pueden considerarse naciones. La primera ordena; la segunda incluye. Juntas construyen un nosotros democrático.

Esta diferencia es trascendental. El masismo concibe al Estado como conteniendo a la sociedad, en su visión todas y todos los ciudadanos somos parte del Estado y es el Estado el que se compone en Sociedad Política y Sociedad Civil. Una visión republicana concibe al Estado como una oficina desde la que se gobierna y se regula la convivencia de la sociedad, el Estado es la Sociedad Política, mientras que fuera de él están las instituciones de la Sociedad Civil. Somos ciudadanos que ejercemos nuestra libertad, no somos funcionarios, ni subditos de un Estado.

Ese tipo de Estado debe cumplir sin ambigüedades sus tareas esenciales. Legislar, gobernar e impartir justicia; el Legislativo hace leyes, el Ejecutivo administra y ejecuta, el Judicial resuelve conflictos y protege derechos. Sin esa separación no hay República sino arbitrariedad. Por eso es innegociable una reforma judicial basada en mérito, carrera y transparencia.

El monopolio de la fuerza es exclusivo y único, pero estrictamente sometido a la ley. Fuerzas Armadas y Policía bajo conducción civil y control democrático; protocolos de uso proporcional de la coerción; y un Defensor del Pueblo capaz de proteger a la ciudadanía frente a abusos del propio Estado. Autoridad sí; discrecionalidad, no.

Garantizar derechos, seguridad jurídica y orden público es indelegable. Sin seguridad jurídica no hay inversión, empleo ni futuro; sin seguridad ciudadana no hay libertad. La prevención, la regulación y la sanción deben regirse por reglas claras, previsibles y estables. Primero la ley; nunca el capricho.

También corresponde al Estado coordinar y regular la economía cuentas claras. Recaudar, gastar y rendir cuentas con reglas fiscales; priorizar bienes públicos como la salud, la educación, la infraestructura. Esto exige autonomías vivas y un pacto fiscal efectivo, con competencias definidas y mayor capacidad de recaudación y gestión subnacional, para que la solución esté más cerca de la gente.

El Estado representa el interés general sin confundirse con la sociedad. No es el país en si mismo (como ha pretendido el MAS), ni un gobierno de turno, sirve a la ciudadanía y está sometido a la Constitución. Cuando el aparato estatal se confunde con “el pueblo”, se borran los límites y se abre la puerta a la corrupción y al abuso.

De esta arquitectura se desprende un modelo operativo nítido: un Estado pequeño pero fuerte, descentralizado y eficiente. Pequeño, porque no pretende hacerlo todo ni suplantar a la sociedad; fuerte, porque hace bien lo que le toca y no renuncia a su autoridad; descentralizado, porque decide junto a los territorios; eficiente, porque se organiza por resultados y rinde cuentas.

Nuestra apuesta republicana y plurinacional no es consigna sino un contrato institucional para recomponer confianzas, proteger libertades y encender de nuevo el motor del desarrollo. Se sostiene en reglas estables con separación de poderes y control recíproco; en una justicia que funcione por mérito, carrera, transparencia y acceso real; en una fuerza legítima y limitada, con seguridad que respeta derechos, responde a mando civil y al control democrático; descentralizado, con recursos equitativamente distribuidos, mediante un pacto fiscal y autonomías plenas para los gobiernos locales que deciden y rinden cuentas.

Bolivia necesita ese "Estado-oficina" que ordene, incluya y haga cumplir la ley; una República que sea ese poder y una plurinacionalidad que reconozca a todos y todas. Ese es el camino para pasar del conflicto repetido a la convivencia democrática, y del estancamiento a un progreso compartido. 


29 de octubre de 2025

LA CORRUPCIÓN

Los gobiernos pasan, como procesiones por las plazas, dejan una foto en la galería de Presidentes, una línea en la enciclopedia y algún almanaque colgado en la tienda del barrio. Lo que de veras queda no es la efigie, sino el sedimento, hábitos, léxicos, maneras de tratarse y de desconfiar, esas pequeñas teologías del “así se hace” que una época imprime en las costumbres. La política, más que un código de normas, es una escuela de gestos; y el gesto, cuando se repite, termina fundando una moral.


Veinte años del MAS son, en escala histórica, una era completa. Dos décadas alcanzan para fijar gramáticas (lo que se puede decir y lo que se considera posible) y para volver natural lo que empezó como una emergencia. Uno puede sacudirse como quiltro después del baño y creer que se libró de la mugre; no siente que el olor ya colonizó la fibra. Por eso las marcas que ciertas prácticas dejan en la psique colectiva no se borran con la alternancia ni con un decreto, exigen memoria larga y un trabajo sostenido de limpieza institucional.

Nuestra vida civil fue tomada por la retórica de la sospecha, nos miramos como si el otro fuera un documento falsificado con sello adulterado. El desprecio (ese hábito que vuelve objeto al prójimo) se deslizó sin ceremonia hasta el odio cotidiano. Y la política, degradada a escalera, se entendió como el arte de trepar sin convicciones, un ascensor social que pide pocos exámenes y exige muchas coimas. Nada nuevo bajo el sol, lo específico, pero lo grave es que la rapiña de lo público se volvió rutina, reglamento no escrito que se aprende por ósmosis y contagio.

Que la corrupción exista desde los escribas hace milenios es algo que se sabe. Lo alarmante es su metamorfosis, de pecado a procedimiento, de excepción vergonzante a protocolo tácito. Cuando en aduanas, impuestos, policía, fiscalía o ministerio público la exacción adopta forma de pirámide (diezmo que sube hasta el jefe pasando por el funcionario, el ujier, y del ujier al portero), ya no asistimos a la picardía del pícaro, sino a una liturgia. El mal deja de esconderse y se vuelve catecismo. Y un catecismo produce creyentes.

¿Cómo se desarma una religión equivocada? Con otra liturgia. La de la transparencia hecha hábito; la del trámite a la intemperie; la de la probidad (palabra simple y contundente) encarnada en personas dispuestas a jugarse el pellejo a cambio del descanso en su conciencia. Eso toma tiempo y método, paciencia, instituciones y, sobre todo, voluntad política. No el ademán para la foto, sino un contrato moral que obligue a gobernantes y gobernados a someterse a verificación y castigo, a sistemas de incentivos y controles que no dependan de los humores del gobernante.

No somos marcianos, somos humanos, mamíferos simbólicos. Allí donde países con historias ásperas de corrupción recompusieron sus pactos cívicos, no hubo milagros, hubo educación, ejemplaridad, sanción eficaz, premio a la honestidad, cultura de trámite simple y de dato público. Si ellos pudieron (por disciplina institucional, no por superioridad), nosotros también. La tarea es grande como una catedral y prosaica como una ventanilla en cualquier ministerio; es cosa de levantar estructuras mientras barremos el polvo del día.

Empecemos por lo básico y revolucionario, tratar la cosa pública como sagrada y al adversario como un interlocutor legítimo. Después, persistir. Porque las repúblicas (a diferencia de los almanaques) no cuelgan de un clavo, se sostienen cada día con manos limpias y con un poco de humor, para no perderse en el laberinto. ¡Vamos a intentarlo!

23 de octubre de 2025

EL VOTO: pérdidas y ganancias

Aquí no se ganó ni se perdió; se abrió, con crudeza, la página donde el país se miró sin maquillaje. La derrota de Tuto Quiroga no es un tropiezo táctico ni el capricho de una encuesta, exhibe el límite cultural de una élite que confunde el decorado con el cuarto, el trending topic con la memoria social. En Bolivia, parte de la sociedad no soporta mirarse en la herida colonial que se repite, una y otra vez, con el mismo error. Lo escribió ayer Susana Bejarano sin rodeos y yo le creo: el “error” no fue del manual electoral de Durán Barba, fue que se equivocaron de país. Cuando estallaron los tuits racistas del candidato a vicepresidente de LIBRE, se intentó rebajarlos a que eran solo ruido; en realidad tocaban un nervio que nos atraviesa y que es memoria viva. Ahí, en esa sílaba mal dicha, se decidió la campaña.

Horas después del balotaje vimos el envés del tapiz, protestar es un derecho; volver dogma a una sospecha, no. La incredulidad creció en los claustros digitales donde el espejo repite al espejo, “nadie apoya a Rodrigo Paz” –decían–, “todos son de Tuto”, y se lo creían. Cuando el conteo contradijo esa cámara de ecos, apareció la palabra ritual, “¡fraude!”. Pero las redes administran percepciones, no sustituyen el escrutinio.

Los hechos, incómodos como cualquier evidencia, no calzan con el relato conspirativo. Rodrigo Paz venció casi con un 10% por encima de su rival; el resultado es inobjetable. LIBRE pidió auditorías y acceso a actas (gesto saludable en una República) mientras observadores y autoridades electorales respaldaron la validez del proceso. Pedir transparencia no equivale a predicar fraude; convertir dudas de WhatsApp en certezas nacionales sí erosiona la convivencia.

Pero el problema es más hondo. En campaña reapareció, sin disfraz, una intolerancia de clase que llama “natural” a lo que es violencia simbólica, el “mascacocas hediondo”, al “mueran los collas”, al desprecio por el origen popular. No es una anécdota, es un cerco cultural que hace indigesto cualquier mensaje. Cuando prospera la fábula de “minorías ilustradas” llamadas a gobernar sobre una “mayoría ignorante”, se retira el puente y sólo queda un foso infecto. Desde ese lugar no sólo se pierden elecciones, se malogra cualquier proyecto de convivencia democrática.

Los ultras, a derecha e izquierda, deforman la democracia, cambian el voto por el grito, las reglas por el agravio. Dos décadas masistas de erosión institucional nos lo recuerdan, el Estado como herramienta de facción, la política como guerra moral. La novedad de este octubre no es que ambos extremos cayeran, es que ambos quedaron expuestos; el etnonacionalismo autoritario que bloqueó el país cuanto pudo y la derecha extrema para la cual la igualdad política es un tropiezo en el camino de sus ambiciones. Por eso el resultado abre una puerta y genera el desafío de reconstruir un centro popular, entre liberal y socialdemócrata, capaz de dar rumbo sin negar la pluralidad real de nuestro país.

Ese es el punto de partida del nuevo ciclo, reorganizar una izquierda democrática, liberal, nacional y progresista. No es nostalgia de etiquetas; es gramática de la gobernabilidad. Nuestra tradición y nuestra cultura política, cuando supo aliar libertad con igualdad, productividad con protección, mérito con reconocimiento, hizo transitable el camino. Ese lugar histórico tiene hoy algunas tareas inmediatas:

Primera: Defender el voto como sacralidad civil. Auditorías razonables, sí; “fraude sin pruebas”, no. Blindar el resultado hoy es blindar la alternancia mañana. El Estado de derecho se cuida en las buenas y, sobre todo, en las malas.

Segunda: Reconciliar de veras. No habrá hegemonía democrática mientras siga intacto el dispositivo racista que naturaliza jerarquías y convierte al distinto en sospechoso. Reconciliar no es olvidar, es reconocer, reparar y pactar reglas previsibles. En lo concreto, un lenguaje público que dignifique; una escuela que enseñe convivencia; medios que verifiquen y abran micrófonos diversos; justicia que castigue la violencia y la discriminación. Esa pedagogía cívica es también económica, sin ella, ninguna reforma sobrevivirá al próximo estallido.

Tercera. Ayudar a dar estabilidad y gobernabilidad, cuidando lo irremplazable. Ordenar cuentas, normalizar el mercado de hidrocarburos y divisas, y sincerar precios relativos con una secuencia que proteja a la mayoría. El mandato fue claro: cambio con certezas, reformas con amortiguadores, crecimiento con derechos. La democracia no se debe narrar desde la tribuna, debe empujar un pacto de transiciones (fiscal, cambiario, energético, productivo) que preserve servicios esenciales, promueva inversión y empleo, y remiende el tejido social. Gobernabilidad es menos un discurso épico y más cumplimiento, metas, calendarios, evaluación independiente y protección a las y los más vulnerables.

No se trata de cheques en blanco ni de negar diferencias; se trata de leer el signo de la hora, clausurar el péndulo catastrófico que nos lleva del estatismo clientelar al ajuste sin redes de seguridad, y abrir un ciclo ciudadano donde la política vuelva a ser una industria de acuerdos. El nuevo gobierno necesita una contraparte que le ayude con la brújula, democracia con ley, crecimiento con equidad, descentralización con inclusión territorial. Santa Cruz (motor imprescindible) tendrá que renovar élites para liderar sin desprecio; el altiplano y los valles, abandonar el ensimismamiento corporativo y volver a hablar el idioma del bien común.

Volvamos al principio. Esto no se resuelve con genialidades de un consultor, sino con una dirigencia que entienda la densidad cultural de Bolivia y hable en los mercados y con los sindicatos, las cooperativas y las startups, con maestras y transportistas, juntas vecinales y universidades. La ciudadanía no se decreta, se teje. Si las élites derrotadas no reconocen la raíz de su fracaso (racismo solapado, distancia social, desprecio al otro) volverán a tropezar otra vez con la misma piedra. Si el puente entre el liberalismo y la izquierda democrática se reorganiza como casa común de la pluralidad, hará posible lo urgente, la estabilidad con dignidad.

Porque aquí no ganó sólo Rodrigo Paz Pereira; ganó una oportunidad. Y eso es algo que no abunda en este tiempo. Que no la extravíen el resentimiento ni la soberbia. Que la conquiste, de una vez, la República de ciudadanas y ciudadanos, en democracia y libertad.

17 de octubre de 2025

PERIODISMO EN LAS ELECCIONES

para la escucha, el diálogo y la reconciliación


En una segunda vuelta que definirá el rumbo del país el 19 de octubre de 2025, es indispensable rechazar la televisión militante que pretendió manipular las urnas desde el set.

Hemos visto cómo varios canales, convertidos en actores de campaña, confunden noticia con propaganda, amplifican un libreto que empuja el eje programático y ofrecen al televidente una realidad recortada, donde la voz del ciudadano cede ante la pauta, el rating y la conveniencia empresarial. Ese desorden no es pluralismo; es parcialización de facto. Ha servido para acrecentar la división, la desconfianza y hasta los discursos de odio.


El periodismo de verdad tiene una misión simple y exigente, verificar, distinguir información de opinión, abrir la deliberación a voces diversas y poner el interés público por encima del interés de la redacción. Cuando ese estándar se abandona, la libertad del voto se vacía y la democracia se empobrece.

En esta campaña de balotaje, esa parcialización tuvo nombre y pantalla: DTV, GIGAVISIÓN, UNIVISIÓN y RED UNO TV, cruzaron el límite profesional y tomaron partido, de manera inocultable, por Tuto Quiroga, a pesar de ser una candidatura asociada a la derecha radical (como él mismo dice) y señalada por múltiples voces por machismo, racismo y homofobia. Lo hicieron mediante encuadres complacientes, paneles desequilibrados, consignas disfrazadas de noticia, silenciamiento de voces disonantes y una distribución de minutos de pantalla que convirtió la cobertura en propaganda. Eso no es libertad de prensa, es distorsión del derecho de las y los electores a recibir información veraz, plural y contrastada. Y si la prensa se juega el partido con la camiseta puesta, el árbitro desaparece y el público queda a merced de un marcador inventado.

Debemos defender reglas claras que devuelvan la construcción de la opinión pública a la ciudadanía, transparencia plena de la propiedad y de la pauta (pública y privada); etiquetado visible de todo contenido político pagado; encuestas con ficha técnica auditada; acceso equitativo y debates obligatorios; defensoría del televidente en los principales canales; y observación ciudadana continua sobre coberturas y minutos de pantalla. No se trata de censurar a nadie, sino de impedir que el árbitro sea jugador; de recordar que la prensa es un contrapoder, no un comité de campaña. Así se cuida el voto libre y así se honra la dignidad de las mayorías, que en Bolivia tienen rostro de mujeres que trabajan y cuidan, de juventudes que estudian y emprenden, de clase media urbana y popular, de pueblos indígenas y migrantes internos: todas y todos los que sostienen el país sin micrófonos ni privilegios.

La campaña que Bolivia necesita habla el idioma de la gente, empleo digno, salud cercana, escuelas que enseñen, seguridad sin abusos y justicia sin privilegios. Y, sobre todo, una decisión estratégica para romper el péndulo catastrófico que durante décadas nos ha oscilado entre un estatismo que asfixia y una privatización que excluye. Ese vaivén sólo se detiene con acuerdos de larga duración entre sociedad, mercado y Estado; con reglas estables; con un piso ético que ponga freno al cinismo y a la prebenda; y con una apuesta por la economía del conocimiento, la transición ecológica y la igualdad real de oportunidades. Esto no es consigna, es arquitectura de futuro.

Tenemos, además, un marco histórico que sigue siendo nuestra gramática común, lo nacional, lo democrático y lo popular, desde donde se construyen las mayorías electorales viables. Desde 1952, Bolivia se piensa y se reconoce en esa trilogía que articuló ciudadanía, inclusión y desarrollo. Actualizarla hoy implica incorporar sin miedo las energías del siglo XXI, feminismo, pluralidad cultural, compromiso ecológico, innovación tecnológica, para que el proyecto no sea pura nostalgia, sino un motor con un futuro donde podamos escucharnos, entendernos y reconciliarnos todos y todas.

La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna ni una terapia de grupo, es una política de Estado para suturar una fractura histórica. No pide amnesia, exige memoria y justicia, verdad para las víctimas y reparación simbólica con un horizonte común. Supone instalar una institucionalidad permanente para la Reconciliación, con justicia restaurativa, educación para el pluralismo y un Archivo de la Memoria, que convoque a mujeres y hombres, juventudes, pueblos indígenas, trabajadores y emprendedores a un diálogo real, no solo de fotos para la televisión. Desde un centro democrático (alérgico a los dogmas de izquierda y de derecha) debe transformar el conflicto en acuerdos estables, reconstruir la confianza y convertir nuestra diversidad en proyecto compartido. Ese es el camino para que Bolivia deje de tropezar con sus fantasmas y empiece, por fin, a reconocerse en un futuro común.

Por estas razones, yo apoyo a Rodrigo Paz Pereira. No se trata de eslóganes ni de recuerdos acomodados, sino de un liderazgo capaz de ordenar el centro político, reconciliar regiones y culturas, proteger primero a los más vulnerables y encarar con pragmatismo los desafíos inmediatos, a saber, estabilizar la economía, devolver certidumbre a las familias y reconstruir servicios públicos que funcionen sin clientelas ni humillaciones.

2 de octubre de 2025

UN PROYECTO VIABLE

Bolivia no necesita un salto al vacío ni una victoria efímera, sino un proyecto de poder estable que convierta la crisis en oportunidad y reconstruya mayorías duraderas. Ese proyecto articula grandes sectores que, en el agotamiento del régimen masista, juntan a los descontentos que bajan (que votaron y fueron del MAS, pero están cansados de sostener lo insostenible) con los descontentos que suben (excluidos de las decisiones estos últimos veinte años) para abrir un nuevo ciclo. En nuestro idioma político, ese ciclo sigue regido por una gramática nacional, democrática y popular que no ha sido cerrada desde 1952. En clave gramsciana, toca disputar la hegemonía, la dirección moral e intelectual que haga de un programa sentido común, como se ha hecho cada 20/30 años en Bolivia. En clave zavaletiana, se trata de gobernar una sociedad abigarrada sin negar su pluralidad, sino sumándola bajo nuevas reglas. Quien no entienda esa matriz está condenado a gobernar contra la sociedad o a no gobernar.


La coyuntura obliga a sincerar un dato: existe un amplio consenso técnico sobre lo que toca hacer hoy para estabilizar la economía. Cerrar el déficit, normalizar el mercado cambiario, sincerar precios relativos (en especial energía y combustibles), recuperar reservas, elevar la productividad y proteger a la población vulnerable. En los objetivos no hay murallas entre las candidaturas: Rodrigo Paz Pereira y Tuto Quiroga apuntan a metas similares. Lo que los separa, y esto es decisivo, es el cómo y el cuándo. La secuencia importa porque la política boliviana no se maneja en un laboratorio, la gobernabilidad depende de ordenar los costos de la estabilización, de modo que la sociedad los procese sin estallar, mientras se construye una mayoría renovada. Si el método rompe vínculos y enardece la calle, la economía se arregla en papeles, pero se vuelve ingobernable en la vida real.

La propuesta de shock de Tuto Quiroga promete rapidez y limpieza quirúrgica. Pero en una sociedad abigarrada con tejidos frágiles, soltar de golpe el precio de los combustibles y desmantelar subsidios de una sola vez activa un mecanismo conocido, inflación de corto plazo, licuación de salarios y pensiones, encarecimiento de transporte y alimentos, conflictividad sindical y vecinal, y bloqueo de la agenda legislativa. Resultado, un gobierno asediado que pierde autoridad antes de consolidar su arquitectura institucional. Con el shock, el Bloque Social Alternativo de Poder que necesitamos para sostener reformas de largo aliento se vuelve impracticable: los descontentos que bajan se repliegan por miedo al costo político y social y los que suben sienten que el nuevo ciclo repite la exclusión con otro uniforme. Lo que debía ser recambio democrático se transforma en péndulo catastrófico; volvemos, como venimos haciendo hace casi cien años, del estatismo ineficiente a la privatización inequitativa.

El gradualismo de Rodrigo Paz Pereira parte de la misma hoja de ruta macro (orden fiscal, sinceramiento cambiario, corrección de precios), pero la despliega con una ingeniería política y social que hace posible la mayoría y un mínimo de estabilidad. Sincera el costo, sí, pero lo secuencia y lo amortigua, propone la convergencia de precios de combustibles con un calendario público y verificable; habla de compensaciones monetarias temporales a hogares vulnerables; protección transitoria al transporte y al agro, mientras se ajustan las cadenas de los costos; asegura un senda que recorta el gasto fiscal ineficiente, sin tocar la salud, la educación ni la red de bonos que blinda a los más pobres. En paralelo, propone reglas cambiarias claras; metas trimestrales de reservas y déficit con seguimiento independiente; y una agenda de productividad que active inversión, empleo y formalización. La economía no se ordena solo con números, se estabiliza con pactos que alinean expectativas y reparten esfuerzos de manera soportable.

Gobernar Bolivia hoy es, sobre todo, construir puentes. El liderazgo que hace posible un Bloque Social Alternativo que garantice la estabilidad del proceso no es el que gana la primera semana a punta de decretos, sino el que mantiene abierta la mesa de acuerdos con las clases medias urbanas, sindicatos, emprendedores, regiones, juventudes, mujeres, pueblos indígenas y movimientos ambientales. Rodrigo Paz encarna mejor esa lógica de arquitecto de puentes, su propuesta no demoniza a la otra mitad, convoca a la pluralidad bajo un paraguas común (liberalismo democrático e izquierda democrática con pulsiones progresistas y ecologistas) y entiende que la unidad no es la foto de cuatro dirigentes, sino una red viva que se articula con transparencia. Esa forma organizativa prefigura la gobernabilidad que promete, si la unidad se construye abajo, el gobierno respira; si la unidad se decreta desde arriba, el gobierno puede asfixiarse.

El contraste con Tuto Quiroga es nítido cuando miramos la capacidad de acuerdos parlamentarios y sociales. Un ajuste de choque, aplicado por una fuerza sin anclaje en el campo nacional/democrático/popular, activa vetos cruzados y paraliza la deliberación. Los bloques legislativos se endurecen, más aún cuando desde la campaña electoral ha generado rechazos puntuales fruto de las campañas sucias que se le atribuyen; la calle se llena de actores que solo pueden decir “no” y la agenda de reformas se convierte en una cadena de incendios. Aun si el shock produjera un alivio contable rápido, terminaría por erosionar la base social indispensable para sostener una segunda etapa de productividad, inversión y empleo. Sin mayoría social no hay reformas que duren; sin reformas que duren, la estabilización se evapora y asoma la siguiente crisis.

El gradualismo responsable, en cambio, habilita un pacto de transiciones, la transición de precios acompasada con la transición de ingresos; la transición fiscal con la transición normativa; la transición energética con la transición productiva. Ese “mientras tanto” es políticamente costoso, pero socialmente inteligente, pide más a quienes más tienen, cuida a quienes menos margen poseen y compra tiempo para que los cambios estructurales (logística, competencia, digitalización, energía limpia, seguridad jurídica) empiecen a rendir frutos. A la vez, ofrece una narrativa digna para los descontentos que bajan, "orden, legalidad, meritocracia" y para los que suben, "justicia, igualdad, respeto", habilitando su encuentro en un bloque que sostenga la alternancia. Así un programa técnico se vuelve hegemonía democrática.

No se trata de indulgencia ni de dilación, se trata de estrategia. En Bolivia, la autoridad nace de combinar competencias técnicas con capacidad de acuerdo. Creer que la economía se corrige pasando la aplanadora sobre la política ignora la experiencia reciente, que nos enseña que cada corrección abrupta rompe la coalición social que debía sostenerla. La candidatura de Rodrigo Paz Pereira ofrece, por diseño, un camino de estabilización compatible con la construcción de mayorías, metas claras, cronogramas, transparencia de costos y amortiguadores que evitan convertir la estabilización en una fábrica de enemigos. La candidatura de Tuto Quiroga, en cambio, supone que el shock producirá por sí mismo la coalición que no existe; pide a la sociedad que apruebe hoy lo que apenas podrá evaluar mañana, después de pagar un precio muy alto.

Hay otro punto crucial: la Reconciliación Nacional y Social. El shock, en un país marcado por memorias de agravios y desconfianzas, reabre heridas y ensancha distancias entre regiones y sectores, entre clases sociales e identidades culturales. El gradualismo, bien comunicado y bien controlado, permite una reparación simbólica y práctica, reconoce el dolor de los ajustes, explica sus razones, comparte sus beneficios y crea instituciones que devuelven previsibilidad a la vida cotidiana. No hay hegemonía sin reconocimiento, ni reconocimiento sin reglas claras. Por eso el camino que mejor cuida la democracia es también el que mejor cuida la economía.

Si el objetivo es garantizar gobernabilidad, sostenibilidad y capacidad de acuerdos, en la Asamblea Legislativa y en la calle, la elección racional favorece a quien puede construir y mantener el Bloque Social Alternativo de Poder que la coyuntura exige. Ese actor, hoy, es Rodrigo Paz Pereira. No porque eluda decisiones difíciles (están sobre la mesa y hay consenso en ejecutarlas), sino porque entiende que la forma importa tanto como el fondo, la secuencia y los amortiguadores no son concesiones, sino condiciones que hacen la estabilización posible. Tuto Quiroga puede acertar en diagnósticos y metas, pero su método haría inviable la coalición social que debe sostenerlas, al convertir la estabilización en shock, convertiría la esperanza en conflicto y el programa en papel mojado.

Elegir entre estas rutas no es escoger entre ser serios o blandos; es escoger entre ser eficaces o imprudentes. La eficacia, en Bolivia, se llama mayoría hegemónica Y democrática, un bloque amplio, plural y responsable que haga lo necesario sin romper lo irremplazable. Con gradualismo firme, pactos sociales y parlamentarios, y una narrativa que convoque a la diversidad, ese bloque es posible. Con shock, no. Por eso, si queremos una salida que dure más que un titular en los periódicos, la candidatura de Rodrigo Paz Pereira es la mejor apuesta para estabilizar la economía, recomponer la política y abrir, por fin, un ciclo ciudadano de prosperidad con justicia.

29 de septiembre de 2025

RACISMO A LA VISTA

La parte buena de la impronta racista de J.P. Velasco es que el tema haya salido a flote y se visibilice con crudeza en la mesa electoral. El racismo en Bolivia no es un exabrupto ni un mal humor pasajero: es una estructura de dominación que atraviesa la historia nacional y se agazapa en nuestras prácticas cotidianas, instituciones y lenguajes. Viene de lejos y aún produce exclusiones reales entre altiplano y llanura, entre el centro burocrático y las periferias, entre el campo y las ciudades, entre mestizos blancos y mestizos indios; cambia de rostro sin cambiar de esencia.

Que hoy se devele el racismo con nombres y apellidos es la ocasión para dejar de tratarlo como decorado y asumirlo como lo que es, una herida que corta la convivencia, alimenta el resentimiento y convierte al otro en enemigo. La fractura no es un accidente; cuando para crecer en la política se la administra con cálculo, como ha ocurrido estos veinte últimos años, lo que se deshace no es solo la política, sino la nación. La Patria vive bajo el filo de la espada del racismo estructural.


Diagnóstico sin eufemismos

Bolivia es un país de alma múltiple que cojea por tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales y generacionales. A la vieja matriz colonial se suman nuevas trincheras ideológicas, instituciones corroídas por la sospecha y un racismo estructural que persiste. El resultado es una convivencia trizada que exige no solo reformas, sino un acto de voluntad colectiva, es preciso escucharnos, hablar sin gritar, reencontrarnos sin imponernos.

Este deterioro convive con nuestro clásico “péndulo catastrófico”, décadas oscilando entre estatismo y privatización, sin resolver desigualdades ni construir reglas duraderas. El racismo se amarra a ese vaivén, unas élites administran la exclusión, otras prometen redenciones totales. Toca salir del péndulo y del prejuicio a la vez.

Compromiso ineludible

Luchar contra el racismo estructural debe ser un compromiso de Estado y de toda la sociedad. No como consigna vacía, sino como una política de Reconciliación Nacional y Social que cure heridas y reconstruya la confianza. La reconciliación no pide amnesia, exige nombrar verdades y encarar su reparación.

Pasar del discurso a los hechos

Verdad y memoria con horizonte de futuro: Inspirarnos en experiencias de otras sociedades que hicieron de la verdad un punto de partida (no para imponer olvido ni impunidad) y adaptar algo así como una Comisión de Escucha y Reconciliación a nuestra realidad, acompañada de pactos éticos e instituciones garantes de equidad.

Igualdad ciudadana efectiva: Políticas públicas y presupuestos con enfoque antidiscriminación; servicios y justicia sin sesgos; formación intercultural en las escuelas y universidades; reglas que protejan la dignidad sin relativismos.

Diálogo social permanente, no ceremonial: Mecanismos reales de consulta; concertación desde abajo; organizaciones que sean voces ciudadanas y no apéndices partidarios. El diálogo humaniza el conflicto y amplía pertenencias.

El Centro Democrático como método: Salir de los extremos que pontifican y purgan; edificar un centro liberal y progresista a la vez, capaz de tender puentes entre regiones, culturas y memorias.

Santa Cruz y El Alto como vanguardias integradoras: La nueva Bolivia mestiza, urbana y democrática ya se fragua allí; convertir esa energía económica y cultural en liderazgo nacional inclusivo depende de su capacidad para convocar y construir consensos que nos impliquen a todos y a todas.

Política, cultura y carácter

La reconciliación no es un documento para estampar cuatro firmas; es un proceso largo, costoso y paciente que nace desde abajo, casa por casa, aula por aula, barrio por barrio. Requiere liderazgos y militancias que trabajen cada día en el terreno social, no solo en sets televisivos y en las tarimas de actos montados para la política.

No confundamos, pedir reconciliación no es pedir silencio. Es pedir respeto y convivencia para que el país deje de repetirse como tragedia. Bolivia será grande no por eliminar diferencias, sino por aprender a vivir con ellas en una democracia madura.

La ocasión es ahora

Las y los bolivianos hemos construido una democracia muy nuestra, que caló hondo en las clases medias, mestizas y urbanas; hoy toca ampliarla a todo el cuerpo social, curando la vieja herida racial y sus nuevas mutaciones. Es nuestra oportunidad de mostrar que la política sirve para unir y elevar, y no para degradar.

La urgente Reconciliación Nacional y Social no es el fin, es el inicio de un nuevo tiempo y quizá la última oportunidad para convertir esta casa fragmentada en un hogar común.

14 de septiembre de 2025

VOTAR POR RODRIGO PAZ

Aquí y ahora, Bolivia vive un momento bisagra. No se trata de una elección más, sino de encauzar, por fin, el cierre del ciclo nacional/democrático/popular que ordena nuestra historia desde 1952. Ese ciclo no es un eslogan, es la forma concreta en que el país se reconoce y se organiza cuando quiere avanzar con estabilidad, justicia y crecimiento. Cada vez que lo olvidamos, el péndulo catastrófico nos devuelve a la parálisis, estatismos que asfixian libertades o privatizaciones que desatienden a las mayorías. Hoy tenemos la opción de salir de ese vaivén y abrir un tiempo distinto. Esa puerta la abren mejor Rodrigo Paz y el controvertido Capitán Lara.

La Bolivia real, mestiza, urbana, trabajadora, hecha de clases medias que conviven con un movimiento popular vigoroso, no cabe en los extremos. Necesita un gobierno que articule libertades económicas con protección social; que respete la ley y, a la vez, escuche el humus popular donde anidan las demandas de justicia, reconocimiento e igualdad. Rodrigo Paz encarna esa bisagra, es un liderazgo de renovación con tono moderado, capaz de hablarle al emprendedor que requiere crédito y reglas claras, al al productor, al maestro, a la trabajadora por cuenta propia, que reclaman servicios públicos dignos y seguridad frente a la crisis.

Llamar “masista” o “comunista” a esa agenda es una maniobra pobre de la derecha radical para espantar al electorado popular y clausurar el diálogo. No funciona y es peligrosa, fragmenta, empuja al voto popular a replegarse en su viejo refugio y reanima la polarización que nos estanca. El voto popular no es propiedad del MAS; es un campo en disputa que solo se conquista con respeto, soluciones y cumpliendo la palabra empeñada.

Un gobierno encabezado por Tuto Quiroga nacería con una doble dificultad, social y política. Social, porque expresa, con su estilo de “señorito” y un séquito afincado en una derecha de reflejos oligárquicos, una distancia emocional con las mayorías. Esa desconexión no es estética, impide tejer una mayoría parlamentaria y conduce a excluir a los sectores populares y a las clases medias que hoy llevan el país en las espaldas. Política, porque su coalición es estrecha, más cómoda en el ruido de las redes sociales que en la negociación democrática; sobran adjetivos y faltan puentes. Un gobierno así tiende a confundir firmeza con provocación y reforma con revancha, alimentando el ciclo de confrontación que luego cobra factura en calles y urnas.

Sostener un gabinete frente a una economía frágil y con instituciones debilitadas exige un capital de legitimidad que esa propuesta no posee. El resultado previsible, serán previsibles las parálisis, los vetos cruzados, los conflictos que reactivan el péndulo catastrófico y, a la vuelta de la esquina, el riesgo de retorno del viejo orden que parece que podemos superar.

La salida responsable no es quemar etapas ni desmontar a mazazos lo que existe, es ordenar, recuperar el imperio de la ley, independizar la justicia, transparentar el Estado y desarmar el “capitalismo de amigotes” que ha impuesto el MAS durante 20 años, y que bloquea a quien produce y trabaja. A la par, estabilizar la economía con medidas que cuiden el bolsillo sin patear la olla de los más vulnerables, con disciplina fiscal inteligente, reglas para atraer dólares y crédito, con una lucha frontal contra contrabando y narcotráfico, y manteniendo los bonos sociales mientras se limpia y se ordena la casa. Eso es exactamente lo que una mayoría silenciosa espera: cambiar sin saltar al vacío.


Aquí la fórmula de Paz y Lara es nítida, libertades económicas junto a protección social, con un Estado que regula y no asfixia. No hay modernización posible sin educación y salud en el centro, sin seguridad ciudadana efectiva, ni sin respeto a la autonomía productiva de las regiones y los municipios. Ese equilibrio no es un “cambio tibio”, es el único camino que hará gobernable a Bolivia en esta dificil transición.

Las clases medias no pueden darse el lujo de mirar por encima del hombro al movimiento popular; y el movimiento popular no puede cerrarse a los cambios que exige la modernidad. Cuando esa alianza se rompe, el país queda en manos de minorías que imponen su agenda a gritos o por prebendas. Cuando se teje y se trabaja la solidaridad social, emergen estabilidad y crecimiento con inclusión. Rodrigo Paz y el capitán Lara encarnan esa doble pertenencia, hablan el idioma del trabajo y la ley, pero también el de la dignidad y la oportunidad para quienes han vivido siempre al margen.

Etiquetarlos con viejos insultos ideológicos no solo es injusto; es miope. Impide ver que su propuesta recoge la tradición nacional/democrática/popular, esa que desde hace setenta años intentamos cerrar, y la actualiza con civismo, ecologismo responsable y ciudadanía con derechos. No hay regresión ni culto al pasado, hay un salto de madurez.

La Bolivia que viene tendrá a Santa Cruz como vanguardia económica y cultural. Pero ese liderazgo solo será legítimo si aprende a escalar la cordillera, su destino está atado a El Alto, Oruro, Potosí, Beni y a toda la diversidad que somos. Un proyecto que confunda liderazgo con soberbia regional o religiosa chocará con el país real. Rodrigo Paz lo entiende, liderar hoy es tender puentes, no levantar fronteras; convocar a todos, no es administrar trincheras.

Transitar en paz no es pedir silencio, es institucionalizar el conflicto. Significa que las diferencias se tramiten en tribunales independientes, en una Asamblea que delibera de verdad, con medios de comuniación libres y una economía con reglas estables para producir, invertir, comerciar y trabajar. Significa, también, educación, educación y más educación, para salir del pantano de la ignorancia y enganchar al país a la economía del conocimiento. Y significa romper la cultura de la cancelación, reconocer lo que sirvió, corregir lo que falló y seguir adelante.

Si el gobierno cae en el desprecio a lo popular, en la arrogancia tecnocrática o en el ajuste sin amortiguadores sociales, el rebote será automático, las mayorías buscarán refugio en quien prometa protección, aunque no cumpla. Allí el MAS, con todas sus deformaciones, encontrará oxígeno para revivir. Votar por Paz es vacunar al país contra ese rebote, es ordenar la economía y el Estado sin romper el pacto social con quienes menos tienen.

No se trata solo de cambiar el gobierno, sino de cambiar de época. Bolivia necesita un gobierno que convoque a una mayoría nacional, democrática y popular; y repito: que ordene el Estado, estabilice la economía y cuide a su gente; que ponga educación y salud por delante; que respete a las regiones y, al mismo tiempo, piense el país como un todo. Ese gobierno es más viable con Rodrigo Paz. La otra opción, una derecha que se mira al espejo mientras sermonea al país, no solo es moralmente cansina; es, sobre todo, ingobernable.

La transición solo será pacífica si la convertimos en reconciliación nacional y social, una decisión del Estado y la ciudadanía que mira los agravios sin amnesia, escucha sin gritar y repara con justicia. No se trata de uniformar al país, sino de aprender a convivir en la diferencia, las clases medias y el movimiento popular tejiendo un mismo horizonte de dignidad, de respeto a la ley y creación de oportunidades. Ese es el sentido del centro democrático-popular, no es tibieza sino renuncia al dogma; no es revancha sino institucionalización del conflicto para que las tensiones no se tramiten en las calles. Reconciliar es, en suma, asegurar que el cambio económico y la limpieza del Estado sostengan el pacto social y no devuelvan a las mayorías al refugio del pasado.

Para que no sea un gesto frágil, la Reconciliación Nacional y Social debe institucionalizarse con un mandato presidencial; el futuro gobierno requiere con prioridad una Comisión Presidencial que escuche a víctimas y confronte a responsables; un Sistema de Justicia Restaurativa que transforme los agravios en reparación; un Programa de Educación para el pluralismo; un Archivo Nacional de la Memoria y símbolos cívicos que recuerden que sin justicia no hay paz. Debemos abrir audiencias públicas, convocar foros interdepartamentales y habilitar un portal ciudadano de seguimiento. Ese camino puede ser encabezado po el gobierno de Rodrigo Paz y del capitán Lara como puente real entre clases medias y movimiento popular, para inaugurar un tiempo en que la historia deje de repetirse como tragedia y empiece, por fin, a escribirse como esperanza.


Por eso vale la pena nuestro voto, para cerrar un ciclo abierto hace setenta años y empezar, por fin, el tiempo ciudadano. Con serenidad, con firmeza, con decencia. Y con la gente adentro, no mirando desde los palcos de la discordia.