ALTERNATIVAS

31 de julio de 2025

ETIQUETAS Y PREJUICIOS

Pelear contra “el socialismo” en Bolivia, hoy por hoy, es como lanzar piedras a una sombra, contra una etiqueta vacía que flota en el aire, desvinculada de la realidad. Porque lo que arrastramos con etiquetas como socialismo, nacionalismo, liberalismo, no es un sistema coherente ni una ideología viva, sino un largo siglo de vaivenes entre estatismos redentores y privatizaciones salvadoras. Un país atrapado en su propio péndulo catastrófico, sin haber conseguido nunca resolver lo más simple y lo más hondo: la generación de riqueza, el desarrollo, la desigualdad, la pobreza, la exclusión.

La política boliviana, más que ideológica, ha sido históricamente camaleónica. Nuestros partidos no han sido partidos sino refugios populistas, coaliciones efímeras que aglutinan lo que se puede, cuando se puede, adaptándose siempre al clima de la hora. Ese populismo a la boliviana es lo que ha sobrevivido a todos los fracasos. Por eso los discursos ideológicos no dicen mucho. Porque detrás de las palabras —socialismo, nacionalismo, capitalismo, liberalismo, antiimperialismo— lo que opera es un sistema de poder que cambia de rostro pero no de lógica.

El MAS, por ejemplo, gusta autoproclamarse como vanguardia del pueblo, del anti-neoliberalismo, de la revolución democrática y cultural, pero en los hechos ha instaurado un capitalismo extractivista de Estado, manejado por una rosca; una oligarquía nueva —o no tan nueva— que reparte privilegios, cargos, contratos y riquezas entre los suyos, sin transparencia ni eficiencia. Un capitalismo de amigotes, profundamente funcional al sistema de privilegios, pero ahora con rostros algo más cobrizos para el público, en nombre del pueblo. Y entre tanta retórica revolucionaria, la educación pública se cae a pedazos, la justicia es un chiste sin gracia, la atención en salud está al alcance de muy pocos, y el conocimiento —ese que nos permitiría crecer— ha sido reemplazado por consignas inservibles.

Por eso, ya no basta con vencer al MAS en las urnas. Esa es apenas la superficie. Hay que romper con el modelo. Con el modo de hacer política que ha colonizado nuestras instituciones y pervertido nuestras esperanzas. Se trata de emprender un nuevo rumbo. Uno que no niegue nuestra historia ni nuestras luchas, pero que las trascienda.

La Alianza UNIDAD y el Plan Bicentenario no proponen una vuelta al pasado ni una fórmula ideológica cerrada. Lo que ofrecen es una puerta abierta. Una apuesta por un acuerdo nacional y democrático, amplio, inclusivo, que abrace la libertad, la justicia, la solidaridad y el derecho a ganarse la vida con dignidad. Un proyecto que convoque desde el liberalismo democrático hasta las izquierdas modernas; desde el emprendedor que pelea contra la trampa burocrática hasta el joven ecologista que sueña con otro mundo posible.

Porque ese es el desafío de hoy: ganar las elecciones, salir de la trampa del péndulo catastrófico, reconciliar la sociedad y la nación, restituyendo la argamasa de un tejido social, fuerte y solidario. Abandonar la lógica de enemigos permanentes, de etiquetas huecas, de proyectos que se agotan apenas se instalan, y empezar a construir —sin odio, pero con coraje— un país donde quepamos todos. Donde se gobierne pensando siempre en la gente.


21 de julio de 2025

LA PROPUESTA LIBERAL DE JAIME DUNN

En medio de una crisis económica que amenaza con desbordarse, la propuesta liberal de Jaime Dunn y de su equipo, plantea una batería de reformas estructurales que, en condiciones adecuadas, podrían ofrecer respuestas eficaces y oportunas a los problemas más urgentes del país: estabilizar las finanzas públicas, recuperar la inversión privada y reanimar el aparato productivo nacional. La disciplina fiscal, la apertura comercial, el impulso a la inversión y la modernización digital del Estado no son, en sí mismas, ideas descabelladas. Por el contrario, aplicadas con inteligencia, podrían generar impactos inmediatos sobre el crecimiento, la formalización de la economía y la competitividad.

Pero sería ingenuo —y políticamente irresponsable— suponer que basta con esas recetas para encarar la magnitud de nuestros problemas. Bolivia no es Dinamarca ni puede serlo por decreto. En un país donde persisten desigualdades profundas, donde millones de personas sobreviven al filo del abismo, donde el acceso a la educación y a la salud sigue marcado por la exclusión territorial y social, un Estado mínimo puede convertirse en un Estado ausente, y con ello, en una condena para los más vulnerables. Quitar subsidios sin construir antes redes de protección social, precarizar aún más el trabajo en nombre de la flexibilidad, privatizar aceleradamente servicios esenciales o ceder el control de sectores estratégicos al mercado sin regulaciones fuertes, no solo es una receta riesgosa: es un pasaje directo al estallido social y a la consolidación de privilegios.

No se trata de elegir entre el estatismo asfixiante del pasado reciente o una utopía mercantilista sin frenos. Esa es la trampa de nuestro péndulo catastrófico, que nos ha hecho oscilar durante un siglo entre dogmas opuestos, sin resolver lo esencial. Lo que el país necesita no es una nueva fe, sino un nuevo equilibrio. Un pacto por la modernización, sí, pero con justicia social; por la libertad, sí, pero con cohesión nacional; por la eficiencia, sí, pero con protección a quienes más necesitan del Estado.

Porque una economía libre solo puede sostenerse en una sociedad ilustrada, y una sociedad libre necesita de un Estado democrático que no la abandone, sino que la acompañe, que la regule sin asfixiarla, que la proteja sin tutelarla. Ese es el pacto pendiente: uno donde el mercado y el Estado se reconozcan como instrumentos al servicio de las personas y no como enemigos a exterminar.

Solo así —sin falsas dicotomías, sin dogmas, sin nostalgias ni iluminismos tardíos— podremos ser dueños, por fin, de nuestro destino.


19 de julio de 2025

SAMUEL Y MARCELO

ENTRE LA POLÍTICA Y EL DESCONCIERTO


Marcelo Claure es, sin duda, una de las figuras más notorias que ha producido la Bolivia contemporánea. Millonario hecho a sí mismo, global por excelencia, exitoso en múltiples rubros —tecnología, telecomunicaciones, deporte, capital de riesgo— y, además, boliviano. Sí, boliviano, aunque a ratos parezca más un personaje de novela que un ciudadano de carne y hueso comprometido con los asuntos de su país. Su reciente decisión de respaldar públicamente la candidatura de Samuel Doria Medina ha generado sorpresa, entusiasmo en algunos, escepticismo en otros y, como era de esperarse, una saludable dosis de desconfianza.


Y es que el ingreso de Claure a la política nacional ha sido, hasta ahora, un despliegue que mezcla intuición tecnológica con inexperiencia política, algo así como un elefante entrando a una cristalería con la mejor de las intenciones. El gesto de apoyar a Doria Medina no es menor, pero tampoco puede desligarse del contexto que lo rodea. En política, como en la diplomacia o la medicina, las buenas intenciones no bastan. Se requiere más: comprensión, prudencia, humildad, y sobre todo, conocimiento del terreno en que se pisa. Y Bolivia, hay que decirlo con claridad, no es un tablero de Silicon Valley. Es una tierra compleja, profundamente herida, donde las decisiones —y las palabras— tienen peso histórico.

El respaldo de Claure, sin embargo, abre una rendija de luz. Porque lo que aquí importa no es tanto el personaje, sino la posibilidad de que una parte del capital productivo comience a reconciliarse con el destino de su país. Lo verdaderamente prometedor es que dos figuras del empresariado —uno global y del capitalismo disruptivo, otro local, persistente y socialdemócrata— encuentren un espacio común para pensar Bolivia. No desde la ideología cerrada ni desde la revancha, sino desde el respeto mutuo por la eficiencia económica, la justicia social y el imperativo ético de construir un país donde todos y todas quepamos.

La Bolivia que necesitamos no es ni la del caudillismo mesiánico desde el Chapare ni la de los tecnócratas iluminados desde Miami. Es una Bolivia construida sobre la base de la diversidad, la legalidad y la reconciliación. En ese sentido, la confluencia entre Claure y Doria Medina puede representar, si se la sabe leer y encauzar, un punto de inflexión. No por lo que Marcelo dice —porque a veces dice demasiado— sino por lo que podría hacer si decide, de verdad, sumarse al esfuerzo colectivo sin afanes de protagonismo ni discursos grandilocuentes.

Pero hay que advertirlo: si Claure quiere ser parte del cambio que Bolivia necesita, lo primero que tiene que hacer es escuchar. Aprender. Dejarse enseñar por quienes conocen la Bolivia real, la que no aparece en los rankings de innovación ni en las estadísticas de Forbes. No se trata de callar por temor, sino de hablar cuando se sepa qué decir y cómo decirlo. Rodearse no de aduladores ni de asesores con acento neutro, sino de gente con raíces, con memoria, con experiencia de lucha.

La política no es una app ni una start-up. Es el arte difícil de representar intereses diversos, mediar entre tensiones legítimas y construir acuerdos duraderos. En ese terreno, la espontaneidad puede ser virtud, pero también riesgo. Y Claure, si quiere aportar de verdad, debe saber que no bastan los millones ni las conexiones; hace falta proyecto, ética y sentido de historia.

Samuel Doria Medina representa, hoy por hoy, un intento serio por construir una opción democrática, plural y sensata para Bolivia. Su trayectoria empresarial no le impide, sino que le permite —cuando hay voluntad— pensar el país con cabeza fría y corazón caliente. Por eso su propuesta no es meramente “pro-mercado”, sino, ante todo, “pro-personas”, y en ese equilibrio reside su valor. Que Claure lo respalde, entonces, tiene sentido. Pero ese respaldo debe estar a la altura del proyecto: debe sumar, no distraer; debe comprometerse, no improvisar.

Bolivia está cansada de los redentores de turno, de los iluminados sin raíces y de los líderes sin pueblo. Necesita reconstruir una vez más una mayoría social y política que transforme el Estado, que modernice la economía y que respete, sin folklorismos, la dignidad de su gente. En ese camino, toda mano es bienvenida.


15 de julio de 2025

¿COALICIONES Y ACUERDOS?

UN GOBIERNO DE UNIDAD NACIONAL
PARA RECONSTRUIR BOLIVIA


En agosto de 2025, Bolivia elegirá un nuevo gobierno en medio de un desmoronamiento silencioso. La economía cruje al borde del colapso. Las instituciones, vaciadas de sentido, apenas resisten. La sociedad, rota en mil pedazos, busca a tientas un horizonte común. Y en ese contexto, ya no hay mayorías absolutas, ni hegemonías posibles. Las encuestas lo muestran con claridad: ningún partido tendrá el control en la Asamblea Legislativa. Pero lejos de ser una desgracia, esa fragmentación puede ser —si hay coraje— una oportunidad histórica.

Porque este es el momento de ensayar algo que nunca hemos hecho con seriedad: construir un Gobierno de Unidad Nacional donde quepamos todos y todas. No como una suma burocrática de siglas, ni como un reparto de cuotas en el gabinete, sino como una articulación sincera de nuestras diversidades políticas y sociales, en torno a una agenda mínima, común, urgente y salvadora. Una agenda que ponga en el centro tres tareas inaplazables: sacar a Bolivia de la crisis económica, restaurar el pacto democrático y reconstruir un Estado que hoy solo existe en los papeles.

No se trata de adornar el discurso con buenas intenciones. La necesidad de un gobierno así no es retórica ni sentimental: es una urgencia práctica. Porque la política y la economía bolivianas están al borde del colapso. No hay dólares, no hay carburantes, no hay justicia independiente, y el Estado ha sido convertido en un botín de mafias corporativas y sindicales que se reparten todo, desde los ministerios hasta las direcciones escolares. En este contexto, cualquier salida viable requiere aplicar medidas difíciles, a veces antipáticas, pero indispensables. Y eso no lo podrá hacer ningún partido solo.

Se necesita una alianza amplia, valiente y honesta, sostenida en compromisos explícitos y en la corresponsabilidad democrática. Para que los próximos años quien obstruya pierda legitimidad, y quien ayude a construir la gane.


Samuel Doria Medina, si resulta electo Presidente, está en condiciones de liderar ese esfuerzo, por lo que yo quiero aconsejarle ese camino. No sólo porque sabe de economía y de gestión, sino porque representa al centro democrático, ese espacio que no grita pero dialoga, que no impone pero propone. Tiene, además, algo escaso en estos tiempos: vocación de encuentro. Puede hablar con liberales, con socialdemócratas, con regionalistas, feministas, ambientalistas, con líderes indígenas y con empresarios honestos. Ninguno de los otros candidatos tiene hoy esa capacidad de convocar transversalmente, ni esa disposición al diálogo sin claudicaciones.

Y que nadie diga que esto es ingenuidad. Bolivia ya vivió experiencias valiosas de concertación. Recordemos los acuerdos Mariscal Andrés de Santa Cruz, que, en los años noventa, permitieron reformas electorales y ampliaron la participación ciudadana, otorgaron credibilidad institucional y una profunda reforma educativa, todo lo cual se olvidó con la llegada del autoritarismo masista el año 2006. Hoy necesitamos reeditar ese espíritu convergente, pero con una ambición mayor: no se trata de mejorar la democracia, sino de salvarla del secuestro autoritario al que ha sido sometida por el régimen masista y sus derivados. El MAS ha destruido el equilibrio de poderes, ha degradado la justicia, ha convertido la participación popular en prebenda y chantaje. Hay que rescatar el ciclo democrático del secuestro corporativo. Y eso solo será posible desde una nueva mayoría, tejida con generosidad y visión de país.

Una mayoría que supere el péndulo catastrófico en el que hemos oscilado durante un siglo: del estatismo clientelar coorporativo al liberalismo excluyente y sin alma, del caudillismo mesiánico al vacío institucional. Solo desde el centro político —desde el atavismo nacional/popular en transición a la modernidad democrática/ciudadana— puede construirse el equilibrio que Bolivia necesita. Y solo un liderazgo lúcido, abierto y generoso puede ofrecer esa salida.

Este no es tiempo para las vanidades de siempre, ni para los cálculos chiquitos. Es tiempo de coraje, de responsabilidad, de grandeza. Bolivia necesita un gobierno que convoque a todos y todas, no para pactar entre cúpulas, sino para inaugurar una nueva etapa, donde el progreso y la inclusión caminen de la mano. Un gobierno que, sin dejar de ser firme, sepa escuchar; que, sin renunciar a sus convicciones, sepa negociar; que, sin temer al conflicto, sepa conciliar.

Porque un Gobierno de Unidad Nacional no es el destino. Es apenas el punto de partida.

14 de julio de 2025

ENFRENTAMIENTO O RECONCILIACIÓN

ELECCIONES 2025
ACLARANDO EL DILEMA


Ya no es una impresión efímera ni una especulación de coyuntura. Seis encuestas consecutivas lo confirman: el escenario electoral boliviano se ha decantado con claridad. Tres nombres concentran la disputa real por el poder: Samuel Doria Medina, Jorge “Tuto” Quiroga y Andrónico Rodríguez, en ese orden de intención de voto. Quienes de los tres logren acercarse a un 25% de la votación estarán en la segunda vuelta el mes de octubre.

El resto del panorama político —fragmentado, testimonial o en retirada— apenas alcanza a disputar los márgenes. Es sobre ese decisivo 80% del electorado que se libra la batalla real. Y es allí donde Bolivia se juega mucho más que una presidencia: se juega su futuro, su estabilidad y su democracia.


Andrónico: el riesgo del pasado que se disfraza de futuro

Andrónico Rodríguez no representa la renovación: representa el retorno de un ciclo agotado. Es la cara joven de un proyecto viejo, autoritario y corporativo, incapaz de autocrítica ni de reconciliación. Su “voto oculto” no es esperanza, es miedo y dependencia, el silencio de quienes aún están atrapados en redes clientelares o el recuerdo deformado de un poder que ya no soluciona nada. Una eventual victoria de Andrónico no sería una elección democrática plena, sino la restauración de un poder anclado en la confrontación, el bloqueo institucional y la violencia organizada. Sería la reedición del autoritarismo, esta vez con rostro renovado, pero con las mismas lógicas de exclusión, verticalidad y conflicto permanente.


Tuto: el otro extremo que vuelve con las mismas recetas

Jorge Quiroga, en el otro extremo, simboliza el regreso de un conservadurismo que ya fue probado —y fracasó— en su intento de imponer orden sin inclusión. Su narrativa racionaliza el miedo, pero en el fondo, reproduce el mismo espíritu de imposición que critica. Su propuesta no es reconciliadora ni integradora, es excluyente, nostálgica y ajena a las nuevas mayorías sociales del país. Tuto no ofrece una alternativa, sino una restauración ideológica que desprecia el pluralismo popular. No puede construir mayoría más allá de su núcleo duro urbano y antimasista. Y si llegara al balotaje con Andrónico, el país entero quedaría atrapado entre dos extremos incompatibles con la democracia del siglo XXI.


Samuel Doria Medina: el camino hacia la recuperación económica y la reconciliación

Frente a estos extremos, Samuel Doria Medina emerge como la opción real de estabilidad, sensatez y futuro compartido. Samuel no representa una revancha ni una restauración, sino una propuesta de unidad nacional, diálogo y reconstrucción institucional. Es la expresión más clara de un centro democrático que no claudica ni ante el autoritarismo ni ante el extremismo conservador. Samuel es el candidato con la capacidad real de derrotar a ambos extremos y a la vez convocar a todas las regiones, sectores y generaciones del país. Representa el punto de encuentro entre lo que somos y lo que podemos ser: un país reconciliado, libre de miedos, sin bloqueos, sin persecuciones, sin violencia.


Vamos a estrenar el balotaje

Si la segunda vuelta enfrenta a Samuel Doria Medina con Andrónico Rodríguez, los votos de Tuto, Rodrigo y Manfred —distintos en matices pero unidos por un compromiso democrático— convergerán naturalmente en Samuel, dándole una victoria clara, porque en ese escenario no se elige entre candidatos, sino entre reconciliación y confrontación, entre futuro institucional y retorno autoritario.

Si la segunda vuelta se da entre Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga, muchos de los votos de Andrónico y Rodrigo, de Eva Copa en El Alto, y Manfred en Cochabamba —que representan a una Bolivia joven, popular, regionalista y crítica tanto del viejo orden conservador como del modelo masista— se volcarán mayoritariamente hacia Samuel, porque encarna una alternativa moderna, democrática e incluyente, capaz de construir futuro sin exclusión ni revancha, lo que le permitirá imponerse incluso si parte del electorado de Manfred opta por Tuto desde una lógica más tradicional o restauradora.

El peor escenario —aunque improbable— sería un balotaje entre Andrónico y Tuto. Sería una batalla campal entre la revancha autoritaria y la restauración excluyente que confirmaría que Bolivia está partida en dos. El país volvería al callejón sin salida de la confrontación: con bloqueos, convulsión, estancamiento económico y descomposición institucional. Ese escenario no es alternancia democrática, es conflagración asegurada.

Parte del voto de Rodrigo, Manfred e incluso de Samuel, podrían volcarse o abstenerse, y lo más grave, el descontento y frustración masista podría buscar sus orígenes y votar por Andrónico, sumando el aporte de Johny, Castillo y Eva Copa; esa es la única oportunidad que el autoritarismo masista tiene para vencer.

Bolivia no resiste otra década de fractura social y polarización política. Necesitamos reconstruir el pacto democrático sobre nuevas bases: con justicia, con instituciones, con crecimiento sostenible y con respeto. Hoy, más que una elección política, esta es una decisión histórica. O elegimos la paz con unidad, o nos hundimos en un nuevo ciclo de violencia. Samuel es quien que puede evitar el abismo y abrir un nuevo tiempo de reconciliación nacional y social.