ALTERNATIVAS

25 de mayo de 2025

DEL MITO FUNDACIONAL A LA DECADENCIA

En los procesos políticos de larga duración, no hay mayor tragedia que la de los movimientos que nacen como promesas de redención y terminan convertidos en caricaturas de sí mismos. Bolivia ha sido testigo —y víctima— de ese tránsito en la historia reciente del Movimiento al Socialismo (MAS) y su caudillo, Evo Morales Ayma. Lo que comenzó como una insurgencia democrática de los excluidos terminó degenerando en una forma de poder autorreferencial, impermeable a la crítica y corroído por sus propios excesos.


El MAS encarnó, en sus orígenes, un proyecto nacional-popular con base campesina e indígena, que interpelaba con justicia el racismo estructural y la exclusión histórica a esa parte de la población en Bolivia. Representaba la posibilidad de una refundación simbólica del Estado boliviano. Pero como ocurre con frecuencia en América Latina, el poder, una vez conquistado, deja de ser instrumento de transformación para convertirse en fin en sí mismo. Y en ese punto, el relato emancipador se transmuta en dominación ideológica.

Evo Morales, figura tutelar del proceso, encarnó inicialmente el liderazgo carismático de un campesino sindicalista que desafiaba las élites tradicionales. Sin embargo, su prolongación en el poder reveló no tanto su fortaleza, sino su inseguridad histórica: la necesidad de eternizarse en el cargo para evitar el juicio de la alternancia. La reelección indefinida, impuesta contra la voluntad expresada en el referéndum del 21F, no fue solo un acto de transgresión constitucional; fue la confesión tácita de que el ciclo histórico se había agotado.

Desde entonces, el MAS adoptó formas cada vez más autoritarias. Las instituciones fueron cooptadas con eficacia quirúrgica. El Tribunal Constitucional se convirtió en un apéndice del Ejecutivo. El Órgano Judicial perdió su autonomía, y el Parlamento fue convertido en caja de resonancia del oficialismo. Se instaló un clima de sospecha sistemática contra toda disidencia, y la polarización política fue transformada en método de gobierno. El otro ya no era adversario legítimo, sino enemigo moral, traidor y vendepatria.

En el plano económico, la narrativa de soberanía nacional fue utilizada para justificar una gestión basada en la renta extractiva, dependiente de los precios internacionales del gas y los minerales. La bonanza no se tradujo en diversificación productiva ni en industrialización estratégica. Por el contrario, el modelo se volvió adicto al gasto público, al subsidio y al clientelismo. Las reservas internacionales se diluyeron sin explicación transparente, y la deuda pública creció sin correlato en capacidad de respuesta estructural. Lo que parecía un milagro económico se reveló como un espejismo contable.

A este deterioro se sumó una corrupción que ya no se disimulaba, sino que se administraba. El Estado fue convertido en botín de guerra. Las empresas públicas, en feudos de funcionarios protegidos por lealtades partidarias. Las organizaciones sociales, otrora bastiones de reivindicación popular, fueron absorbidas como correas de transmisión del aparato político, perdiendo su autonomía y su credibilidad.

Pero quizá el daño más profundo del ciclo masista no se mide en dólares ni en decretos. Se mide en confianza rota. En una ciudadanía que volvió a descreer de la política. En jóvenes desencantados que no encuentran un horizonte. En pueblos indígenas instrumentalizados para justificar decisiones tomadas en palacios, no en asambleas. En la imposibilidad del diálogo sincero porque el lenguaje fue colonizado por la propaganda.

Lo más paradójico —y doloroso— es que el MAS pudo haber sido un momento constituyente de nuestra historia democrática. Pudo articular un proyecto intercultural moderno. Pudo haber democratizado el Estado sin degradarlo. Pero eligió otro camino: el del populismo personalista que todo lo sacrifica al altar del líder.

Hoy, el MAS ya no es proyecto ni esperanza. Es sistema. Un sistema fatigado, defensivo, reactivo. Su retórica ya no interpela: repite. Su estructura ya no moviliza: administra. Su moral ya no inspira: justifica. Y su líder, lejos de convocar a un nuevo tiempo, se aferra a un pasado que se deshace.

Y sin embargo, lo que hoy vivimos no es sólo el final de un ciclo político, sino también el estancamiento de un ciclo estatal más profundo, el mismo que se inició con la Revolución Nacional de 1952, cuyas pulsiones nacionales, democráticas y populares aún no han encontrado una realización plena ni un cauce institucional duradero. El MAS, como antes el MNR y luego el MIR, pretendió apropiarse de ese ciclo, pero terminó repitiendo sus deformaciones: el centralismo autoritario, el patrimonialismo del Estado, la instrumentalización de lo popular.

A diferencia de otros procesos históricos, el cierre de este ciclo estatal no llegará por decreto, sino cuando logremos consolidar un Estado democrático legítimo, equitativo y eficaz, que sea aceptado como tal por la mayoría de la sociedad boliviana, más allá de sus diferencias étnicas, culturales o regionales. Ese es el desafío de esta nueva generación: completar el ciclo nacional/democrático/popular, enriqueciéndolo hoy con las pulsiones ineludibles del feminismo, el ecologismo y la defensa de los derechos colectivos e individuales.

¿Qué queda por hacer, entonces? No el odio ni la revancha. Tampoco la nostalgia por una pureza ideológica que nunca existió. Lo que queda es el trabajo paciente de reconstrucción: de las instituciones, de la palabra pública, de la convivencia. Y también de la memoria, para no olvidar que las utopías traicionadas suelen dejar heridas más hondas que las derrotas.

Evo Morales y el MAS dejarán su lugar en la historia boliviana. Pero dependerá de nosotros que no lo hagan como una advertencia perpetua, sino como una lección asumida. Que nunca más la inclusión sea pretexto para la exclusión. Que nunca más la democracia se use para vaciar de sentido a la democracia. Que nunca más el nombre del pueblo se use para secuestrar al Estado.

Y que esta vez, la historia —por fin— no termine en un puro simulacro.


24 de mayo de 2025

EL CORAJE DE UN ENCUENTRO

SOBRE LA CONFERENCIA BOLIVIA360


En Bolivia, como en gran parte de América Latina, arrastramos una historia política marcada por el caudillismo, el personalismo y la confrontación improductiva. Los regímenes presidencialistas, desde Norteamérica hasta la Patagonia en Argentina, han sido, desde sus orígenes, más proclives a la soledad del poder que al ejercicio colectivo del gobierno. En nuestro país, los liderazgos tienden a formarse en burbujas ideológicas o mediáticas, desconectadas de sus pares y alejadas del sano contraste de ideas que fortalece las democracias modernas.

Esta cultura del aislamiento ha debilitado nuestra vida política. Cada candidato se presenta como el redentor solitario, ajeno a toda necesidad de consenso. Cada proyecto se concibe como absoluto y autosuficiente, sin necesidad de confrontarse con los otros. La falta de espacios donde los líderes políticos se encuentren cara a cara —para debatir, confrontar, disentir y, eventualmente, acordar— ha empobrecido nuestra democracia y ha acrecentado la polarización.

En contraste, los regímenes parlamentarios, en Europa y Canadá, obligan a los líderes a convivir en el disenso. Allí, la política se hace mirándose a los ojos, todos los días. Se construye a partir del reconocimiento del otro como interlocutor legítimo, incluso si se lo enfrenta. En esos espacios regulares de deliberación —los parlamentos— las ideas se prueban, los errores se evidencian, y las coincidencias emergen. La democracia, en su forma más robusta, no es el arte de imponer sino el arte de convivir con la diferencia.

Bolivia necesita con urgencia construir esa dimensión política del encuentro. Necesitamos foros plurales y regulares donde los líderes de las diversas fuerzas que aspiran a gobernar el país se escuchen mutuamente, expongan sus visiones de país, confronten sus programas, y —por qué no— también sus ambiciones. Solo así se puede saber quién es quién, qué propone cada cual, y en qué medida es posible construir puentes que permitan una agenda mínima común para el futuro del país.

Esto es particularmente urgente hoy, cuando Bolivia atraviesa una crisis económica, social e institucional profunda, y cuando el MAS en sus diferentes versiones, evistas, arcistas, androniquistas, con su hegemonía autoritaria, ha logrado encapsular la política en una lógica binaria de poder o exclusión. En este escenario, cualquier proyecto democrático que aspire a liderar el país desde este 2025 debe nacer del diálogo, no de la imposición; de la convergencia, no del dogma.

Los documentos la Alianza UNIDAD son claros al respecto: proponen una nueva etapa histórica en la que Bolivia se construya desde una síntesis entre la derecha liberal y la izquierda democrática, un encuentro entre empresarios y trabajadores, entre regiones y culturas diversas, entre Estado y mercado, entre tradición y modernidad. Esta síntesis no puede lograrse si no hay espacios donde sus líderes se escuchen y se reconozcan mutuamente.

Por eso valoro y aliento iniciativas como las de Marcelo Claure (que no es un santo de mi devoción, a más de bolivarista, lo que ya le resta puntos), que convocan al diálogo público entre los protagonistas del escenario político nacional. Estos espacios son más que necesarios: son indispensables. Podrían ser desde el campo político y no solo desde la academia, si se repiten en el país, el germen de una nueva cultura democrática basada en la deliberación pública, la confrontación franca y el respeto mutuo.

El futuro democrático de Bolivia no se construirá en la soledad de los cuartos de estrategia ni en las trincheras digitales, sino en el encuentro valiente entre quienes piensan distinto pero comparten un mismo país. No se trata de disolver las diferencias, sino de civilizarlas. No se trata de forzar una unidad ficticia, sino de propiciar una convivencia política que permita disputar el poder sin destruir los principios que hacen a nuestra República.

En ese espíritu, hay que valorar la iniciativa de la Conferencia Bolivia 360º en Harvard, que ha reunido a los líderes de la oposición democrática, para intentar superar sus egos, dejar de lado rencores, y asumir el desafío de dialogar con quienes piensan convergentemente. Porque una democracia sin diálogo entre sus líderes es una democracia sin futuro. Y Bolivia no puede permitirse seguir perdiendo el tiempo ni las oportunidades que la historia le pone por delante.

Hoy más que nunca, necesitamos audacia para encontrarnos, lucidez para discernir, y coraje para construir juntos lo que cada quien por su lado, en soledad, no podrá lograr jamás.

15 de abril de 2025

RECONCILIACIÓN

Bolivia, nuestro país de alma múltiple, de rostros diversos y memorias que no siempre se reconocen entre sí, ha levantado su historia —como quien construye a tientas una casa— sobre la inestabilidad constante de sus tensiones políticas, étnicas, regionales, culturales, de género, y generaciones. Nuestra diversidad, tan celebrada en los discursos oficiales, es también una fuente de malentendidos, una promesa traicionada por décadas de exclusión, prejuicios y desencuentros.

Hoy, el país no camina, cojea. La convivencia nacional se halla trizada, herida por divisiones que han echado raíces en lo más profundo del cuerpo social. Y esa fractura, lejos de ser un accidente, parece ya un método. Estamos urgidos no solo de reformas, sino de un acto de voluntad colectiva, de esa rara virtud política que es la capacidad de escucharse, de hablar sin gritar, de reencontrarse sin imponerse. Una reconciliación auténtica, no como consigna, sino como propósito civilizatorio.


La historia de Bolivia —no la de los manuales escolares, sino la que se arrastra por las calles y caminos de tierra y por los pasillos de los ministerios— es una historia de desigualdades paridas en el vientre del orden colonial. De un Estado que ha vivido de espaldas a sus pueblos, de un país que se desangra en la frontera invisible entre el altiplano y la llanura, entre el centro burocrático y las periferias olvidadas.

A esas tradicionales heridas se han sumado otras nuevas: ideologías convertidas en trincheras, instituciones estatales corroídas por la sospecha, un racismo estructural que cambia de rostro pero no de esencia, y una juventud reducida a estadísticas de desempleo y desilusión. Un centralismo caprichoso que impone desde arriba completa el cuadro.

El descontento regional no es un capricho: nace de una distribución que no distribuye, de autonomías que sólo se esbozan en los papeles, de un pacto fiscal eternamente postergado. Las tensiones étnico-raciales, por su parte, no son invenciones de agitadores, son el reflejo de siglos de exclusión sistemática, de una democracia que a veces parece más un decorado que una realidad. Y las generaciones más jóvenes —nacidas en tiempos supuestamente más libres— se encuentran atrapadas entre el escepticismo y la impotencia.

Cuando los líderes, en vez de suturar heridas, las abren con cinismo para eternizarse en el poder, lo que se deshace no es solo la política: es la nación. El odio deja de ser una anomalía y se convierte en una constante. La polarización, en costumbre. El otro, en enemigo.

Hablar de reconciliación no es pedir amnesia. No se trata de olvidar los agravios del pasado, sino de mirarlos de frente, de nombrarlos sin miedo y, lo más difícil, de repararlos con justicia. Porque un país no se salva negando su historia, sino asumiéndola con lucidez y con coraje. La reconciliación no exige unanimidad, sino respeto; no supone homogeneidad, sino convivencia.

El diálogo, tan subestimado en tiempos de furia, es el único camino digno. No como trámite burocrático ni como simulacro televisado, sino como ejercicio genuino de escucha y comprensión. Escuchar al que piensa distinto no debilita la identidad: la enriquece. Entender los temores del otro no es ceder, es humanizar el conflicto.

Hoy, como en otros momentos cruciales de nuestra historia, el desafío es gigantesco: reactivar una economía al borde del abismo, generar empleo sin sacrificar dignidad, defender los derechos humanos sin relativismos y, sobre todo, devolverle al país la fe en sí mismo.

Para eso, hacen falta espacios permanentes de diálogo social, mecanismos reales de consulta previa, y organizaciones sociales que no sean correas de transmisión de partidos, sino auténticas voces ciudadanas. El diálogo no puede seguir siendo privilegio de las élites: debe abrirse a las mujeres, a las y los jóvenes, a los pueblos indígenas, a los empresarios y a tantas y tantos emprendedores, a los trabajadores, a los líderes que todavía creen que la política es un servicio y no una farsa.

Porque, al final, el dilema que enfrentamos no es técnico ni ideológico: es moral. O aprendemos a convivir en la diferencia, o seguiremos repitiendo, con otras máscaras, el mismo drama de siempre.

Hubo una vez, lejos de aquí, un país desgarrado por el racismo institucionalizado, donde la ley dividía a los hombres por el color de su piel y la injusticia era doctrina de Estado. Sudáfrica, humillada por el apartheid, parecía destinada al abismo o a la venganza. Pero entonces, emergió Nelson Mandela con el African National Congress (ANC) que era su partido, quienes entendieron lo que tantos olvidan: que un pueblo puede elegir la grandeza cuando renuncia al rencor.

Mandela no fue un santo. Fue un político lúcido, estratégico, consciente de que la reconciliación no es un acto de ingenuidad, sino una apuesta por el porvenir. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no borró los crímenes del pasado, pero permitió que las víctimas fueran escuchadas y los victimarios confrontados. No se impuso el olvido, sino la memoria compartida. No se ofreció impunidad, sino el coraje de mirar al otro sin odio.

Bolivia, marcada también por viejas injusticias y nuevas heridas, haría bien en estudiar esos ejemplos con humildad. Aquí también necesitamos comisiones, sí, pero no solo jurídicas: necesitamos pactos éticos, compromisos ciudadanos, instituciones que no sean botines de facciones, sino garantes de equidad. Requiere valor sostener el diálogo cuando todo empuja al grito. Pero ese es precisamente el momento donde se define el destino de un país.

La historia boliviana no ha sido amable ni lineal, pero nunca ha carecido de dignidad. Somos un pueblo que ha sabido resistir terremotos políticos, crisis económicas, traiciones históricas y falsas promesas. Nos han dividido muchas veces, pero jamás han logrado que dejemos de soñar.

Hoy, ese sueño reclama un nuevo capítulo. La Reconciliación Nacional y Social no es una consigna para carteles de campaña, sino una tarea de Estado, de ciudadanía y de conciencia. Solo reconciliándonos podremos convertir esta casa fragmentada en un hogar común, donde nadie tema ser quien es, donde todas y todos nos sintamos parte de un relato nacional.

Soñemos, sí, pero con los ojos abiertos. Con un país donde las diferencias no se cancelen, sino que se abracen. Donde las costumbres nativas no sean un folclore exótico, sino un pilar cultural. Donde la justicia no se incline ante los poderosos. Donde ser joven no sea una condena al exilio o al desencanto, y donde la política recupere su sentido más noble: servir.

Este es un llamado a reconstruir lo más frágil y esencial que tiene una nación, la confianza. A dejar atrás los dogmas que justifican la exclusión, las palabras que siembran odio, los gestos que degradan. A creer, incluso contra la evidencia, que el país que merecemos todavía puede ser construido.

Bolivia no será grande porque elimine sus diferencias, sino porque aprenda a vivir con ellas. No será admirada por su riqueza natural, sino por su madurez democrática. No será recordada por sus conflictos, sino por haberlos transformado en acuerdos.

Solo desde el centro de la política —ese lugar despreciado por los fanáticos y temido por los caudillos— puede nacer una política de reconciliación genuina. No porque el centro posea verdades absolutas, sino porque ha renunciado a ellas. Los extremos, encandilados por sus propias ficciones redentoras, no dialogan: pontifican, excluyen, purgan. En cambio, el centro, cuando es verdaderamente democrático, entiende que la política no es un campo de guerra, sino un espacio de construcción. Allí no se impone la uniformidad, sino que se reconoce la diversidad como un hecho irreversible de la vida social. Y es desde ese reconocimiento —no desde la furia ni el resentimiento— que puede iniciarse una reconciliación que no sea una farsa ni sufra de amnesia.

En Bolivia, ese centro no puede ser un remanso conservador ni una coartada tecnocrática. Debe ser un centro que se construya desde la derecha liberal hasta la izquierda democrática, en el sentido más noble de ambos términos: liberal, porque solo en la libertad se dignifica la vida humana; progresista, porque la justicia social no es un lujo, sino una urgencia. Y debe ser, además, un centro abierto: capaz de tender puentes entre regiones, culturas, lenguas y memorias. Nada más contrario a la reconciliación que el dogma, sea de izquierda o de derecha. Y nada más esperanzador, en una sociedad herida como la nuestra, que la voluntad serena de escuchar, comprender y, finalmente, convivir. Esa es la empresa más difícil de todas. Pero también, sin duda, la más necesaria.

La reconciliación no es el fin. Es el inicio de un nuevo tiempo. Y tal vez, la última oportunidad para hacer que la historia, esta vez, no se repita como tragedia, sino como esperanza.


14 de abril de 2025

LA UNIDAD POLÍTICA EN BOLIVIA

EL RETO DE UNA NACIÓN QUE QUIERE VIVIR


Hay momentos en la historia de los pueblos en los que la unidad deja de ser una consigna política para convertirse en una exigencia. En Bolivia, ese momento ha llegado. La unidad política no es una ingeniería de pactos ni una fórmula electoral. Es la respuesta a una interpelación histórica, una especie de imperativo categórico que nos lanza la propia democracia cuando siente que su subsuelo está cediendo. Bolivia no necesita una alianza de coyuntura; necesita una conjura civilizatoria.

Esa unidad no será fácil. No lo ha sido nunca. Las heridas de Bolivia son profundas y múltiples: la polarización, la desconfianza, el cinismo político, el caudillismo reincidente y un centralismo que ha hecho del Estado un botín. Pero no por ello debemos renunciar a la tarea. La política, en su mejor versión, es justamente eso: la voluntad de no rendirse ante el desencanto. Y en este caso, esa voluntad debe traducirse en un bloque democrático que no solo dispute el poder, sino que lo regenere.

La Bolivia que se aproxima al Bicentenario se parece demasiado a una república extenuada. No por falta de recursos, sino por la mediocridad en el ejercicio del poder. No por escasez de ideas, sino por la sordera frente a las voces ciudadanas. Es por eso que la unidad que necesitamos no puede ser aritmética. No puede ser la suma de egos, sino la multiplicación de esperanzas. No puede ser una alianza de cúpulas, sino una sinfonía de diferencias armónicas.

El Bloque de Unidad ha comprendido esto. Ha convocado no solo a los partidos, sino a los ciudadanos sin partido. Busca la palabra de las y los jóvenes, el pulso de los emprendedores, la sabiduría de las mujeres que sostienen el país desde los márgenes. Ha tendido puentes con los líderes emergentes de los pueblos indígenas y con los sectores productivos que ya no creen en milagros estatales. Lo que se propone desde el Bloque de Unidad no es una campaña, sino una refundación silenciosa.

No debemos engañarnos: la dispersión opositora ha sido, hasta ahora, el mejor aliado del oficialismo. Cada división, cada pequeño caudillo de ocasión, ha sido un ladrillo en el muro que nos separa del cambio. Por eso, esta vez, la unidad debe tener rostro, nombre y plan. Debe ser deliberada, sincera, programática. Y debe articularse con la ciudadanía, que ya no tolera las simulaciones. La ética pública debe ser la nueva militancia.

Bolivia está en una encrucijada. Si continúa gobernada por el populismo decadente que ha hecho del Estado una máquina de reparto, seguirá deslizándose hacia la informalidad institucional, la ruina económica y la anomia social. Pero si encuentra una alternativa real —una que combine estabilidad y justicia, mercado y equidad, ley y libertad— puede renacer de sus escombros. Esa alternativa, hoy por hoy, se llama unidad y esa unidad tiene, por primera vez en años, una cabeza reconocida: Samuel Doria Medina.

No hay política sin narrativa. Y la narrativa de esta unidad debe ser la del reencuentro con la dignidad. Con la idea de que no todo está perdido. De que los bolivianos no estamos condenados al eterno retorno del abuso. Que es posible construir una república donde las instituciones funcionen, donde la corrupción sea excepción y no regla, donde el poder sirva y no se sirva. Para eso hace falta coraje. Pero también hace falta dirección.

La verdadera hegemonía —esa que no se impone, sino que se persuade— no se logra con votos prestados ni con slogans estridentes. Se logra cuando una propuesta es capaz de interpelar a todos los sectores con una ética de responsabilidad y una estética de futuro. Ese es el tipo de hegemonía que necesita el Bloque de Unidad: una hegemonía moral, a tiempo que política. Una que derrote al autoritarismo no solo en las urnas, sino en la conciencia de la ciudadanía.

Por eso, la candidatura de Samuel Doria Medina no debe ser vista como una solución de compromiso, sino como una apuesta de futuro. No representa la perfección, sino la posibilidad. No simboliza el fin de las diferencias, sino su canalización constructiva. Su liderazgo no es carismático, es racional. No se impone por gritos, se construye por argumentos. Y tal vez eso sea lo que Bolivia más necesita: una política que recupere la razón.


Para decirlo con todas sus letras: la candidatura de Samuel Doria Medina al frente del Bloque de Unidad encarna esta respuesta. No por capricho ni cálculo personal, sino porque su figura sintetiza un ethos político —el del empresario austero que cree en el esfuerzo, el mérito, el valor de la palabra empeñada— y porque su recorrido encarna una voluntad clara de superar los personalismos estériles, de reunir a las fuerzas diversas que quieren construir país desde el centro democrático. En torno a él, y bajo su liderazgo, se está articulando una unidad que ya no es solo opositora: es constituyente.

La unidad no es un fin. Es el camino para que Bolivia vuelva a creer en sí misma. Y si la democracia es, como decía Raymond Aron, “la organización del pesimismo”, que al menos lo sea con grandeza. Que la reconstrucción comience por el verbo, y que el verbo se haga acción.

10 de abril de 2025

TUTO, TUTO... ¿Qué estás haciendo?

TUTO QUIROGA RAMÍREZ la volvió a hacer. Cada vez que aparece en escena, la oposición democrática se divide o peor, se desarma, el gobierno masista, Evo, Arce o ahora Andrónico, conquistan las metas que se proponen y, finalmente, cuando todo está consumado, este personaje hasta los protege, lo oculta y los hace huir.

Mi primera hipótesis, la más ingenua, dice que lo que pasa con Tuto es que su candidatura es un buen negocio, para él y su entorno inmediato. No le interesa ganar, ni siquiera tener una bancada, cuyas candidaturas vende caras en los primeros puestos. Él recauda una buena plata fuera del país, donde está muy bien considerado (imaginen que tiene una madrina como Corina Machado), digamos que unos cinco millones y más; gasta la mitad, reparte uno entre sus más cercanos y se queda con unos dos para vivir los próximos cinco años.

Tengo otra hipótesis, pero quedará para el inventario (no quiero parecer un terraplanista conspiranoico al escribirla). Hay que reiterar, para tenerlo bien claro, que desde hace 20 años o más, cada vez que este personaje aparece, quien saca puntos a su favor es el MAS, y eso sí que es algo muchísimo más delicado que un negocio.

Esta su actitud no es algo casual; parece responder a un patrón que se repite una y otra vez. Todo esto empezó a resonar en mi cabeza tras escuchar a Carlos Valverde y recordar un artículo que escribió Cayetano Llovet (Q. E. P. D.) hace ya 15 años. Sus argumentos apuntan a que, lejos de tratarse de un hecho aislado, podríamos estar ante algo así como un "asesino serial".

Las preguntas que surgen son inevitables: ¿cuáles son las razones de sus actos?, ¿qué motivaciones hay detrás de este comportamiento constante? ¿a quiénes beneficia y por qué? Cada nueva información y cada testimonio agregan indicios que refuerzan mi sospecha, y aun así queda mucho por saber.

Mi intención no es sembrar dudas o desconfianzas; se trata más bien de reflexionar y buscar claridad ante hechos que podrían dañar nuestras instituciones políticas, la credibilidad en la palabra de las y los líderes, ya tan desportillada, y nuestra confianza colectiva. Hay que buscar explicaciones y respuestas, sin temor a cuestionar versiones o discursos aprendidos. 

¿Será que estamos solo frente a una repetición peligrosa de comportamientos que solo agrandan la brecha entre la verdad y la apariencia, o hay algo más tenebroso aún que eso?