En los procesos políticos de larga duración, no hay mayor tragedia que la de los movimientos que nacen como promesas de redención y terminan convertidos en caricaturas de sí mismos. Bolivia ha sido testigo —y víctima— de ese tránsito en la historia reciente del Movimiento al Socialismo (MAS) y su caudillo, Evo Morales Ayma. Lo que comenzó como una insurgencia democrática de los excluidos terminó degenerando en una forma de poder autorreferencial, impermeable a la crítica y corroído por sus propios excesos.
El MAS encarnó, en sus orígenes, un proyecto nacional-popular con base campesina e indígena, que interpelaba con justicia el racismo estructural y la exclusión histórica a esa parte de la población en Bolivia. Representaba la posibilidad de una refundación simbólica del Estado boliviano. Pero como ocurre con frecuencia en América Latina, el poder, una vez conquistado, deja de ser instrumento de transformación para convertirse en fin en sí mismo. Y en ese punto, el relato emancipador se transmuta en dominación ideológica.
Evo Morales, figura tutelar del proceso, encarnó inicialmente el liderazgo carismático de un campesino sindicalista que desafiaba las élites tradicionales. Sin embargo, su prolongación en el poder reveló no tanto su fortaleza, sino su inseguridad histórica: la necesidad de eternizarse en el cargo para evitar el juicio de la alternancia. La reelección indefinida, impuesta contra la voluntad expresada en el referéndum del 21F, no fue solo un acto de transgresión constitucional; fue la confesión tácita de que el ciclo histórico se había agotado.
Desde entonces, el MAS adoptó formas cada vez más autoritarias. Las instituciones fueron cooptadas con eficacia quirúrgica. El Tribunal Constitucional se convirtió en un apéndice del Ejecutivo. El Órgano Judicial perdió su autonomía, y el Parlamento fue convertido en caja de resonancia del oficialismo. Se instaló un clima de sospecha sistemática contra toda disidencia, y la polarización política fue transformada en método de gobierno. El otro ya no era adversario legítimo, sino enemigo moral, traidor y vendepatria.
En el plano económico, la narrativa de soberanía nacional fue utilizada para justificar una gestión basada en la renta extractiva, dependiente de los precios internacionales del gas y los minerales. La bonanza no se tradujo en diversificación productiva ni en industrialización estratégica. Por el contrario, el modelo se volvió adicto al gasto público, al subsidio y al clientelismo. Las reservas internacionales se diluyeron sin explicación transparente, y la deuda pública creció sin correlato en capacidad de respuesta estructural. Lo que parecía un milagro económico se reveló como un espejismo contable.
A este deterioro se sumó una corrupción que ya no se disimulaba, sino que se administraba. El Estado fue convertido en botín de guerra. Las empresas públicas, en feudos de funcionarios protegidos por lealtades partidarias. Las organizaciones sociales, otrora bastiones de reivindicación popular, fueron absorbidas como correas de transmisión del aparato político, perdiendo su autonomía y su credibilidad.
Pero quizá el daño más profundo del ciclo masista no se mide en dólares ni en decretos. Se mide en confianza rota. En una ciudadanía que volvió a descreer de la política. En jóvenes desencantados que no encuentran un horizonte. En pueblos indígenas instrumentalizados para justificar decisiones tomadas en palacios, no en asambleas. En la imposibilidad del diálogo sincero porque el lenguaje fue colonizado por la propaganda.
Lo más paradójico —y doloroso— es que el MAS pudo haber sido un momento constituyente de nuestra historia democrática. Pudo articular un proyecto intercultural moderno. Pudo haber democratizado el Estado sin degradarlo. Pero eligió otro camino: el del populismo personalista que todo lo sacrifica al altar del líder.
Hoy, el MAS ya no es proyecto ni esperanza. Es sistema. Un sistema fatigado, defensivo, reactivo. Su retórica ya no interpela: repite. Su estructura ya no moviliza: administra. Su moral ya no inspira: justifica. Y su líder, lejos de convocar a un nuevo tiempo, se aferra a un pasado que se deshace.
Y sin embargo, lo que hoy vivimos no es sólo el final de un ciclo político, sino también el estancamiento de un ciclo estatal más profundo, el mismo que se inició con la Revolución Nacional de 1952, cuyas pulsiones nacionales, democráticas y populares aún no han encontrado una realización plena ni un cauce institucional duradero. El MAS, como antes el MNR y luego el MIR, pretendió apropiarse de ese ciclo, pero terminó repitiendo sus deformaciones: el centralismo autoritario, el patrimonialismo del Estado, la instrumentalización de lo popular.
A diferencia de otros procesos históricos, el cierre de este ciclo estatal no llegará por decreto, sino cuando logremos consolidar un Estado democrático legítimo, equitativo y eficaz, que sea aceptado como tal por la mayoría de la sociedad boliviana, más allá de sus diferencias étnicas, culturales o regionales. Ese es el desafío de esta nueva generación: completar el ciclo nacional/democrático/popular, enriqueciéndolo hoy con las pulsiones ineludibles del feminismo, el ecologismo y la defensa de los derechos colectivos e individuales.
¿Qué queda por hacer, entonces? No el odio ni la revancha. Tampoco la nostalgia por una pureza ideológica que nunca existió. Lo que queda es el trabajo paciente de reconstrucción: de las instituciones, de la palabra pública, de la convivencia. Y también de la memoria, para no olvidar que las utopías traicionadas suelen dejar heridas más hondas que las derrotas.
Evo Morales y el MAS dejarán su lugar en la historia boliviana. Pero dependerá de nosotros que no lo hagan como una advertencia perpetua, sino como una lección asumida. Que nunca más la inclusión sea pretexto para la exclusión. Que nunca más la democracia se use para vaciar de sentido a la democracia. Que nunca más el nombre del pueblo se use para secuestrar al Estado.
Y que esta vez, la historia —por fin— no termine en un puro simulacro.