EN EL COMPLEJO ENTORNO DE LA POLÍTICA BOLIVIANA
Las categorías de izquierda y derecha, más que una simple herencia de la distribución de curules parlamentarios cuando la Revolución Francesa, responden a visiones distintas sobre la naturaleza humana y la organización de la sociedad. Mientras algunos afirman que estas categorías han caducado, lo cierto es que, mientras persista la abismal desigualdad entre ricos y pobres, seguirán siendo útiles para comprender el mundo político. Negar su vigencia, en nombre de una supuesta superación ideológica, no es otra cosa que una postura ideológica en sí misma.
La derecha parte de la idea de que los seres humanos estamos determinados por cualidades naturales inalterables: así como unos nacen más inteligentes o más hábiles, gordos unos y flacos los otros, también hay quienes les toca el ser pobres o ricos. Desde esta óptica, la desigualdad es inevitable e incluso necesaria, pues el esfuerzo individual es visto como el motor de la historia y del desarrollo. Los más capaces arrastran e impulsan al resto, como una locomotora a los vagones del tren social.
La izquierda, en cambio, sostiene que los seres humanos no estámos sujetos a leyes naturales inmodificables como los animales. A diferencia de las abejas, que no eligen ni pueden cambiar su rol en la colmena, los seres humanos hemos construido nuestros mundos a través de acuerdos, leyes, instituciones y valores, muchos de ellos fruto de las movilizaciones y la resistencia politica. La libertad, por ejemplo, no es un estado natural, sino una conquista cultural. Desde esta perspectiva, todo —desde la economía, la cultura, hasta lo que podríamos considerar puramente biológico, como la sexualidad humana— es una construcción social, y como tal, es susceptible de ser transformado.
Un buen ejemplo es el trabajo femenino. Históricamente invisibilizado y sin valor económico reconocido, el cuidado del hogar y de los dependientes no era considerado “trabajo”. Esta injusticia estructural, como tantas otras, no es natural: es cultural, histórica, y por lo tanto, modificable; vivimos ahora un tiempo en el que las mujeres reivindican la obligación de visibilizar ese trabajo, y valorarlo. Para la izquierda, la distribución de la riqueza responde a decisiones humanas y puede ser reestructurada de forma más equitativa. Esa posibilidad es también una obligación ética: quien comprende que la desigualdad es una construcción, no puede permanecer indiferente ante ella. Comprometerse con su transformación no es una consigna, sino un acto de integridad.
Sin embargo, al trasladar estas categorías al terreno político boliviano, emergen algunas dificultades. En Bolivia, izquierda y derecha no se expresan como proyectos ideológicos coherentes y duraderos, sino que están atravesados por factores históricos, sociales y culturalmente particulares. La política nacional se ha organizado más bien a partir de bloques sociales de poder que se reconfiguran cada cierto tiempo, aproximadamente cada treinta años, y que no se ajustan estrictamente a las divisiones ideológicas descritas.
En lugar de partidos con identidades ideológicas definidas, Bolivia ha tenido movimientos políticos con fuerte impronta populista, en los que coexisten dirigentes y militantes de distintas orientaciones, acomodándose según la coyuntura. Ni las élites tradicionales han logrado consolidar una derecha moderna, liberal y democrática, ni las clases emergentes han conseguido estructurar una izquierda democrática sólida. Los ejemplos del MNR, el MIR o el MAS ilustran este patrón: proyectos que se presentaron como nacionales, democráticos y populares, pero que en su evolución concentraron poder, se corrompieron, y se alejaron de sus principios fundacionales, priorizando la preservación del poder sobre la coherencia ideológica.
Así, el mapa político boliviano se caracteriza por una difusa frontera entre izquierda y derecha. Las tensiones reales siguen girando en torno a la distribución del poder, del excedente económico, del rol del Estado y del mercado. Pero estas disputas se expresan en términos más asociados a la representación de intereses y privilegios, sociales y económicos, que a plataformas ideológicas claras.
Hoy, el futuro político de Bolivia parece orientarse hacia un proyecto amplio y plural, donde convivan visiones liberales, socialdemócratas, feministas, ecologistas y comunitarias, unidas más por el compromiso democrático que por una doctrina única. Ante la crisis del modelo actual, impuesto durante años por el MAS, criticado por su estatismo centralista y sus redes clientelares, surgen propuestas que apelan a una unidad supraidelógica, centrada en la libertad, la justicia social, el emprendimiento empresarial y la equidad.
En última instancia, si bien izquierda y derecha siguen siendo referentes útiles para interpretar el mundo, en Bolivia su aplicación resulta limitada por la historia y la cultura política del país. Aquí, lo ideológico cede frente a lo pragmático, y lo doctrinario frente a la capacidad de articular demandas nacionales y populares. La tarea pendiente es construir una política que, sin renunciar a los valores, sea capaz de representar esta complejidad sin diluirse en el oportunismo.