Nuestra vida civil fue tomada por la retórica de la sospecha, nos miramos como si el otro fuera un documento falsificado con sello adulterado. El desprecio (ese hábito que vuelve objeto al prójimo) se deslizó sin ceremonia hasta el odio cotidiano. Y la política, degradada a escalera, se entendió como el arte de trepar sin convicciones, un ascensor social que pide pocos exámenes y exige muchas coimas. Nada nuevo bajo el sol, lo específico, pero lo grave es que la rapiña de lo público se volvió rutina, reglamento no escrito que se aprende por ósmosis y contagio.
Que la corrupción exista desde los escribas hace milenios es algo que se sabe. Lo alarmante es su metamorfosis, de pecado a procedimiento, de excepción vergonzante a protocolo tácito. Cuando en aduanas, impuestos, policía, fiscalía o ministerio público la exacción adopta forma de pirámide (diezmo que sube hasta el jefe pasando por el funcionario, el ujier, y del ujier al portero), ya no asistimos a la picardía del pícaro, sino a una liturgia. El mal deja de esconderse y se vuelve catecismo. Y un catecismo produce creyentes.
¿Cómo se desarma una religión equivocada? Con otra liturgia. La de la transparencia hecha hábito; la del trámite a la intemperie; la de la probidad (palabra simple y contundente) encarnada en personas dispuestas a jugarse el pellejo a cambio del descanso en su conciencia. Eso toma tiempo y método, paciencia, instituciones y, sobre todo, voluntad política. No el ademán para la foto, sino un contrato moral que obligue a gobernantes y gobernados a someterse a verificación y castigo, a sistemas de incentivos y controles que no dependan de los humores del gobernante.
No somos marcianos, somos humanos, mamíferos simbólicos. Allí donde países con historias ásperas de corrupción recompusieron sus pactos cívicos, no hubo milagros, hubo educación, ejemplaridad, sanción eficaz, premio a la honestidad, cultura de trámite simple y de dato público. Si ellos pudieron (por disciplina institucional, no por superioridad), nosotros también. La tarea es grande como una catedral y prosaica como una ventanilla en cualquier ministerio; es cosa de levantar estructuras mientras barremos el polvo del día.
Empecemos por lo básico y revolucionario, tratar la cosa pública como sagrada y al adversario como un interlocutor legítimo. Después, persistir. Porque las repúblicas (a diferencia de los almanaques) no cuelgan de un clavo, se sostienen cada día con manos limpias y con un poco de humor, para no perderse en el laberinto. ¡Vamos a intentarlo!










